Una cierta galbana postvacacional me fue venciendo más de quince días, durante los cuales, entre estancias de amigos retornados de las Indias occidentales, paseos con la parienta, desganas varias y otras postergaciones, fui dejando preterido el deber de reseñar viajes, lecturas y audiciones. Cuando ahora me pongo a la tarea, soy consciente de que se han de dar inevitables olvidos y manifiestas imprecisiones, a lo que también habrá de contribuir la omisión de la cautela previa de las notas rápidas en el momento y lugar de los hechos narrados. Confío, no obstante, en que no se pierda ni se falsee ningún detalle de importancia.
Había que llevar a Daniel al campamento Asolace, en el valle de Belagua, cerca de Isaba, uno de los corazones del Pirineo navarro. Así que, tras compras de última hora de equipamientos de montaña y de comparecencia tan breve como obligada en determinado encuentro fúnebre, salimos de Avilés a media mañana de un soleado lunes de mediados de julio. Poco después de las una de la tarde estábamos en el balneario y acuífero pueblo de Solares, en el que nos detuvimos para no demasiado frugal refrigerio en el Mesón El Tejo, honrada casa de comidas con ciertas pretensiones estéticas, de la que salimos bastante confortados con un menú del día generoso y en buena sazón. En torno a las seis y media pudimos dejar la impedimenta en el ya previsto hotel rural de Isaba, que resultó mejor y más confortable de lo que había imaginado.
El campamento de Asolace es una reserva de euskaldunes hirsutos y semiasilvestrados, provistos de caravanas y turismos que, por encima o por debajo de la matrícula oficial, lucían pegatinas ovales con las siglas EH, que podían –y querían- denotar, indistintamente Euskal Herria y Euskal Herritarrok. Así que apañados andábamos y convenía atarse los machos y advertir a Daniel de los riesgos que podía correr con tan distinguido vecindario. Quien, pasada más de una hora, llegó y fue identificada como monitora del campamento, moza de no mal ver, pero de adustas y casi hurañas maneras, tenía todas las trazas del abertzalismo juvenil, rampante y chulesco.
De nuevo en Isaba, recorrimos las empinadas callejuelas del pueblo, con muy hermosos edificios de piedra, algunos de los cuales exhibían blasones heráldicos. La imponente iglesia, de poco común estatura, muestra vestigios de casi todos los estilos, del románico al neoclásico. El valle del Roncal apenas deja asomar, desde el pueblo, su singular belleza, que habrá de contemplarse desde lugares más apartados.
A la anochecida, nos recogimos en el hotel y decidimos probar las esperables excelencias de su cocina. No quedamos defraudados. Aunque se pasaron un pelín en la factura, lo cierto es que todo estaba muy bueno. Los comensales que compartían sala con nosotros eran una joven pareja castellana, con cierto aire pijoterín, otra pareja de franceses cuarentones y dos varones malencarados, uno de ellos picado de viruela, vestido de calzón corto y armado de nudoso estadoño. Hablaban euskera entre si y dirigían torvas miradas a la turba forastera, entre la que nos contábamos, cuya presencia parecía incomodarles sobremanera. Devoraban, más que comían, descomunales chuletones de ternera, generosamente regados con Rioja de excelente etiqueta. Por momentos, viví sensaciones de mal fario.
La habitación abuhardillada, con camas bien dotadas y baño exiguo, pero pulcro, favorecía el sueño profundo y reparador. Me desperté con las campanadas del cercano reloj de la torre de la iglesia: siete, bien espaciadas, y luego repetidas. No había prisa y pude remolonear un buen rato. El desayuno, completo y abundante, dejó encantada a Mariné. Por mi parte, sigo sin poder adaptarme a la sana costumbre de llenar la andorga a tan tempranas horas del día.
Salimos con buen tiempo para hacer nuestra siguiente etapa. En el pueblo de Roncal nos detuvimos para hacer provisiones higiénicas. Tuvimos que esperar a que abriesen la única farmacia de la localidad y la oficina de turismo, en la que nos informaron de la ubicación exacta del mausoleo de Gayarre y de que la casa museo del eximio tenor no abría sus puertas hasta las once y media de la mañana. Paseamos hasta el cementerio y contemplamos y fotografiamos la magnífica escultura de Benlliure que corona la tumba del lírico. La casa museo sería visitada en posterior momento de este mismo viaje, como luego habremos de ver.
Para llegar al Monte Perdido, desde Navarra, es obligado pasar, entre Biescas y Boltaña, por una sinuosa y estrecha carretera, con amedrentadores precipicios y barrancos de vértigo y respeto, que me pusieron de muy mala uva. Después la carretera se dulcifica e incluso el tramo entre Bielsa y el Parador, angosto pero seguro, se hace con relativa comodidad. El vino de bienvenida, tomado en la terraza inferior, con los neveros de las cumbres enfrente, nos supo muy bien. Comimos en la terraza superior, bien pertrechada de toldos de buena lona, sin los que el sol nos hubiese deslumbrado. Siesta y paseo a pie hasta la primera cascada del Cinca, que, vista desde la lejanía de la terraza, semeja una pequeña y juguetona cola, y que de cerca, desde el puente de madera, impresiona bastante más.
El interior de la pequeña ermita de
Al día siguiente, tocaba cambiar, si no de paisaje, sí, al menos, de Comunidad Autónoma. Para ir hacia Artíes, en pleno Valle de Arán, y siguiendo consejos del recepcionista del Parador, atravesamos el túnel de Bielsa y nos internamos en Francia por serpenteante carretera que desciende hasta Saint-Lary, dejando ver otra cara verde y no rocosa de la cordillera, de muy francesa belleza, que si la altitud y el desnivel no lo impidiesen, podríamos calificar de campiña. En Arreau debe tomarse una desviación a la derecha que conduce a la ascensión del coll de Peyresourde, con heroicas resonancias de hazañas ciclistas. Después, se baja hasta Bagneres de Luchon, preciosa, decadente y limpísima ciudad balnearia, con empaque y vitola imperiales, para luego volver a subir hasta coronar el puerto del Pontillón, entrando en España, y bajando de nuevo hasta Bossosts y luego hasta Viella, y desde la capital del Valle de Arán, hasta Artíes por la carretera de Baqueira /Beret. Muy poco después de las doce del mediodía estábamos ya en el Parador y pudimos disfrutar de gimnasio - quince kilómetros de bicicleta estática - y de piscina hasta la hora de comer. Los prestigiosos paradores observan costumbres de tradicional fonda ibérica y guardan la botella con el vino no consumido - un Marqués de Cáceres, crianza del 96 -, con el nombre del cliente escrito en una etiqueta. Se agradece.
Entre la siesta, la lectura y los paseos por el pueblo se nos fue pasando nuestra primera tarde aranesa, que concluyó con una cena en un simpático restaurante, con pujos cinegéticos en la decoración de interiores, regentado y servido por industriosa y pizpireta dama y camareros jacarandosos, todos ellos con plumaje de edredón noruego y pérdidas de aceite de más del setenta por ciento. La clientela, salvas dos o tres excepciones, a perfecto juego con el ambiente de la servidumbre. Montagut se llama el establecimiento, para quien le interese, y está situado en la carretera general, justo enfrente de la antigua casona de Don Gaspar de Portolá. Los platos, no demasiado generosos, se dejaban engullir mejor que bien.
A la mañana siguiente decidimos liarnos la manta a la cabeza y lanzarnos a la pequeña aventura de visitar los saltos de agua conocidos como Sauth deth Pith, en recio aranés, lengua cooficial con el catalán y el español en todos los pueblos del valle. El acceso a las bellas cascadas, rodeadas de un impresionante circo de montañas, se hace por una carretera estrecha, pedregosa y endemoniadamente desprotegida. Esta vez los abismos y la acrofobia pudieron conmigo. En una curva en la que el piso se ensanchaba formando una especie de elemental mirador, abandonamos el coche y seguimos a pie los más de cuatro kilómetros que aún quedaban de camino. No fuimos los únicos, aunque deba decirse que tampoco fueron pocos los osados que lograron llegar a la explanada final a bordo de sus baqueteados vehículos. El regreso resultó bastante menos atroz. No sin antes informarnos de que a otras cascadas, las de Artiga de Lin, se podía llegar con muchísimos menos riesgos, emprendimos, desde Les Bordes, el camino hacia los Uelhs deth Joeu, por una carretera boscosa y umbría, jalonada por pequeñas y grandes fuentes. Poco más arriba de los cristalinos ojos, desde un rellano de la montaña, se contempla la pared nororiental del Aneto, que se yergue y domina con altivez todo el horizonte.
Era aún bastante temprano cuando nos paramos en Viella para comprar El País y dejar en un taller de fotografía el carrete de fotos recién terminado. Así que pudimos subir a Baqueira / Beret, lugar de monárquicas esquiadas. La estación de esquí ofrece en verano un aspecto un tanto pelón. Tomamos, no obstante, el teleférico, porque el paisaje de todo el valle, desde lo alto de las cabinas, sigue siendo un espectáculo grandioso. Dejando para mejor ocasión la visita a Tredós y su balneario, regresamos al Parador a muy buena hora para disfrutar de comida y siesta. Al atardecer, volvimos a Viella para recoger las fotografías ya reveladas y aprovechamos para dar un prolongado paseo por tan turística población, con su elegante iglesia románico-gótica, de torre ochavada y gallarda, y el Garona, que divide en dos la disposición de las bien ordenadas casas tradicionales, que soportan sin empacho la vecindad de edificios más utilitarios y arracimados. Nos llamó la atención el escaparate de una tienda-taberna, llamada Don Vielhito, y nos acercamos a su espléndidamente provista barra. La enorme profusión de pinchos de todas las estirpes, suertes, aderezos y materias nos llenó el ojo y nos abrió el apetito. La bodega era también muy notable. Con un vino tras otro y un pincho después del anterior, rigurosa aunque primitivamente contabilizados por el sistema de depositar los palillos en un platito dispuesto a tal fin, nos pusimos algo más que tibios. La muy buena impresión quedó ratificada y aún mejorada en el momento en que pedimos el importe de todo lo consumido, que resultó ser muy razonable, incluso parco. Después de esta copiosa ingesta, quedaba ocioso pensar en cena de cualquier clase, por frugal que fuere. De nuevo en el Parador, me dispuse yo para acudir a un concierto en
Amaneció con buen tiempo y tocaba acercarse a Huesca. Y digo acercarse, porque nuestro destino, Arguís, es un pantano situado a diecinueve kilómetros de la ciudad de la fatídica campana. Quedaba pendiente una imprescindible visita a Aínsa, bellísima localidad del Alto Aragón en la que no nos habíamos detenido en el camino de Isaba al Monte Perdido, ni tampoco habíamos tenido tiempo de conocer desde este último. Ahora no quisimos pasar de largo. Y la parada mereció la pena. Ya desde las murallas del castillo la visión de
Había nubarrones en la mañana dominical en que salimos de Arguís con destino a los riojanos monasterios de Suso y Yuso, a los que llegamos, no sin dar un pequeño rodeo, debido a las imprecisas señalizaciones de la carretera, bastante antes del mediodía. Gracias a esta madrugadora arribada, y a la información que nos dieron en la recepción de
Los amigos Lorenzo y Milagros siguen en el vecino Ezcaray con su taberna. Les llamamos, quedamos en ir a verles al día siguiente y nos recomendaron ir a cenar al Jauja, en Alesanco, o al Cantinflas en Badarán. Empezamos por tomarle las medidas a este último y no nos convenció. Llegados a Alesanco y recién entrados en el Jauja, quedamos inmediatamente convencidos de que allí nos darían bien de comer. Mitad bar, mitad abacería, con algo de almacén de coloniales, rebosaba salud y confianza. Y así fue. Las generosas raciones de espárragos, los pimientos rellenos, los revueltos de ajetes y el vino rosado, de agudo paladar, nos dejaron con el estómago regocijado.
En el trayecto de un sitio a otro, nos paramos en la abadía cisterciense de Cañas. A semejantes horas estaba, por supuesto, cerrada y, aún peor, anunciaba cierre para el día siguiente, lunes. Tuvimos la buena fortuna de encontrar a una servidora del cenobio, quien amablemente nos hizo saber que, por tratarse del día de Santiago apóstol, ese lunes se hacía excepción y se autorizaban visitas guiadas. Naturalmente, nos faltó tiempo para aprovechar la oportunidad, no sin antes cumplir con el ritual de rendir homenaje a San Millán de
Sin resaca, pero con algún leve malestar, partimos la mañana siguiente a territorio de infieles e hicimos la primera parada en Estella,
Gran tromba de agua recién enfilada la autopista a la altura de Pamplona, que nos dejaba prácticamente ciegos a los conductores, y que nos fue obligando a parar en el arcén. Pronto escampó, pero el problema siguiente, una vez que tomamos la salida correcta para llegar a Udabe, fue dar con el puñetero pueblo. Las indicaciones que nos daban los lugareños eran cualquier cosa menos precisas y claras. Al fin, lo encontramos. La llamada Venta de Udabe es una muy digna casa de turismo rural, muy navarra pero escasamente euskalherriaka. Quizás les falte a sus dueños un poco más de empuje, pero se come y se duerme muy bien. Los cuartos de baño de las habitaciones son menos que la mínima expresión del concepto “baño” y están recubiertos con un horrendo piso de sintasol. Salvado este irritante detalle, todo lo demás resulta bastante agradable. Hay incluso, en cada habitación, libros a disposición del cliente y, de ese modo, pude leer durante la estancia los Relatos de Odesa, de Isaak Babel, que me sorprendieron por su absoluta modernidad.
Tras la comida y la siesta, poco nos apetecía el excursionismo. Nos bastó con acercarnos a pie a los vecinos pueblos de Beramendi e Itxaso, repletos de ganado vacuno y paisanaje bravío. La venta queda un tanto alejada del núcleo del pueblo de Udabe, que tiene muy ricas casas de propiedad de potentados pamploneses y destinadas al ocio estival y sabatino. Esperamos la hora de la cena leyendo periódicos locales y alguno de los relatos de Babel. Algunos de los huéspedes que compartían con nosotros alojamiento y comedor, resultaron ser una familia viguesa, con niños zangolotinos y maneras de terraza del Náutico. Que su dios los bendiga.
El cielo que por la mañana observamos desde la ventana de la habitación parecía propicio para poder aventurarnos en atravesar sierras y valles. Así que cogimos el coche y a pocos kilómetros de la venta nos desviamos a la izquierda por una hermosa carretera, que asciende a través de un bosque frondoso y verde hasta Saldías para luego bajar hasta la bonita villa de Santesteban (Dontzebe, en euskera), pasando antes por Donamaría. Desde Santesteban y siguiendo con precisa fidelidad el curso del Bidasoa, llegamos a Bera (aunque no se muy bien por qué, sigo respetando la ortografía euskérica). Se trata de una villa hermosísima, afeada y vituperada con profusión de banderolas con las siglas EH y ominosos mapas negros de lo que algunos descerebrados, bastantes más de lo que sería saludable, consideran sacrosanto territorio histórico de Euskalherría y soporte físico de un Estado soberano tan quimérico como inspirador de infamias y tropelías criminales y sangrientas. Después de homenajear convenientemente a toda la familia Baroja y, muy en particular, a Don Pío –la casa de Itxea, cerrada a cal y canto, es, incluso por fuera, una maravilla envuelta en hiedra- , tomamos unas cervezas reparadoras. El dueño del bar, amabilísimo, nos indicó con claridad el camino más corto hacia Zugarramurdi –el homenaje a Baroja debía continuar allí- , pero nos recomendó desviarnos antes a las francesas cuevas de Sare, e incluso tomar un tren turístico que llega a la cumbre de no recuerdo bien qué monte sagrado. Pasé por lo de las espeluncas gabachas, llenas de souvenirs del más acendrado kitsch, y provistas de tecnología virtual que lo mismo proyecta en las paredes pinturas rupestres o goyescas que hace oír los chíos de los murciélagos, pero de ninguna manera consentí en acceder a ningún parque temático de perturbadoras mitologías nacionalistas. Empinado y retorcido camino hay entre Sare y Zugarramurdi, que se asienta en lo alto del puerto. Comimos con bastante largueza en un restaurante casero y amplio, con vistas al montañoso entorno. Acabado el yantar, mejor apetecía una siesta que evocar aquelarres. Pero el deber es el deber y nos dispusimos a recorrer a pie el medio kilómetro largo de carretera rural que conduce a las famosas cuevas del conocido relato barojiano. Nos guió la visita una buena moza, sin demasiados resabios nacionaleros, lo que, por aquellos pagos, es de agradecer. Aún así, su versión del auto de fe de 1610, promovido por Pierre de Lancre y desarrollado por el tribunal del Santo Oficio de Logroño, tenía algún toque de progresía ingenua y no del todo rigurosa. Reconcilémosla en efigie y condenémosla tan sólo a una noche de coyunda con el ordinario del lugar. Mariné compró, para regalar a amigos varios, no sé cuantas reproducciones de dudoso gusto de un cuadro de un tal Alberto Keller, intitulado Sueño de brujas, con texto ilustrado en el dorso. Tiene su gracia. Siguiendo encarecida recomendación de Cardús, ex - portero del Real Avilés y actual dueño de la taberna
Quedaba un día más de alojamiento en Udabe y se aprovechó para hacer algún reconocimiento de urgencia a
Probablemente, cuando las guías turísticas al uso hablan de Leitza como enclave interesante, deben de referirse a las posibilidades de senderismo que se ofrecen de camino a tan huraño lugar, con escaso interés monumental, no demasiado notable entorno paisajístico –en comparación con otros lugares cercanos- y una cantidad declaradamente letal de mala leche por metro cuadrado, que literalmente espanta. El edificio del Ayuntamiento, en el que asienta sus reales la patulea de EH, está “decorado” con abigarrados carteles en lengua vernácula, con las consignas de ordenanza, y el lienzo de muro que queda enfrente, íntegramente pintarrajeado con imágenes burdas, grotescas y seudotrágicas de “mártires” de la causa entre rejas. Todo ello, por supuesto, con el beneplácito e incluso con la promoción de la autoridad competente. No faltan, más bien superabundan, los consabidos mapas de
Salimos temprano para Garralda, pueblo sin especiales encantos, pero muy próximo a Roncesvalles y no demasiado lejos del valle del Roncal. El Hotel Auñak, pese a su falta de empaque exterior, es otro buen ejemplo de la bien cuidada hostelería rural navarra. Como llegamos bastante temprano tuvimos tiempo para ir a la oficina de turismo, enterarnos de los horarios de visitas en Roncesvalles y llegar incluso al lugar en que el mítico Roldán dejo de sonner son olifant en momento hábil para aprovechar una visita guiada al conjunto monumental: Colegiata, Iglesia de Santiago, Silo de Carlomagno, museo, etc. Decididamente, en Navarra hay buenas profesionales de la guía turística. Y muy guapas. Por su prestigio literario, contemplé con especial curiosidad el llamado ajedrez de Carlomagno, precioso joyel absolutamente impracticable para el uso que falsamente se le atribuye.
El comedor del Hotel Auñak está atendido por dos féminas de la rama juvenil de la familia propietaria. Ambas son eficientes y ambas hablan euskera con la clientela nativa, pero mientras una, Licenciada en Periodismo, según pudimos incidentalmente saber, es campechana y muy simpática, la otra, probablemente menos letrada, tiene un deje altivo y un estiramiento un tanto molestos, aunque, pasado algún tiempo, dulcifica semblante, maneras y trato. En cualquier caso, la cocina del establecimiento es excelente. Se echan de menos detalles, debido más bien a impericia que a tacañería o mala fe, como ejemplifica el habernos incluido en la factura, que abarcaba tres almuerzos y otras tantas cenas de dos personas, la única copa de pacharán que yo tomé después de la primera cena, o la torcedura de morro de la ventera altiva cuando le pedimos que nos sirviese el desayuno del último día a las ocho de la mañana, porque necesitábamos llegar a Pamplona antes de las nueve y media.
Después de roncesvallear, de comer y de sestear, dedicamos el resto de nuestra primera tarde en Garralda a subir hasta el pantano del Irati, con disfrute parcial del bosque homónimo, el de flora más rica de Europa, y a visitar las ruinas de la dieciochesca fábrica de armas de Orbaiceta, que son francamente interesantes. Tuve la mala fortuna de aplastar con las ruedas del coche un juguete de plástico que un niño había abandonado en la calle y de oir, como castigo, las muy groseras maldiciones de la abuela, una anciana gorda, impúdica y malencarada, que se refrescaba los pies en una palangana, sentada en una banqueta coja. Nosotros nos refrescamos la garganta un poco más abajo, en la terraza de un mesón que daba a un extenso campo en el que unos bragados pamploneses, a despecho de años y de grasas, disputaban un heroico partido de fútbol.
La mañana siguiente fue bastante movida. De camino hacia Lumbier, para ver la famosa Foz, nos detuvimos en Aoíz, en cuya magnífica iglesia han adosado una casa horrenda. Desde el mirador de la trasera, se domina una hermosa panorámica. Con estiaje, la foz es menos foz, pero, aún así, impresiona. Desde Lumbier, tomamos la carretera que lleva a Navascués. Hicimos la obligada parada en el alto de Iso, desde el que se contempla la no menos impresionante Foz de Arbayún. En Navascués, rodeando el castillo, emprendimos la escalada al alto del Puerto de las Coronas, otro magnífico mirador desde el que se puede ver, en toda su magnificencia el Valle del Roncal y el circo pirenaico que lo rodea. Una lápida provista de líneas de dirección indica los nombres de las montañas que perfilan el horizonte. La siguiente parada fue ya en Roncal pueblo. Como ya se anunció en esta croniquilla, no podía quedarse sin homenaje
Ya sólo nos queda por relatar el último día. Era domingo y se notaba en el ambiente. Según lo ya previsto, nos fuimos hasta Ochagavía. En este bonito pueblo, que sufrió un devastador incendio y, más tarde, invasión napoleónica, el río separa una parte llana, urbanísticamente dispersa, de otra empinada y densa, de estrechas calles pedregosas, distribuidas en torno a una iglesia que rige el orden en que todo se dispone. Otro límite, éste artificial, pues de la carretera se trata, acentúa la divisoria. Parece ser que en este lugar se rodaron dos señeras películas, a saber, Tasio y Secretos del corazón. Las devociones romeras se dirigen a la ermita de Muskilda, a la que se puede acceder a pie por un atajo de amedrentador desnivel, que preferimos ignorar. Una pista asfaltada, de curvas y contracurvas, permite una aproximación menos esforzada, y por ella metimos el coche. La ermita, de sugestivo románico primitivo, su fuente y su mirador parecen pensados para dar sosiego al caminante. Con menos escaldaduras de barrancos y precipicios, nos hubiésemos atrevido a explorar también el Santuario de Irati. Pero la perspectiva de veinticuatro kilómetros de ida y otros tantos de vuelta por infiernos acrofóbicos nos disuadió por completo. Cierto que el corazón del bosque de Irati y sus más bellas estampas están precisamente en ese recorrido. Pero, en ocasiones, el disfrute estético está reservado sólo a los héroes. Asumamos que no lo somos.
A la ventera altiva no le plugo nada que llegásemos al comedor cuando lo tenía casi repleto de clientela dominguera. Tal vez pensó que la única mesa libre, que nos dispusimos a ocupar, podría ser más rentable con una familia al completo. Un hostelero de bien debe saber disimular esta pequeña contrariedad. Las horas muertas de una tarde de domingo en Garralda no parecían ser un panorama estimulante. Así, pues, una vez sesteados, decidimos cruzar la frontera para conocer San Juan de Pie de Puerto (Saint Jean de Pied de Port, para sus habitantes). Al coronar el puerto de Ibañeta, es obligado pararse para otear horizontes y cumplir con el obligado ritual de las mitologías roldanescas, pero despachamos el expediente con una faena rápida y poco comprometida. La bajada hasta Valcarlos (o Luzaide) se hace interminable, pero tiene compensaciones visuales de importancia. San Juan de Pie de Puerto es un reducto de primitivismo turísticoeuskalerríaco en civilizado suelo francés. Nada más parecido a una Disneylandia de lo abertzale que esta, por otra parte, bella ciudad, que merece mejor suerte. Recuerdo haber leído en alguna parte la descripción de una calle pueblerina infestada de boñigas como chapelas. A Saint Jean de Pied de Port le ocurre lo contrario, pues está saturada de chapelas como boñigas. Si cualquier patriotismo es detestable, el de charanga y pandereta (perdón, quise decir el de aurresku y txalaparta) lo es en grado superlativo, pues une a la infamia el mal gusto. No hay perdón para este crimen, que, además, se comete con la agravante de la mercachiflería de baratija para papanatas. A la vuelta, paramos en la plaza de Valcarlos. Una dulce mongólica ofrecía amabilidades oficiosas a la clientela de la terraza allí instalada. Teníamos como vecinas a dos pamplonesas, con cierto toque bollero –lástima: una de ellas merecía más de un homenaje- que se atrevieron a romper la conspiración de silencio con tímidos comentarios críticos a las tremendas cosas que acababan de suceder. Fueron los únicos que escuchamos en todo el viaje, que aquí se acaba, pues al día siguiente, temprano, recogimos a Daniel en la estación de autobuses de Pamplona. En los escasos cinco minutos que mantuve el coche estacionado en un parking al aire libre, algún descerebrado me rompió la antena. Quiero pensar que el autor fue un gamberro elemental, que para nada reparó en la identificación oficial, con la “E” sobre fondo blanco oval, de mi país de origen.
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