Friday, July 27, 2007

Acordes y desacuerdos (2001)


Discúlpeseme la autocita. Decía yo, a propósito de Celebrity: “Tengo con las películas de Woody Allen una relación cambiante, que va tomando visos de cíclica.” Y concluía: “Esperemos que en un futuro próximo el ciclo se cierre con otra serie de humoradas de esas que nadie, o casi nadie, sabe hacer como Woody.” Afortunadamente, sólo un año después de haber escrito estas líneas, me siento reconfortado: parece que un nuevo ciclo glorioso se inicia con Acordes y desacuerdos. Adoptando la impecable forma de serio reportaje sobre la figura de un olvidado mito del Jazz, elabora Woody otra de sus divertidísimas y profundas genialidades, de esas que me hacen disfrutar hasta la rabadilla. La disparatada historia (¿apócrifa?) del guitarrista Edmann Ray, adobada con brillantes testimonios de connaisseurs diversos, es una preciosa novela ejemplar tan divertida como escasamente edificante, tan sentimental como cínica y perdularia, tan risible como patética. Si el personaje no hubiera existido, habría que inventarlo y, más ciertamente que nunca, el relato “se non é vero, é ben, benisimamente ben, trovato”. Tan bien que me obliga a perdonarle a Woody su anterior desliz y su actual interpretación de sí mismo sin ahorrarse tics ni visajes. Fascinante Uma Thurmann con su sofisticado personaje y con el voluntario, a todas luces, homenaje que tributa a Marlene Dietrich. Impresionante la actriz que interpreta a la mudita, única mujer capaz de enamorar al pobre desalmado Ray torturado por el fantasma del metafísicamente insuperable number one, Dyango Reinhardt. Y excelentemente histriónico, como no podía ser menos, Sean Penn, dando vida al personaje protagonista. La banda sonora es otra maravilla: podría justificar ella sola la visión de esta película, tan sobrada de méritos estrictamente cinematográficos.

Retrato del artista en 1956 (2001)


Este volumen, editado por Lumen en 1991, recoge tres distintos trabajos de Gil de Biedma, que tienen perfecta continuidad temporal, aunque no temática. La primera parte, titulada Las islas de Circe, muestra los días de estancia del autor en Filipinas, previa escala en Roma, antecedida de noche barcelonesa bastante borrascosa. La segunda es exactamente lo que su título indica, esto es, un Informe sobre la administración general en Filipinas, referido a la empresa tabacalera, en la que la familia Gil de Biedma tenía importantes intereses y participaciones. La tercera, Regreso a Ítaca, reproduce los meses veraniegos, de enfermedad y convalecencia, cuya relación dio lugar a lo que en su día se publicó como Retrato del artista seriamente enfermo.

Admirador rendido de la poesía de Gil de Biedma, me dejé ahora fascinar por su prosa elegante y desvergonzada, limpia, tersa y golfa, maldita y, pese al poeta mismo, sentimental. La saludable impudicia con que Gil de Biedma rememora sus días romanos y filipinos, incluye lances de amor y sexo, reflexiones políticas, semblanzas personales, inmersiones en ambientes y hasta bajadas a los infiernos.

La segunda parte es la prueba palpable de que se pueden exhibir excelentes maneras literarias incluso en una tarea burocrática. El informe es todo lo contrario del que redactaría un tecnócrata al uso. Propone reformas, aconseja reajustes, analiza políticas empresariales y no pierde jamás el equilibrio y el rigor, pero será labor ociosa la búsqueda de latiguillos economicistas o retruécanos leguleyos: la prosa fluye ligera, absolutamente libre de pesantez oficiosa.

De regreso a Ítaca narra el subsiguiente verano barcelonés, que pronto se hará vallisoletano por mor de la tuberculosis. Las descripciones de la casa y los lugares de Las Navas del Marqués son realmente antológicas. Nuevamente en Barcelona, entramos de lleno en los dominios culturales, políticos y etílicos de aquella generación excesiva de la que formaron parte, junto con Gil de Biedma, Carlos Barral, Gabriel Ferrater, Juan Goytisolo y tantas otras lumbreras que ardieron en su propio fuego. No podré saber jamás si el indisimulado menosprecio de nuestro autor por otro de los Goytisolo, José Agustín, fue justo o injusto. Sí quedo enterado de que el transmigrador Père de Trennes de la Carajicomedia de Goytisolo tuvo existencia real en carne y hueso mortales.

Cuando alguien dotado de ingénito buen gusto es, además, rico de familia y desborda talento e inteligencia, da a la posteridad breviarios tan exquisitos, divertidos y profundos como el que acabamos de comentar.

Miniaturas de Lytton Strachey (1999)


Curioso que la película Carrington, no exenta de ñoñería de campiña inglesa (Emma Thompson incluída), haya popularizado de alguna manera la figura de Lytton Strachey, uno de los ingenios más brillantes de la literatura inglesa de todos los tiempos. Si su extensa biografía de la reina Victoria, demoledora aunque no del todo exenta de cierta británica complacencia, me impresionó, las minibiografías que se dibujan en Retratos en miniatura me fascinaron definitivamente, hasta el punto de llegar a figurárseme que algunas de las mejores páginas del grandísimo Borges no son otra cosa que traducciones estilizadas de Strachey. Resultan especialmente memorables la modernidad radical con que se perfila a Boswell, el redondo joyel de orfebrería finísima que enmarca el retrato del abate Morellet y la quintaesencia irónica y “malgré-lui” volteriana que se desprende del ajuste de cuentas del President De Brosses.

Hay antecedentes, próximos y remotos, en este difícil arte de las semblanzas comprimidas y, entre ellos, quizás el más notable sea Marcel Schwob, antologizado por el mismo Borges. Pero Strachey, sin perder la condición de maestro de estilo, afina aún mejor su instrumento. Y es que estos sensitivos, además de insoportables, son, en ocasiones, muy sutiles.

Monday, July 23, 2007

Los inocentes, de Hermann Broch (1998)


Este libro, de ardua lectura, casi tan ardua como la de la obra cumbre del mismo Hermann Broch, La muerte de Virgilio, constituye, sin duda, género mayor, obra de arte indiscutible, trabajo literario de primerísimo orden. Decir que se trata de una novela intelectual equivale a no decir nada. Si llamamos la atención sobre su carácter filosófico, no dejamos de enunciar un socorrido tópico. Si precisamos algo más y decimos que se trata de una obra explícita y declaradamente metafísica, nos alejamos algo más de la ramplonería, pero difícilmente abandonamos los pleonasmos. Mucho más nos ilustra la advertencia final del propio autor sobre el origen del libro. Unos relatos sueltos y, en principio, independientes entre sí, adquirieron, al ser reunidos, una cabal estructura de novela, que sólo requirió la introducción de algunos nuevos y la ampliación de alguno de los preexistentes. Y, definitivamente, entramos en materia con la indiscutible y lúcida observación de Broch, cuya transcripción se nos antoja imprescindible: “¿Ante quien pretende colocar un espejo el arte? ¿Qué puede esperarse de ello?. ¿Un despertar? ¿Una elevación? Ninguna obra de arte ha “convertido” todavía a nadie. … El autor manifiesta siempre sus convicciones, mas la profunda emoción que despierta con ello queda en el campo de lo estético. … Ahora bien, aunque la obra de arte no convenza o no despierte el sentimiento de culpabilidad en algún caso concreto, el proceso de purificación en sí pertenece al dominio artístico. La obra de arte es capaz de ejemplificar este proceso – el Fausto constituye un clásico ejemplo -, y su facultad de representación o, lo que es más, de interpretación, hace que el arte adquiera una resonancia social que alcanza niveles metafísicos. …la obra de arte funciona … no como instrumento de la religiosidad o de la predicación moral, sino como instrumento de sí misma.” Transcritas que fueron estas palabras, casi ocioso resulta continuar, pues de sólo muy poco vale recordar que los personajes de la novela, en tanto que simbólicos de una situación determinada – los nada inocentes años que precedieron a la ascensión del nazismo – se expresan y actúan más allá y más acá de cualquier baldío naturalismo, de cualquier romo realismo: sus palabras y sus conductas conforman tipos y las particulares peripecias y destinos de cada uno de ellos – y el conjunto entero de peripecias y destinos – no dibujan personalidades ni reflejan estados del alma, sino que transcienden unas y otros para convertirse en alegoría total, en obra de arte en sí misma redimida. Y así, ni el protonazi y trágicamente ridículo profesor Zacarías, ni la brutal y ambiciosa criada Zerlina , ni la inconscientemente hipócrita baronesa, ni su cruel y rígida hija, ni la sacrificada Melitta, ni el inocente y, pese a tal, lúcidamente autoinmolado Andreas son otra cosa que símbolos, por no hablar del archisimbólico abuelo apicultor y su aparición postrera. Obra mayor, repetimos, que conviene esforzarse en leer, con la seguridad de que el esfuerzo queda sobradamente justificado y recompensado.

Los Parentescos, de Carmen Martín Gaite (2001)


Es muy difícil conjeturar cual sería la continuación y cual el final de esta novela inconclusa de la infelizmente desaparecida autora salmantina. En un no breve y muy enjundioso prólogo, nos da Belén Gopegui unas cuantas claves que nos permiten ciertos ejercicios de imaginación proyectiva, basados en el material con que contamos y en el conocimiento que tenemos de la autora de Retahílas, pero no es fácil sustraerse a la presunción de esterilidad de tales ejercicios.

En esta su obra póstuma, doña Carmen Martín Gaite adopta el caro punto de vista de un niño pesquisidor. Pero no – como muy oportunamente apunta Belén Gopegui – de cualquier niño, sino de este niño, el reflexivo y curioso, mas nunca impertinente Balti, que va de libélulas de papel a gente de carne y hueso, con certera trayectoria. En el recorrido, los descubrimientos van conformando una actitud y un carácter: de Bildungsroman se podría calificar la novela, y a esta calificación somera no le estorban algunos elementos feéricos, muy genuinos de la autora. La visión infantil está exenta, por supuesto, de cualquier forma de ingenuismo: otra cosa sería impropia del talento desbordante de una de las mejores narradoras de nuestro siglo. La tragedia implícita en los varios seres que cada persona es se hace en algún momento explícita y lo que Gopegui llama el lado oscuro impregna de tal modo el relato que sus zonas claras, luminosísimas en ocasiones, no nos permiten nunca la complacencia. En el mundo de los adultos, por descontado; pero tampoco en el de los niños.

Desconocemos también los definitivos retoques que Carmen Martín Gaite daría al texto que nos ha dejado. Me permito, osadamente, aventurar que una virtuosa del matiz y del tono como ella habría modulado algunos levísimos desajustes de voz que he creído advertir y que en absoluto empañan la transparencia y la brillantez de esta obra maestra inacabada. A cierta sinfonía de Schubert, una de las más grandes y bellas jamás compuesta, le ocurre algo muy parecido.

Sunday, July 15, 2007

Un viaje a León (2001)


Por fin, pude sacarles algún provecho a los famosos puntos acumulados de Amigos de los Paradores, alojándome gratis una noche en el prestigioso San Marcos, de León. Así que el sábado, cinco de febrero, a las diez y cuarto de la mañana arrancaba el motor del coche para meterme en la flamante autovía hasta Benavente y desde el pueblo zamorano a León. Llegamos al notable edificio plateresco, no sin rodeos incordiantes, a tiempo para tomar un vinillo reconfortador e inmediatamente después atravesar el centro de la ciudad para terminar en su casco antiguo, el archiconocido barrio húmedo, dejando atrás la catedral y la Plaza Mayor, en una de cuyas callejuelas aledañas radica el recomendado restaurante Vivaldi, en el que algún mancebo yuppy hizo probos ejercicios de seducción con personal de mi actual lugar de trabajo. Nouvelle cuisine en todos los aspectos: platos escasos, imaginativos y suculentamente caros. El clavo quedó parcialmente compensado con unos garbanzos maragatos, salpicados de gambas, deliciosamente mantecosos. La dirección del establecimiento nos vendió dos kilos del producto y nos dio la receta para el guiso.

Sin tregua ni descanso, visitamos la catedral, ejemplar señero y paradigmático del gótico más puro y uniforme. Las esculturas de la portada son notabilísimas, las vidrieras deslumbrantemente bellas y el singular triforio constituye un prodigio de imaginación arquitectónica. El título de pulchra leonina hace escasa justicia a los muy superiores méritos de este monumento preclaro. Tras el gótico de libro, el románico de manual. En efecto, San Isidoro, la llamada Capilla Sixtina del románico, es una muestra perfecta del austero estilo, aunque más grandiosa de lo que acostumbran ser sus ejemplares. Al salir de San Isidoro, a Mariné le dolía un callo y se mercó unos botines nuevos en un establecimiento de la tradicional Calle Ancha. Regresados al Parador disfrutamos de una siesta breve y de una magnífica puesta de sol, con sesión fotográfica incluida, sobre el Bernesga. Ya de anochecida, deambulamos por el Húmedo, barrio que, aunque se dice que está en decadencia, sigue marchoso y estimulantemente intergeneracional e interclasista: estudiantes jóvenes, señoras de renard y borrachines de nariz colorada compartían las barras de los bares, con generosos pinchos que recordaban a los que se prodigan en Asturias. Cenamos, en plan de tapas, sólidas y solventes, en el Mesón del Besugo, taberna popular y concurrida, que me hizo pensar en la avilesina Casa Alvarín, que regenta el cazurro Ismael. La plaza de San Martín es bella, castellana y acogedora y en sus tascas se sirve buen vino.

No trasnochamos: antes de la medianoche ya estábamos recogiditos en la habitación. El plateresco lo teníamos servido, por así decir, en casa y, por ello, esperamos a rematar el abundantísimo, frutal y delicioso desayuno del domingo, para dejarnos guiar por el claustro y la sillería del viejo convento (y hospital, y cárcel, y colegio de jesuítas, instituto de enseñanza media, cuartel de remonta, otra vez cárcel, de nuevo cuartel y actual hotel de la cadena estatal) por uno de los conserjes del establecimiento, que tenía memorizada la disertación, con cierto parecido al filósofo Gustavo Bueno.

Con la intención de comer en Verín, salimos de León en torno a las once y media. Uno de los restaurantes verinenses recomendados en la guías, con terraza sobre el río (que los romanos llegaron a identificar con el Leteo) no está actualmente en servicio y tomamos unas ancas de rana (yo) y unos riñones (Mariné), dignamente compuestos, en una llamada Casa Emilio. Antes del atardecer ya estabamos en casa.

Saturday, July 14, 2007

Vida de Mozart (Stendhal) (2001)


Este librito de Stendhal, publicado por Alba Editorial, fue un regalo de Mariné, que a veces tiene detalles muy tiernos.

Por segunda vez en lo que va desde que empecé a ordenar de una manera algo disciplinada estos comentarios, he de vérmelas con un grande de las letra universales. Menos mal que no se trata de La Cartuja de Parma, sino de una obrita, que no me atrevo a calificar de menor, pero que, sin duda, inspira , de entrada, muchos menos temores reverenciales.

Más que de una biografía del más grande compositor de todos los tiempos, se trata de una manera de ver – muy certera – y una manera de entender – algo discutible, pero llena de sugerencias – la música del divino. Todos los mozartianos debemos agradecer a Henry Beyle la valentía de proclamar, en un tiempo en que no era evidente, ni muchísimo menos, la genialidad del autor de Las bodas de Fígaro. Precisamente de esta obra, hace Stendhal una interpretación, bastante próxima, por cierto, a la que hoy día sustentan algunos (Harnoncourt, por ejemplo), según la cual nada de frívolo o mundano hay en la loca jornada, sino algo que rezuma melancolía e incluso muestra ciertos visos dramáticos. Stendhal extiende ese halo de tristeza y ausencia de frivolidad francesa a toda la música de Mozart, que, aún en los momentos más brillantes y exultantes, deja desprender un poso de lo que un portugués llamaría saudade. Contrapone, en este sentido, las risueñas y jubilosas páginas de Rossini o las burlonas de Cimarrosa a las sombras que, difuminadas, se extienden por los pentagramas del salzburgués. Algunas de estas consideraciones se deslizan también en la Vida de Rossini, del mismo autor, gran admirador del Tancredi y, en general, de la obra del maestro de Pesaro, pero subordinando siempre esta admiración al reconocimiento de la suprema genialidad de Wolfgang Amadeus.

Permítaseme la osadía de observar, irresponsablemente, que no faltan en estas breves páginas stendhalianas algunas arbitrariedades que ciento setenta y cinco años después de ser escritas pueden parecernos melonadas. Pero, sin duda, en el momento en que fueron escritas no eran tales.

Wednesday, July 11, 2007

You're the One (2000)


Este expresivo segundo verso de la primera estrofa de la mítica canción de Cole Porter Night and Day da título a la última película de Garci. No es la primera vez que el director asturiano toma préstamos de las músicas de Broadway para bautizar a sus filmes: con Begin the Beguine alcanzó la gloria académica. ¿Se trata ahora de repetir amuleto para propiciar la repetición de la suerte?. No importa, porque si la suerte se repitiera tendría fundamentos más sólidos que la mera utilización de reclamos. En efecto, You’re …es no sólo un producto excelentemente construido, sino un ejemplo de cine en estado puro, que conmueve, emociona, regocija, satisface y convence. No faltarán quienes, tal vez con buenos motivos, traigan a colación el fino olfato comercial o incluso el oportunismo lírico de nuestro erudito y eficaz cineasta. Pero tales observaciones críticas, si se hicieren, carecerían de relevancia. La fibra sensitiva de las emociones es cuerda de muy difícil afinación y aún más comprometida pulsación. Por ello, cualquiera que sea la opinión que nos merezca la conducta estética de Garci, hemos de admitir que su dominio de tan arriesgados registros es absolutamente virtuosístico. Y ¿qué decir de su maestría en la dirección de unos actores de superior talento, en la creación de climas y ambientes y en el manejo del ritmo narrativo?.

Dar cuerpo al alma herida de profunda melancolía de la señorita Julia –el reminiscente título strindbergiano es uno más de los múltiples gadgets culturalistas que se exhiben con generosa impudicia – es tarea que lleva acabo sin una sola mácula de exceso una Lidia Bosch llena de exquisitos y temperados matices. El destartalado Iñaki Miramón es uno de los más tiernos, conmovedores y dignos maestros rurales de toda la filmografía hispana, incluido el dificilísimamente superable Fernando Fernán – Gómez de La lengua de las mariposas, cuyo protagonista infantil hace aquí otro papel antológico como ¿Garci niño?. Fabulosa y llena de vigor interpretativo la joven Ana Fernandez, la resignada pero vital Pilara. La veteranísima Julia Gutiérrez Caba nos da otra lección de sobriedad, talento y fuerza. El rol del cura borrachín, de fe cómicamente agónica, involuntaria y casi caricaturescamente unamuniana, parece pintiparado para ese soberbio histrión que se llama Juan Diego, que se recrea en la suerte. Incluso los inevitables Fernando Guillén y Marisa de Leza brillan en su breve intervención, al igual que el recién fallecido Jesús Puente, maquillado, barbado y vestido para rememorar la imagen de un Doctor Freud de postguerra. Hasta el mensajero Carlos Hipólito y el tertuliano de taberna Paco Algora dignifican sus fugaces presencias. Perfecta la caracterización del alcalde y del cabo de la guardia civil, encarnados por actores cuyos nombres lamento no recordar.

Los melómanos debemos agradecer también la música de Pablo Cervantes y las ilustraciones verdianas (La Traviata), puccinianas (Turandot), bachianas (Jesus bleibt meine Freude), händelianas (El Mesías) y struassianas (Die Fledermaus) que se nos regalan, por más que se trate de piezas no por archiconocidas menos bellas. Sin olvidar, claro está, la magnífica melodía que da título a la obra y que suena sobre los títulos de crédito finales.

El canto y homenaje que por enésima vez tributa Garci a su Asturias natal, con sus playas, su prerrománico, sus casonas, su patio de la Universidad con estatua del inquisidor Valdés Salas incluida, y también su avilesina taberna La Fragata, en la que el autor de estas modestas líneas se mama de vez en cuando con sus amigos, entre los que se cuenta el propietario del establecimiento, el noble bruto Chema, se recibieron con gozo en absoluto contaminado del más mínimo atisbo de nacionalismo perturbador (me remito al último artículo de Gabriel Jackson sobre el asunto).

Solé Tura: Una historia optimista (1999)


Aviso para mareantes: conservo una vieja admiración por la figura política de Jordi Solé Tura, la sigo conservando después de leer lo que parece ser la primera parte de sus memorias. Esta vieja admiración no me impide considerar al libro que nos ocupa como una obra fallida. En efecto, cualquier lector atento espera de las memorias de un personaje público algo más que un relato finalista de sus andanzas políticas. La peripecia vital del personaje se nos escamotea y se nos escatiman al máximo los aspectos más íntimos o personales de sus vivencias. Protegida por superpuestas auras de impostada modestia, de humildad insincera, la imagen que conscientemente se nos transmite es la de una figura gigantesca, la de un prodigio de tesón, voluntad, coherencia y dedicación que convierte su ser en el mundo en un heroico modelo que casi nadie puede alcanzar. Si este panadero del Vallès, quintaesencia de las virtudes catalanas, ejemplar magnífico del seny (con ausencia total de rauxa), epítome de la laboriosidad, la mesura y la austeridad, escalador incansable de cimas físicas y espirituales, hubiese dedicado sus inagotables energías a la prosperidad de su primitivo negocio familiar, sin duda sería hoy el más poderoso magnate de la más colosal empresa multinacional del gluten. Para fortuna de sus compatriotas, sus esfuerzos se aplicaron sin desmayo a una actividad política varia e ininterrumpida, que va desde la militancia clandestina en las células universitarias del PSUC a la poltrona del Ministerio de Cultura, pasando por la redacción de la mítica Radio Pirenaica, la fundación de Bandera Roja y la redacción de la Constitución española de 1978 y el Estatuto de Autonomía de Cataluña. Nadie se atreverá a discutirle estos indudables y copiosos méritos, que le honran y que le legitiman para sentirse no ya satisfecho y orgulloso, sino colmado de plenitud vital. Como sería imperdonablemente mezquino no reconocer que sus tesis sobre el nacionalismo catalán, magistralmente expuestas en su Catalanismo y Revolución burguesa, gozan de esplendorosa vigencia y constituyen la más lúcida aproximación al problema jamás expuesta. Ahora bien, una cosa es todo esto, y otra muy distinta reducir el contenido de unas memorias al la exposición racionalizada de tan magna epopeya, vaciada, por lo demás, de cualquier vestigio de fibra, gozosa o doliente, que la humanice y la transcienda. Tratar la cuestión de la separación matrimonial de su primera mujer, con la ultrarracionlizada frialdad y la exasperante corrección política con que Solé nos abruma, no es más que una muestra de esa carencia total de nervio y de calidez, que me hace sentir algo parecido al empalago. Personalmente, prefiero héroes más cercanos a mis propias miserias.

La obra concluye, provisionalmente, en el momento en que se constituye la Comisión parlamentaria encargada de redactar la Constitución en el verano de 1977. Esperemos que su continuación nos depare no sólo la interesante peripecia política del autor desde entonces hasta la actualidad, sino que vaya algo más allá (o, mejor, más acá) de la epopeya (también etopeya) que acabamos de leer.

Volaverunt (2000)


La obra entera de Bigas Luna autoriza a conjeturar que conoce mejor que nadie una regla de oro del cine: lo primero es no aburrir. Incomprensiblemente, en esta su última película parece haberse olvidado de tan sabia y útil máxima. Bilbao, La teta y la luna, Jamón, jamón, La camarera del Titanic… tan distintas entre sí, aunque todas lleven la personal impronta de este catalán singular, son obras que no concitan unanimidad entre los aficionados, pero lo último que se podría decir de cualquiera de ellas sería que peca de aburrida. Incluso aquel indudable fiasco llamado Bambola se dejaba ver sin provocar bostezos. No ocurre lo mismo en Volavérunt.

Para componer esta a mi entender fallida goyesca, contó Bigas Luna con casi todo: una novela de Larreta bastante bien pergeñada, una historia atractiva, unos actores de talento… Y, sin embargo, el resultado de todo ello son dos horas largas de idas y vueltas sobre un guión simple pero retorcido, ambicioso pero chato, historiado pero banal. Nada que se parezca a la agilidad narrativa de otras producciones del autor se encuentra en este proyecto frustrado, sobrado de tics esteticistas y guiños culturales y horro de fuste y nervio. También es de justicia decir que algunos de los excesos preciosistas aludidos son de agradecer: me estoy refiriendo a la encandilante secuencia del Fandango de Boccherini, bailado al alimón por Penélope y Aitana. Por cierto, que los desvanecimientos post coitum de esta última quedan tan poco convincentes como sus sincopados jadeos inter coitum. Unos y otros afean una interpretación por lo demás sobresaliente. Briosa y brillante, como casi siempre, está Penélope Cruz, muy desvigorizado Perugorría dando cuerpo a un Goya melancólico e insustancial, y bisoño y sobreactuado Jordi Mollà como Godoy. Para otra ocasión queda una versión más enjundiosa de las venturas y desventuras de Cayetana de Alba en la corte de Carlos IV, las intrigas cruzadas de príncipes y validos y los desvelos erótico – artísticos del pintor de Fuendetodos.

Memorias de memoria (2001)


En este su segundo volumen autobiográfico, relata Jesús Pardo su retorno a España, sus descabaladas andanzas en la Agencia Efe y, como glorioso remate, su salvífica y anhelada conversión en escritor con obra publicada, merecedora de tal nombre.

Autorretrato sin retoques nos descubrió a un memorialista capaz de ser y mostrarse literal y saludabilísimamente sinvergüenza. No se ahorró improperios ni escarnios a la hora de retratar las miserias del prójimo, pero tomándose la honestísima cautela de empezar por si mismo tan terapéutica y útil labor despellejadora. Después de tal alarde de fuego a discreción, pudiera parecer esta segunda parte un tanto descolorida. No lo creo yo así. A cada monstruo conviene tratarlo de conformidad con su peculiar teratología y me parece que el hidalgo de El Sardinero alcanza este objetivo con precisión notable. Como botones de muestra basten las semblanzas, implícitas y explícitas, que va trazando de los sucesivos jerifaltes que hubo de sufrir en su efesiana covachuela, desde Ansón a Sobrado Palomares, pasando por Utrilla y tutti quanti. Pero Pardo no sólo tiene talento para caracterizar monstruos o situaciones más o menos ridículamente monstruosas. El relato de su tránsito por la vocacionalmente arrolladora empresa Cambio16 deja constancia de un talento muy singular para transmitir un clima de época. Y parece difícil encontrar una impresión sobre el recientemente fallecido Juan Tomás de Salas de perfiles más nítidos y expresivos.

Usa y abusa el autor de Ahora es preciso morir de homofonías, retruécanos, quiasmos, hipálages léxicas y otros juegos de palabras, etimologías e ideas, con superabundante profusión, que, casi siempre, se celebra con regocijo o admiración de la agudeza, pero que puede pecar de reiterativa. Ejemplo extremo, que concentra en sólo una frase de catorce palabras un alarde barroco de tales ejercicios de digitación, lo encontramos en la página 161: “Raro es el petente patentemente potente y pitante ante el que Roma se enroma”, refiriéndose, claro está, a la proclividad vaticana a tratar con suma benevolencia las causas de nulidad matrimonial de quienes realmente cuentan con posibles de fuste.

Los capítulos finales, dedicados a sus creaciones literarias, tienen el especial interés de mostrarnos a un Jesús Pardo establemente reconciliado y poseedor de una recuperada candidez esencial, exclusiva de las almas sutilmente complejas, que combinan de modo casi milagroso inteligencia, delicadeza esencial y rectitud de corazón, perfectamente compatibles con la condición de sinvergüenza. Intuyo que Paloma debe de saber bastante de estas cosas.

Memoria breve de un corto viaje de invierno (febrero de 2000)


Un celebrado engañabobos de la pujante modernidad mercantil consiste en ofrecer sedicentes delicias de ocio y turismo, que premian el consumo, cuanto más desaforado mejor, del ingenuo gastador de cuartos. Al bobo que suscribe este escritillo, le tocó dejarse engatusar por la particularmente taimada suministradora de humo embotellado que responde al nombre de Travel Club. Harto de ir acumulando miles de puntos, que no encontraban nunca oferta plausible a la que ser aplicados, decidí liarme la manta a la cabeza y aceptar dos días de estancia en el Balneario de Puente Viesgo, muy conocido por ser lugar de concentración de la selección española de fútbol cuando el inefable Clemente la comandaba. Las vacaciones que la santa parienta disfruta en Carnaval propiciaron la sublime decisión. Gasté moscosos, consumí parte de los puntos acumulados y despilfarré algunos duros. Que estas leves faltas me sean juzgadas con benevolencia.

Bien mirado, Puente Viesgo no está nada lejos de Bilbao que, a su vez, dista poco de Ezcaray. En Bilbao radica el guggenheim y en Ezcaray ejercen la hostelería exiliada Lorenzo el Picudo, Saleroso por parte de padre, y su esposa Milagros, ezcarayense por parte de abuelo. Hilvanando todos estos ponderables, se fue empezando a construir la pieza: se dedica el primer día a Ezcaray, se viaja el siguiente hasta Puente Viesgo, con parada prolongada en Bilbao para visitar el museo y se consume otro más por las empinadas praderas cántabras.

Los hombres del tiempo no paraban de pregonar fríos pelones y carreteras arriesgadas. Nada de ello nos arredró y nuestra osadía tuvo su premio. Salvo algún tramo brumoso entre Vigo y el Padornelo, las condiciones para conducir resultaron inmejorables. En Castilla lucía un sol algo empañado pero suficientemente luminoso y La Rioja estaba muy acogedora. El único hotel disponible y con plazas vacantes era del género semicutre. Un recepcionista-propietario, obsequioso y oficioso, que se parecía a Segundo Marey, se ocupó de localizarnos a Lorenzo y Milagros, identificados por el comandante de puesto de la Guardia Civil como sidreros asturianos. La supuesta sidrería terminó siendo una muy céntrica taberna de paredes de piedra y decoración rústica (con pretensiones), bastante parecida a la primitiva Madreña que otrora, y con no demasiada fortuna, habían regentado en Avilés. Grandes fueron la sorpresa y la alegría de Lorenzo y de Milagros cuando se percataron de nuestra inopinada presencia en sus dominios. Nos dieron muy bien de comer y de beber y sólo se pasaron medio pueblo en la factura. Además, se nos amenizó la comida, e incluso la sobremesa, con las habaneras grabadas en un compacto facilitado por Enrique el sastre, que Lorenzo coreaba con aderezo de tremolos y vibratos muy sentidos:

Mañana, cuando te alejes, viajera de mi pasión
¿Qué voy a hacer si contigo te llevas mi corazón?

La mulata de piel canela [que] de un hombre blanco se enamoró también dio mucho juego (Allá en La Habana…).

Lorenzo nos acompañó en un breve paseo por el muy hermoso pueblo, de contornos riscosos y nevados, y aprovechó la ocasión para introducirnos en el comercio de la lana, de tan ibérica y añeja raigambre: en un almacén del ramo, de prósperos e industriosos propietarios, Mariné compró unas prestigiadísimas manta y bufanda, de lo que quedó muy feliz. Ignoro si Lorenzo tiene comisión en las ventas del lanero.

Punto y aparte merece el episodio de las llaves perdidas y halladas al cobijo de la manta. Recién sesteados y vestidos, percátome de que me faltan gafas y llaves. Apresurada ida al centro de Ezcaray, ansiosa búsqueda de los preciados objetos por todos los rincones transitados, hallazgo de las gafas en el asiento trasero del coche de Lorenzo, desesperada vuelta al hotel y feliz encuentro de las llaves en el interior de la bolsa que contenía la lanosa manta. Bronca histórica de Mariné y regreso al pueblo. La cena se hizo esperar un tanto, entreteniendo, eso sí, la espera con unas lonchas de cecina no por transparentes menos deliciosas. Lorenzo se estiró y nos obsequió la cena. Unos clientes habituales de la casa (bancario de Caja Rioja, uno; maestro director de grupo escolar, otro, y de pelaje profesional desconocido un tercero; euskaldunes los dos últimos y riojano el cajero) pegaron la hebra: no les faltaba simpatía. En el bar de copas llamado Troika, apenas pude con un sorbo de una copa de Calvados que se quedó prácticamente intacta en la barra.

El día siguiente amaneció con helada de calibre grueso. Aún así, la carretera estaba completamente seca excepto en un corto tramo de la autopista, cerca ya de Bilbao. Fue sencillísimo encontrar el guggenheim: está perfectamente señalizado el camino. Sin problemas de estacionamiento, sin colas de entrada, nos dejamos seducir a placer por la magnificencia impactante del genial mazacote de formas de titanio, que impresionan como acero bruñido, vidrio y hormigón azul. Las exposiciones temporales resultaron ser de Cristina Iglesias (esculturas arquitectónicas marcadamente literarias) y de Robert Rauschenberg (la apoteosis del collage, entre otras muchas consideraciones). La dotación permanente del museo (las vanguardias: Miró, Tapiès, Calder, Kandinsky, Kokoschka …, etc.) es justa en dimensiones y excelente en calidades.

Lorenzo nos había recomendado una taberna de Castro Urdiales (Bar Alfredo), que no tiene comedor, ni puñetera falta que le hace. La barra, atestada de pinchos, cada cual más apetecible que el vecino, bastaba para cubrir las necesidades y las exigencias de gusto del viajero más hambriento. Lo mejor que conozco en planes de salvación de urgencias gastronómicas del itinerante apresurado.

Llegamos a Puente Viesgo a hora habilísima para la siesta. El hotel y el balneario, bien: aseados, aparentes, con toques de modernidad discreta. La clientela, mayoritariamente pedorra, bastante insufrible.

La iglesia neorrománica de Puente Viesgo es una pequeña maravilla, que, milagrosamente, logra escaparse del pastiche retrógrado. Las figuras de los apóstoles que decoran la puerta de la fachada principal pretenden evocar sin mermas a las del Pórtico de la Gloria y –entiéndaseme la broma- casi lo consiguen. Nos tuvimos que quedar sin ver las cuevas prehistóricas, que ya estaban cerradas y al día siguiente, lunes, no abrían. La cena, en un pequeño restaurante local, fue un mero trámite sin pena ni gloria. Teníamos como vecinos de mesa a un par de pasiegos de robusta talla, moreno y trabado uno, y rubianco y fibroso el otro. Ambos parecían honrados menestrales que consumían las últimas horas de un domingo emigrado y poco generoso.

La mañana del lunes la dedicamos al Parque de la Naturaleza de Cabárceno. Tres horas largas empleadas en recorrer uno de los zoológicos más extensos y originales de Europa. No sé lo que opinaría Durrell (Gerald, por supuesto) del estado de semilibertad de que “gozan” las distintas especies allí acogidas, pero tampoco me importa demasiado: la pulcritud con que todo está dispuesto y el bellísimo entorno natural lo justifican todo.

Comimos en la Hostería de Castañeda, preciosa edificación aneja a un palacio del siglo XVII (probablemente, las antiguas caballerizas), en un parque natural de sobria belleza. El menú del día, abundante, bien cocinado, digno, correctísimo (pote montañés riquísimo, salmón muy fresco, tarta de turrón y un discreto rioja joven) y nada caro: 1.600 pesetas, I.V.A. incluido. Los vecinos de mesa eran ahora tres ejecutivos vascongados, corpulento y cincuentón el que parecía de mayor jerarquía y jovenzanos horteroides sus dos acólitos. Hablaban de dinero, relaciones familiares y derecho de sucesiones, con notoria incompetencia en este último apartado.

Después de la siesta fuimos a recordar Comillas. La señoril y pontificia villa marinera nos volvió a encantar. No podía faltar la obligada visita a Santander y a su Bodega Cigaleña, cada vez más cara. Para más fastidiar, un grupo de féminas talludas, no ya gritonas sino vociferantes, archipijas y protorraqueras, probablemente esposas malmaridadas de prebostes locales del PP necesitados de Viagra, nos dieron la tostada en dosis de hartazgo. La más dicharachera contó un chiste infantiloide, que debió de considerar muy atrevido: Se alza el telón y se ve un pitufo con el culete al aire; se baja el telón; ¿cómo se titula la película? Ver-ano azul. No se contentó con la exhibición y ante una sugerencia culinaria (revuelto de ajetes, creo recordar), ordena al camarero: “Bueno, eso lo dejas en by pass “(sic).

A la mañana siguiente iniciamos un viaje de regreso, incómodo por el muy denso tráfico y por el estado de obras de la carretera, con parada en Avilés para recoger las fabes que le habíamos encargado a mi madre, disfrutar de un excelente pote de berzas y de la visita a los abrevaderos de costumbre. Lástima de no haber encontrado a ninguno de los amigos, aunque sí a damas de muy escaso interés, emparentadas con conocidos más interesantes

El viaje de Avilés a Vigo fue rapidísimo. En casa, nos esperaban sorpresas no del todo agradables, pero esto es capítulo aparte.

Tuesday, July 10, 2007

La cabeza perdida de Damasceno Monteiro (1998)


Con muy similar estructura narrativa, la justiciera jugarreta que Pereira le gasta al salazarismo, se convierte ahora en facecia de periodismo de investigación que denuncia crímenes y corrupciones en las cloacas del Estado, sedicentemente democrático. Tabucchi, como tutti quanti, se repite a sí mismo, hace bien y lo hace bien. Original no es, pero como domina estilo y oficio no le falta, el relato queda bien apañado, se degusta con placer y se digiere sin molestias. El autor, que sabe ser providencial consigo mismo, encuentra, tras unos escarceos iniciales no demasiado prometedores, el personaje salvador que su historia necesitaba como agua de Mayo en el abogado Loton, aristócrata obeso y volteriano, ilustrado y humanista, escéptico y sentimental, derrotado y justiciero, que es utilizado sin el menor rebozo como apelación explícita, y a voces, al imaginario cinematográfico y literario más elemental de cualquier lector midcult. El pobre Firmino, periodista joven y vigoroso, ingenuo aunque no exento de habilidades es el partenaire narrativo de estatura normal que el gigante Loton necesita como inevitable término complementario, y no comparativo, habida cuenta de la prohibición legal de combates de boxeo entre púgiles manifiestamente desiguales en complexión y peso.

Si tuviera que señalar alguna tacha, le diría al avezado, solvente y honesto narrador que es Tabucchi, que su trasunto del la Grundnorm kelseniana queda algo ramplón, si bien a la medida de las circunstancias. Más que de un error jurídico-filosófico, se trata a mi modesto entender, de una inadecuada perspectiva literaria.

Soñar con los ojos abiertos (2000)


Hace pocos años leí una biografía un tanto heterodoxa de Picasso, escrita por Norman Mailer. Acabo de terminar esta otra de Diego de Rivera, cuyo autor es Patrick Marnham, que tiene más de un punto en común con la de Mailer. Parece ser propio de periodismo anglosajón un cierto estilo penetrante y mordaz, más descarnado que profundo, más irreverente que desmitificador, más cotilla que erudito, que se acerca a las vidas de ciertos genios dejándose seducir por los aspectos monstruosos o espectaculares de su personalidad antes que por la creatividad desbordante de su espíritu. Contra lo que pudiera, prima facie, parecer no constituyen estas palabras ningún reproche para estos biógrafos. Hay, muy por el contrario, una admiración expresa por la eficacia de un modo de escribir a la vez elegante, desenfadado y riguroso, que nos hace sentir al personaje con plausiblemente notable proximidad al modo de sentirlo que debieron de tener sus contemporáneos más cercanos e íntimos.

La infancia y los años de aprendizaje en Méjico, en los que ya se perfilan los rasgos más definitorios de este gran mitómano; la época parisina e italiana, el retorno a Méjico, la aventura muralística en los Estados Unidos, las descabelladas andanzas políticas, las fornicaciones con cientos de mujeres, célebre y anónimas, el infantilismo incurable del artista, su hiperbólico egoísmo, su desaliño y suciedad física y espiritual, su patológica irresponsabilidad y la semblanza de las esposas y amantes estables que le rodearon: una enumeración incompleta y muy sumaria de las múltiples facetas que van desgranado las casi cuatrocientas páginas de este recomendable volumen. Como no podía ser menos, la figura de Frida Kahlo ocupa un destacadísimo lugar en este fresco biográfico y es analizada con una precisión que se me antoja una de las partes más logradas del trabajo. No creo poder decir lo mismo de las impresiones sobre Trotsky ni de los avatares que conducen a la consumación del muy planificado atentado que pone fin a su vida. La gran pléyade de pintores que Diego frecuenta en París queda un tanto desdibujada, aunque menos que la de los otros muralistas contemporáneos y compatriotas de Rivera (Orozco, Siqueiros …). A pesar de estar expuesta de manera algo atropellada y errática, es muy ilustrativa la historia política del siglo XX mejicano, que Fuentes noveló de manera insuperable en Los años con Laura Díaz. Parecen algo sesgadas, aunque no injustas, las consideraciones sobre la actividad del Partido Comunista Mejicano y de toda la Komintern. La utilización de imágenes, símbolos y metáforas es francamente brillante y se estructura con sabiduría de profesional avezadísimo.

Bajo ningún concepto quiero omitir que el libro es un regalo de Jorge y Viqui con motivo de vigésimo quinto aniversario de mi esponsalicio. Quede de ello constancia escrita.

Son de mar (película) (2001)


La novela de Manuel Vicent que ganó el Premio Alfaguara de hace dos años casi pedía a gritos una lucida versión cinematográfica y Bigas Luna – difícilmente podría ser otro- con guión de Rafael Azcona, amigo y contertulio de Vicent, se encargó de la tarea. La novela de Vicent es casi tan alegórica como propiamente narrativa. Por ello, nadie puede esperar que sus metáforas tengan una transcripción literal en imágenes, que, aún si fuese posible, que no lo es, estaría fuera de lugar. Se echan de menos, no obstante , personajes y secuencias del monte: los soldados, los leprosos, el baile … que, tal vez por una cuestión de ritmo y metraje, se omitieron en el guión, muy fiel, por otra parte, al espíritu y a la letra de la novela. Sabor y olor mediterráneos se perciben, en efecto a lo largo de toda la proyección. El lado homérico de la epopeya de Ulises queda también convenientemente iluminado. Así, pues, tenemos una película bastante redonda, que no es una obra maestra, pero que se deja ver con mucho agrado. Debe destacarse, con toda justicia, la soberbia interpretación y la carnalidad excelsa que nos ofrece Leonor Watling, una verdadera joya en manos de ese orfebre de actores que es Bigas Luna. Sobrio y convincente Eduard Fernández en su papel del constructor Sierra, el villano de la historia y alguna sorprendente carencia en las prestaciones de ese gran actor que es Jordi Mollà, un tanto desdibujado en esta película: queda algo flojo su Ulises Adsuara. El cocodrilo, magnífico.

Son de mar (novela) (1999)


A pesar del ejercicio de contención que Manuel Vicent hace en esta su última novela, los miembros del jurado del Premio Alfaguara no debieron de tener ninguna dificultad para adivinar quien se escondía tras el obligado seudónimo Capitán Ajab, otra metaliteratura de esta obra tan metaliteraria. Todos o casi todos los temas habitualmente vicentianos –el mar (mediterráneo), los mitos clásicos, las sensaciones olfativas, gustativas, táctiles, visuales, auditivas, la poética de lo insólito cotidiano (no es una contradicción)- están presentes, como no podía ser de otro modo, en esta parábola, tan geométrica como literaria, del amor, la vida, la resurrección y la muerte. La peripecia del protagonista, un profesor de literatura, rapsoda de los héroes de la antigüedad clásica, héroe también él mismo, que no en vano se llama Ulises y se afinca en Circea, de dónde parte para emprender su particular viaje no sólo iniciático a todas las Ítacas conocidas o imaginables, antigua y modernas, permanece semivelada tras los avatares cotidianos de los habitantes del pueblo y se proyecta después en primer plano para culminar la consumación última del amor absoluto de Martina por Ulises y la entrega de éste al sublime sacrificio amatorio final: Ulises no es vulnerable al arpón de Basilio ni al cocodrilo de Alberto Sierra, pero sí a “la materia de la que están hechos los sueños”.

Los bancos de sardinas o de caballas que provocan infartos cuya evocación suelta el lagrimal de Quisquilla, la descabellada historia de Tatum Novack y Jorgito el Destripador, tierno loco de amor y sífilis, la supervivencia de Requena – Jonás al embate de las olas sobre la gruta, los ojos del caballo en el fondo del aljibe, los leprosos leonados, la estampa de Yul Brynner de smoking en la popa del Son de Mar… y tantas otras metáforas, van sazonando la narración y dándole el inconfundible perfume Vicent que tanto nos deleita a sus incondicionales.

Nubosidad variable (2000)


Fue un éxito de promoción y ventas en los años 1992 y 1993. Pero Carmen Martín Gaite para nada necesitaba de tales alharacas. Esta gran dama de las letras españolas tenía sobrados merecimientos para brillos editoriales aún más deslumbrantes. Lo curioso del caso es que, de no ser porque Mariné lo retiró de la biblioteca de su instituto, me hubiera quedado aún a estas alturas sin disfrutar de este gozo.

Diré de entrada que hay más femenil sabiduría en esta obra mayor que en toda la literatura feminista publicada desde la invención de la imprenta a esta parte. Carmen tampoco necesitó jamás revolucionarse, ni tan siquiera desmelenarse, para dejar todas las cosas en su justo lugar. Desde El Balneario y Entre visillos hasta su estupendo ensayo Usos amorosos del dieciocho, pasando por la delicadísima Retahilas, ya nos tenía la ilustre salmantina muy bien acostumbrados a su agudeza, capacidad de observación y finura de estilo.

El encuentro de dos viejas amigas de infancia en una galería de arte y los escritos cruzados, no sólo epistolares, que este encuentro propicia son la percha de la que cuelga todo el magnífico vestuario artístico que Martín Gaite va haciéndonos pasar ante nuestros ojos maravillados.

Ocioso sería especular cuánto hay de la propia autora en cada una de sus personajes Mariana León del Río, la solvente pero vulnerable psiquiatra, y Sofía Montalvo, la creativa y vital ama de casa que jamás renuncia a su mismidad sensitiva y lúcida. Lo definitivo es la sutilísima elegancia de los retratos que Martín Gaite va perfilando con trazado tan maestro que los permite destacarse sobre sus importantes y tentadores secundarios sin que estos últimos sean víctimas del más leve menoscabo literario. Tal es el fuste de esta poderosa columna, que resiste incluso la fantasmagoría operada en la transmigración momentánea que Sofía sufre (o goza) en su noche del refugio. El figurado work in progress que Doña Carmen nos monta a los lectores es un viejo y familiar recurso que no seríamos capaces de tolerar a unas manos menos expertas que las suyas, en las que el juego posee la gracia alada que tienen las más aparentemente sencillas triquiñuelas musicales del mismísimo Mozart.

Permítaseme una estúpida banalidad: En Asturias hay cuatro Polas, pero ninguna de ellas es Pola de Langreo. Habrá que suponer, pues, que el sufrido joven Antonio es de Sama de Langreo, de La Felguera o, todo lo más, de Ciaño de Langreo, si es que Martín Gaite lo quiere nacido en el municipio asturiano de Langreo.

Los años con Laura Díaz (1999)


Por sorprendente e imperdonable que parezca, es esta la primera novela de Carlos Fuentes que leo. Se me pasó el estallido de La muerte de Artemio Cruz y, después, ya fue tarde para todo. Desaproveché incluso los momentos en que se le otorgaron el Premio Cervantes y el Premio Príncipe de Asturias para ponerme al día de manera oportunista y me quedé sin disfrutar de Cambio de piel, Terra nostra o Cristóbal Nonato. Tiempo habrá de recuperar estas pérdidas y, de momento, a modo de desagravio, vaya por delante una monumental pero necesaria evidencia: Carlos Fuentes es no sólo uno de los grandísimos de la literatura hispanoamericana sino uno de los enormes de las letras hispánicas de todos los tiempos. Aunque la comparación sea ociosa, lo prefiero incluso a García Márquez.

Los años con Laura Díaz es un relato gigantesco, una novela total, una construcción literaria majestuosa y tersa, un testimonio de creatividad, talento y estilo difícilmente repetible. La imagen es demasiado obvia, pero me resisto a omitir que se trata de un grandioso mural en prosa, tan expresivo y contundente como los pictóricos de Diego Rivera o Siqueiros, cuyos talantes personales y artísticos también incluye, del mismo modo que la peripecia vital de esa mujer absoluta llamada Laura Díaz incluye la historia toda del desazonador siglo XX mejicano (y mundial). Desde su niñez catemateca, rodeada de tiítas, Mutis, muñecas chinas y germánicos ancestros a su sobriamente heroico declive final veracruzano, pasando por sus desiguales amores (el héroe sindicalista pervertido, el dandy pimpinelesco y nada misterioso, el angélico republicano español, herido de misticismo laico, el reconcomido y secreto delator, doblemente víctima del macarthysmo) y sus tres Santiagos (hermano idealizado, hijo sacrificado y nieto redimido), Laura Díaz traspasa el siglo entero y sus figuras, construyéndolo, construyéndose y retratándolo.

Después de leer muy demoradamente -ha de hacerse así para mejor disfrutarla- esta novela, aún no se si me fascinan más su percepción global, cerrada y perfecta, o algunos de sus fogonazos deslumbradores como la semblanza de Frida Kahlo o las imágenes reminiscentes del guapo de Papantla. En cualquier caso, fascinado estoy y estaré. Poco a poco, intentaré seguir haciéndome con la opera omnia de este mejicano arrasador.

Panfleto desde el planeta de los simios (1996)


El futuro de la izquierda, en directa relación con su actual crisis de perplejidad y atonía, ha sido objeto de reflexión por parte de pensadores de la talla de Adam Schaff, Norberto Bobbio, Hobsbawn o Glotz, entre otros. El Panfleto desde el planeta de los simios, en el que se alude y, a veces, se parafrasea a los autores citados, es una muy personal, pero también muy transferible aportación de Vázquez Montalbán a este estado de cosas. La referencia cinematográfica del título y el poema de Cavafis Esperando a los bárbaros con el que Váquez Montalbán encabeza su alocución, son suficientemente expresivos de los presupuestos de los que parte. En efecto, todo parece indicar que los sucesivos descalabros de la izquierda universal, resueltos y compendiados en la catástrofe última del desplome de los regímenes totalitarios de los países del este, ha hecho que cualquier intento racionalizador que cuestione el nuevo orden establecido esté condenado a la persecución y al aniquilamiento. Por otra parte, los imaginarios, esto es, “las siluetas de lo que sabíamos y en lo que creíamos” tales como sistema democrático, finalidad histórica emancipadora, Europa, sujetos históricos de los cambios sociales o izquierda transformadora versus derecha conservadora han ido desapareciendo en buena parte.

El Panfleto no es una cosmogonía sino un exordio. Pero, como en algunas cosmogonías, los trabajos y los días del Panfleto son siete. En el primero (Los sacerdotes nos han abandonado) se analiza la función mercantil publicitaria de los partidos políticos, tan alejados del rol de intelectual orgánico que algún clásico les atribuyó en su día. El partido, maquinaria electoral, degrada la condición de ciudadano a la de consumidor-elector.

Los intelectuales, “esos intermediarios sociales dotados de saberes específicos y del don del lenguaje para poderlos transmitir”, pueden, en su motivación, en sus relaciones con el poder y en su actitud frente a la historia, desarrollar la metáfora del escriba sentado, ejercer de “profetas de lo ya ocurrido” o empeñarse en una “voluntarista transformación de la sociedad” aun a riesgo del descrédito o el ninguneo y aun a sabiendas de que todo futuro será imperfecto. Estas y otras colaterales cuestiones son las que se desgranan en el segundo capítulo (“¿y qué decir de los intelectuales?”).

El Estado, como depositario de la eticidad y, en esa medida, heredero de Dios en una sociedad y en unas relaciones humanas crecientemente laicalizadas, va también perdiendo entidad, en la perversa lógica según la cual “mientras sobreviva el Estado Marx tiene posibilidades de resucitar”. Ni Dostoyewski ni Orwell hubieran sospechado una tal muerte ( ¿incruenta? ) de Dios y de su heredero en la organización de las convivencias, el Estado, sea éste inquisitorial, asistencial, o Gran Hermano. Establecida esta inquietante premisa, nada más consecuente que la entronización de una teología liberal, constatadora de que, como Hölderlin nos había enunciado, “los dioses se han marchado, nos queda el pan y el vino” aunque, ¡ay!, el pan engorda y el vino nos lleva a la cardiopatía. Antecedente y consecuente se exponen con lógica implacable y humor brillante en los capítulos tercero y cuarto: Pero es que los dioses también se han marchado y La teología liberal.

Marchados los dioses y perdida la capacidad consoladora del pan y del vino por sus contraindicaciones higiénico-dietéticas, nos queda la televisión, nos quedan los poderes mediáticos, nuevos administradores del mito de la caverna, capaces de hacer realidad terroríficas utopías conformadoras de un príncipe moderno encarnado en la propiedad y el control de las ondas, tal como nos ilustra el ejemplo de una Italia, otrora paradigma del mayor y mejor nivel de conciencia política, contemplando “cómo el espejo truncado se convierte en espejo deformante de la realidad democrática”. La crítica a Popper que, paralelamente, se desarrolla en este quinto capítulo ( Los dioses se han marchado, nos queda la televisión ), constituye una de las más estimulantes muestras de lucidez que el libro ofrece con generosidad casi pródiga.

Uno de los imaginarios más prometedores de la racionalidad democrática occidental, la idea de Europa como “tercera vía ética y política dentro del juego de relaciones norte y sur”, languidece y se mustia aún antes de pasar de brote a capullo. Europa, “la doncella inmaculada” que “finge desconocer la existencia de bárbaros en su interior” desconoce también sus propios límites cartográficos:

“Hemos de asumir que Europa aún no existe... y no existirá la Europa necesaria mientras no recomponga su finalidad una izquierda necesaria, capaz de reconducir el discurso de la razón”, concluye Vázquez Montalbán en el capítulo sexto, Europa o misterio de la inmaculada concepción.

El séptimo día Vázquez Montalbán no descansó. El capítulo que cierra el libro, La reconstrucción de la razón democrática, es una reflexión y una propuesta, modesta y posibilista tan sólo en apariencia. Después de levantar acta del actual estado-situación de las izquierdas europeas y de glosar las propuestas de Glotz, se formulan ambiciosas propuestas ético-políticas que culminan en una anticonsigna y en una constatación, aguda e imantada como las guías de las brújulas. Son las que siguen:

“Hemos de juramentarnos para no ser nunca más cómplices de Calígula cuando quiera nombrar procónsul a su caballo”.

“No. No hay verdades únicas ni luchas finales, pero aún es posible orientarnos mediante las verdades posibles contra las no verdades evidentes y luchar contra ellas. Se puede ver parte de la verdad y no reconocerla. Pero es imposible contemplar el Mal y no reconocerlo. El Bien no existe pero el Mal me parece o me temo que sí”.

La piedad peligrosa (La impaciencia del corazón) (1999)


Cuando yo tenía dieciséis años, mi padre, que solía comprar libros de kiosco, dejó en casa un ejemplar deslucido, de pastas blandas de cartoné, de La piedad peligrosa de Zweig, editada –creo recordar- por Plaza y Janés. Una portada bastante poco estimulante, con un cromo de una paralítica en silla de ruedas, no animaba precisamente a una lectura entusiasta. Sin embargo, recuerdo haber leído con bastante interés, aunque con dudoso provecho, esta obra mayor que un mocoso adolescente no puede estar en disposición, ni siquiera aproximada, de abordar y entender.

Stefan Zweig, riguroso contemporáneo y conciudadano de luminarias como Broch, Musil o Canetti, tenía alma quebradiza y sutileza de espíritu propias de un judío vienés. Fue poeta destacado, brilló sobremanera en el difícil género de la biografía histórica, al que aportó un acercamiento pasional e intuitivo particularmente sugerente, y se adentró en el mundo novelesco con este aldabonazo sobre la buena conciencia de sus lectores. Se trata, sin duda ni disfraz, de una novela de tesis, cuyo enunciado se resume en la frase de ese curioso personaje llamado Doctor Condor, recogida en la solapa de la actual edición, que contiene las palabras de su título original alemán (Ungeduld des Herzens, Impaciencia del corazón): “Hay dos clases de piedad. Una, la débil y sentimental, no es más que impaciencia del corazón por librarse lo antes posible de la embarazosa conmoción que padece ante la desgracia ajena; esa compasión no es compasión, es tan sólo apartar instintivamente el dolor ajeno del propio espíritu. La otra, la única que cuenta… la compasión no sentimental, pero creativa, sabe lo que quiere y está decidida a resistir, paciente y sufriente, hasta sus últimas fuerzas e incluso más allá.” Esta homilía que Condor dirige al teniente Hoffmiller no es todo lo eficaz que aquél quisiera pero sí todo lo pregnante que pueda ser en la conciencia de éste, cuyo espíritu pusilánime, si bien bondadoso y sincero, le fuerza, empujado por las circunstancias, a un heroísmo convencional, tan estéril como impremeditado. Hacer coincidir el fatídico (aunque anunciado y previsible) final de la desdichada Edith con el asesinato de Sarajevo, que provoca el estallido de la Primera Guerra Mundial, es algo más que un mero efecto teatral para precipitar un desenlace, que no es tanto consecuencia de una matemáticamente perversa combinación de aconteceres cuanto fruto de unas insuficientes conductas previas. Ni siquiera es casual que la música amada del teniente Hoffmiller sea el Orfeo y Eurídice, de Glück, en cuya representación otro azar despierta su adormecida culpa.

La influencia del pensamiento psicoanalítico, freudiano por más señas, en la construcción del relato es evidente, pero no por ello queda aquélla perjudicada. La presencia de, al menos, dos suicidios en la novela se nos antoja una trágica premonición del destino de su autor.

El personaje del viejo Kekesfalva, aún con sus reminiscencias dickensianas, es un hallazgo literario de primerísimo orden, al igual que el ya mencionado Doctor Condor, a quien Zweig otorga condición de portavoz de su discurso. Sin duda, una gran novela, tal vez inconvenientemente sazonada, para el gusto de los actuales paladares, de una algo cargante moralina. Pero barrunto que es éste un problema que afecta más a los paladares actuales que a la talla literaria de Stefan Zweig.

La novia de Matisse (2001)


Cualquiera que me conozca sabe de mi admiración por Manuel Vicent. En esta colecta de reseñas hay ya muestras más que evidentes de ella. No es extraño, pues, que me haya apresurado a adquirir su última novela. Con la misma prisa – y con decreciente avidez – comencé a leerla. En seguida la acabé y, en esta ocasión, por primera vez, no lo lamenté demasiado.

Casi todos estamos de acuerdo en que el campo propio de Vicent tiene dos o tres parcelas especialmente fecundas, brillantes y florecientes, que son la columna, el relato breve impresionista y las semblanzas y reportajes viajeros. Ello no le ha impedido crear importante obra narrativa de cierta extensión que, desde Pascua y Naranjos a Son de Mar, pasando por la Balada de Caín y la trilogía autobiográfica, vino demostrando sus indudables virtudes y talentos como novelador. No se puede decir que tales virtudes y talentos estén ausentes en su última publicación, porque – faltaría más – de estilo y de oficio anda Don Manuel más que sobrado. Pero es obvio que estilo y oficio no son bastante. Manierismo y decadencia, por hablar de tópicos mayores, ¿qué son sino oficio y estilo quintaesenciados y exentos?. ¿Quiero sugerir con esto que no hay en La novia de Matisse nada más que maniera?. La verdad es que no me atrevo a tanto, porque, ciertamente, Vicent nos cuenta cosas, nos dibuja personajes, nos retrata ambientes …, pero ¿cómo?. Discúlpeseme el grosor de la palabra, es decir, la grosería: con trampas. Si para ilustrar el carácter taumatúrgico de la belleza y del arte, para plasmar el mundo de los mercaderes de la pintura, las obsesiones de los coleccionistas o la tópica bohemia dorada del París de las primeras décadas del siglo son necesarias más de doscientas páginas, que podrían haberse presentado a La sonrisa vertical si contuvieran más y más extensos pasajes de sexo explícito, el esfuerzo no merece la pena. Me parece muy difícil soslayar una decepcionante sensación de banalidad a lo largo de la nada esforzada lectura del relato. El genuino esteta que es Vicent no debió haberse permitido incurrir en más o menos ingeniosas frivolidades de señoritingo culto y mundano. No es cierto, por otra parte, que el autor haya renunciado aquí a su justamente ponderada adjetivación. Simplemente practica un cierto ejercicio de contención, en absoluto modesto, por lo demás.

Seguiré leyendo devotamente las columnas, semblanzas y fogonazos del valenciano gozador de todos los mediterráneos, y esperando que su próxima incursión narrativa vuele a mayor altura.

La memoria insumisa (1999)


Soy del parecer de que libros imprescindibles, lo que se dice verdaderamente imprescindibles, no hay ninguno, o casi ninguno. Es necesario leer libros, incluso puede resultar conveniente leer muchos libros. Ahora bien, qué concretos libros se pueden y deben leer y cuales de ellos de manera inexcusable son cuestiones bastante fuera de lugar. Ello no obstante, con las cautelas necesarias, se puede, en ocasiones, recomendar algún libro determinado para concretos destinatarios individuales o colectivos. Con estas necesarias prevenciones, me atrevería a recomendar con muy razonable convicción el libro de Nicolas Sartorius y Javier Alfaya La memoria insumisa, en primer lugar, a todos aquellos que de una u otra manera han participado en la no del todo estéril lucha contra el franquismo, para que no sólo no renieguen de su esfuerzo sino que puedan sentirse justamente satisfechos de él; en segundo lugar a todos los que por convicción, conveniencia, comodidad, pusilanimidad de carácter, indecisión, confusión mental o temperamento acomodaticio no hayan hecho ni dicho nada en contra del ominoso régimen anterior; y, en tercer lugar, a quienes, por ser felizmente jóvenes, no conocieron al sátrapa más que por los libros de texto. ¿Por qué tan amplio abanico de destinatarios después de las preliminares prevenciones?. Por la sencilla razón de que el franquismo fue, entre otras muchas miserias, un régimen odioso, vil y envilecedor, tanto desde el punto de vista político como ético y estético. Y este libro es de los muy pocos, quizás el único en el momento actual, que se atreve a poner negro sobre blanco estas necesarias –socialmente imprescindibles, diría yo- verdades del barquero. Resulta ciertamente vergonzoso que incluso desde ciertos sectores de la izquierda oficial, se omita con falsa prudencia cualquier alusión a tan oscuros años, de modo que resulta hasta políticamente incorrecto calificar de bárbara y cruel dictadura sangrienta al sistema político instaurado tras la victoria del ejército sublevado contra la legalidad republicana. Calificar de régimen autoritario o incluso de democracia imperfecta al régimen del general ferrolano constituye no sólo irresponsable veleidad sino imprecisión histórica de calibre grueso. Desenmascarar esta patraña es el loable propósito que anima a los autores de este libro justiciero. Los propios autores insisten en que no se trata de abrir viejas heridas cicatrizadas ni de remover posos del torbellino de la historia. Afortunadamente, vivimos en una democracia felizmente consolidada, con evidentes desequilibrios e imperfecciones, pero perfectamente homologable a cualquiera otra de su entorno y la sociedad española ha alcanzado niveles de madurez y de tolerancia que garantizan razonablemente una convivencia pacífica y armónica (*). No se trata de poner en peligro estos logros sino de evitar otro peligro grave: el de que por querer olvidar nuestro pasado alguien nos pueda obligar a repetirlo. Conviene no perder la memoria histórica y conviene llamar a las cosas por sus nombres: a la dictadura despótica, retardataria, cruel y siniestra con ese nombre y esos calificativos se le debe recordar.

Parece fácil distinguir la mano de cada uno de los autores a lo largo de los distintos capítulos del libro. Si esta impresión no nos confunde, la aportación de Sartorius es más extensa y política; la de Alfaya, más breve, aborda los aspectos socioculturales con solvencia e incluso galanura. No es Sartorius un buen estilista: ni falta que le hace. Su prosa, de trazo grueso y con tics de informe para el comité comarcal, resulta, sin embargo poderosamente eficaz, aleccionadoramente descriptiva y con gran capacidad de síntesis impresionista. No me parece justo un reproche que le hizo Joaquín Estefanía en la crítica, por lo demás muy elogiosa, publicada en las páginas de El País. Echaba de menos el ex-director del prestigioso diario madrileño una referencia crítica a las dictaduras comunistas. La condición de viejos militantes del PCE de los autores no les ha impedido manifestar expresamente sus nada ambiguas opiniones adversas sobre tales regímenes ni tampoco sobre los estilos directivos y prácticas antidemocráticas de los distintos dirigentes del Partido en España y en el exilio.

Es estrictamente opinión personal mía que sobrevalora Sartorius el innegable papel de Comisiones Obreras en el progresivo deterioro estructural e institucional de la dictadura. Siendo, a mi parecer, muy importante la dimensión sociopolítica de este sindicato, no la creo, sin embargo, tan decisiva y determinante como Sartorius la dibuja, en una apreciación tanto más comprensible cuanto mejor conocemos la poderosísima influencia que este aristócrata rojo ejerció en tan transformador movimiento obrero, hasta el punto de haber sido una de las figuras claves de su evolución y uno de los míticos encausados en el proceso 1001.

(*) No se atrevería hoy este humilde servidor de ustedes a formular con seguridad la misma afirmación, teniendo en cuenta que un PP rebeco y asilvestrado conserva aún diez millones de votantes fieles.

La lengua de las mariposas (película) (2000)


No hay cosa más tierna que un rojo tierno y no hay cosa más cándida que un rojo cándido. El gallego Manuel Rivas incluyó, con notabilísimo éxito, el relato A lingua das bolboretas en el volumen intitulado ¿Qué me queres, amor?, publicado por Galaxia en diciembre de 1995, con cinco posteriores ediciones en gallego. La obra se tradujo y se publicó en castellano con igual o superior aceptación y ahora mismo un no gallego, José Luis Cuerda, estrena en el cine una adaptación libre del relato, que acoge en su seno y centuplica todo su conmovedor ternurismo y aquilatada bonhomía. Manolo Rivas debe de sentir una especial debilidad por las víctimas (mortales, cautivas o exiliadas) del golpe fascista de 1936. Para ilustrar la nada aventurada hipótesis, ahí están el maestro del relato que nos ocupa o el médico, trasunto del comunista cabal que fue Paco Comesaña, de O lapis do carpinteiro. Parecida debilidad debe de afectar al cineasta José Luis Cuerda que, con menos rebozo aún que Rivas, da rienda suelta al corcel de la emotividad y nos dibuja la figura angélica del maestro republicano protagonista con unos perfiles que ni siquiera el talento supremo y la hirsuta ferocidad del rostro de Fernando Fernán – Gómez logran despojar de un halo de ingenuidad dulce y gratificante.

La brevedad del relato original obligó, sin duda, a los guionistas del filme a interpolar algunas historias conexas, como la al mismo tiempo brutal y amorosa de Carmiña, su perro y su amante, o la de la Orquesta Azul y su vocalista, que nos da la ocasión de conocer a la preciosa chinita muda de la enciclopedia, inspiradora de brillantes solos de saxofón en la interpretación del pasodoble En er mundo. Estas peculiares novelas ejemplares (incluidas en el libro de relatos que arriba se menciona) no desvirtúan el espíritu del referente literario, pero tampoco le añaden ninguna especial gracia.

Es ocioso decir que Fernando Fernán – Gomez está soberbio. El niño Manuel Lozano logra la difícil pirueta de convencer y no empalagar y la comarca de Allariz es muy fotogénica. En suma, no se trata de una obra maestra, pero sí de un trabajo honrado y sensible que deja el ánimo agradecido y lo mejor de nuestras candideces satisfecho.

La isla desconocida o la solidadridad del Nobel Saramago (1999)


Con la finalidad de ayudar a las víctimas de los desastres meteorológicos que asolaron a varios países centroamericanos el último invierno, el flamante Nobel de Literatura, Saramago, y la editorial Alfaguara, propiciaron la publicación de un librillo cuyos rendimientos de venta van destinados a paliar la catástrofe. Un bello gesto, sin duda.

Desde el punto de vista literario, poco más cabe decir: se trata de un breve relato, de una pequeña parábola del poder, la búsqueda de la libertad y la utopía y el hallazgo de algo que se les parece, impulsado por la fuerza genésica del amor, que mudará el barco en isla y ésta en huerto y vergel para cobijo, quizás, de los insospechados amantes, libres ahora de casi todas sus ataduras. Como no podía ser menos, está escrito con la indiscutida maestría propia de su autor y con el inconfundible estilo que le hace reconocible en cualquier situación. Les damos, pues, las gracias a Saramago y a Alfaguara en nombre de los damnificados del Mitch y también por el breve deleite con que nos han obsequiado, haciéndonos incluso sentirnos un poco mejores al módico precio de mil pesetillas.