Las hipótesis de Sealtiel Alatriste sobre la influencia de Julie Löwy, madre de Franz Kafka, en su hijo o, más precisamente, el daño que el vaciamiento anímico de la madre inflige en el corazón del hijo y es causa de la consunción de éste, víctima de su propio fuego interior, a la vez creativo y mortífero, tiene, en la opinión de este humilde escribidor de reseñas, poca entidad para constituir el soporte único de una novela de regulares dimensiones. Con este pie forzado, resulta imposible desarrollar una trama sin reiteraciones pesantes, sin circulares recorridos que empiezan y terminan en el mismo origen del conflicto, sin agobiantes sensación de estar mil veces apurando las mismas heces del mismo cáliz, todo lo cual puede ser avant la lettre kafkiano, pero difícilmente narrativo.
La ejecución del Quinteto K 515 de Mozart en el Café Savoy de Praga, el compartido relato de sueños en la hora del desayuno y el consiguiente origen del relato América, entran, salen, reaparecen, se pronuncian, se retiran, vuelven a aparecer y nunca bajo un nuevo aspecto, nunca iluminados por luces de distinto color, jamás desarrollados en perfectamente posibles variaciones: ostinato rebelde, sin tregua, sin tan siquiera ampliación instrumental.
Cuando se remata la lectura del libro, se respira con alivio, pero no sólo por habernos liberado de un encogimiento del ánimo y un ahogo espiritual consonantes con el genio del autor novelado, sino también por salir, al fin, de una espiral inversa que creciera hacia su propio interior. Tal vez esa fue precisamente la intención de Alatriste. Pero si así fue, la considero fallida. No se puede ser Kafka dos veces.
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