Por fin, pude sacarles algún provecho a los famosos puntos acumulados de Amigos de los Paradores, alojándome gratis una noche en el prestigioso San Marcos, de León. Así que el sábado, cinco de febrero, a las diez y cuarto de la mañana arrancaba el motor del coche para meterme en la flamante autovía hasta Benavente y desde el pueblo zamorano a León. Llegamos al notable edificio plateresco, no sin rodeos incordiantes, a tiempo para tomar un vinillo reconfortador e inmediatamente después atravesar el centro de la ciudad para terminar en su casco antiguo, el archiconocido barrio húmedo, dejando atrás la catedral y
Sin tregua ni descanso, visitamos la catedral, ejemplar señero y paradigmático del gótico más puro y uniforme. Las esculturas de la portada son notabilísimas, las vidrieras deslumbrantemente bellas y el singular triforio constituye un prodigio de imaginación arquitectónica. El título de pulchra leonina hace escasa justicia a los muy superiores méritos de este monumento preclaro. Tras el gótico de libro, el románico de manual. En efecto, San Isidoro, la llamada Capilla Sixtina del románico, es una muestra perfecta del austero estilo, aunque más grandiosa de lo que acostumbran ser sus ejemplares. Al salir de San Isidoro, a Mariné le dolía un callo y se mercó unos botines nuevos en un establecimiento de la tradicional Calle Ancha. Regresados al Parador disfrutamos de una siesta breve y de una magnífica puesta de sol, con sesión fotográfica incluida, sobre el Bernesga. Ya de anochecida, deambulamos por el Húmedo, barrio que, aunque se dice que está en decadencia, sigue marchoso y estimulantemente intergeneracional e interclasista: estudiantes jóvenes, señoras de renard y borrachines de nariz colorada compartían las barras de los bares, con generosos pinchos que recordaban a los que se prodigan en Asturias. Cenamos, en plan de tapas, sólidas y solventes, en el Mesón del Besugo, taberna popular y concurrida, que me hizo pensar en la avilesina Casa Alvarín, que regenta el cazurro Ismael. La plaza de San Martín es bella, castellana y acogedora y en sus tascas se sirve buen vino.
No trasnochamos: antes de la medianoche ya estábamos recogiditos en la habitación. El plateresco lo teníamos servido, por así decir, en casa y, por ello, esperamos a rematar el abundantísimo, frutal y delicioso desayuno del domingo, para dejarnos guiar por el claustro y la sillería del viejo convento (y hospital, y cárcel, y colegio de jesuítas, instituto de enseñanza media, cuartel de remonta, otra vez cárcel, de nuevo cuartel y actual hotel de la cadena estatal) por uno de los conserjes del establecimiento, que tenía memorizada la disertación, con cierto parecido al filósofo Gustavo Bueno.
Con la intención de comer en Verín, salimos de León en torno a las once y media. Uno de los restaurantes verinenses recomendados en la guías, con terraza sobre el río (que los romanos llegaron a identificar con el Leteo) no está actualmente en servicio y tomamos unas ancas de rana (yo) y unos riñones (Mariné), dignamente compuestos, en una llamada Casa Emilio. Antes del atardecer ya estabamos en casa.
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