Sunday, July 08, 2007

Viaje de verano de 1999


Había que dejar a Daniel en el campamento de Furelos, muy cerca de Melide, entre las cinco y las siete de la tarde. Para ser consecuentes con la tradición de extrema puntualidad que nos caracteriza, salimos de Avilés recién confortados por un frugal refrigerio a la una y cuarto del mediodía. Llegamos sin sobresaltos y, por supuesto, entre los primeros. Mozas simpáticas las de la recepción, monitores con buena pinta, unos padres de acampados uniformada y manifiestamente pijos y los restantes bastante normales. Daniel remoloneó todo lo que quiso y algo más para incorporarse a un grupo. Cuando lo hizo, nos fuimos. La casa de los Somoza fue fácil de encontrar siguiendo las indicaciones de un sedicente profesor de educación física que tenía algo que ver con las actividades migratorias del campamento. Comenzó a llover de manera desconsiderada, sin ningún talento, que diría Fernando Bartolomé. Cuando escampó, nos acercamos a Melide. Resultó fácil comprar un paraguas feísimo y bastante difícil encontrar un carrete para la máquina de fotos. Paseamos por el pueblo, fotografiamos el cruceiro más antiguo de Galicia y visitamos las iglesias de Santa María y de San Pedro, repletas de tumbas de próceres. En la última nos encontramos con otros padres de acampados que nos dieron novedades tranquilizadoras sobre la acomodación de los mozos.

La cena en la Casa de los Somoza resultó bastante agradable. La patrona de la casa, una vasca gritona y bragada, nos trató con campechanía un tanto ruda y hospitalidad más que suficiente. Una pareja de peregrinos laicos, marinos secos ambos, controladora aérea ella y de ocupación desconocida él, cónyuges y residentes en Barcelona, nos dieron conversación abundante y fluida. Mariné dio rienda suelta a su locuacidad y la controladora, flaca, listísima, bien hablada y condescendiente, escuchó con atención gratificadora. El marido de la patrona vasca, natural de Melide retornado a sus orígenes, sufría de colonización vascongada conyugal absoluta, hasta el extremo de utilizar condicional por subjuntivo, a la vizcaína, incluso cuando hablaba en gallego.

Al día siguiente, nos levantamos muy temprano y no pudimos despedirnos de los marinos secos, que aún no habían bajado a desayunar cuando nosotros abandonamos el comedor para pagar la minuta y salir con diligencia plena rumbo a Albacete.

A la altura de las provincias de Zamora, Valladolid y Ávila, torrenciales trombas de agua que estorbaban casi totalmente la visibilidad, caían del cielo no ya sin ningún talento sino de manera declaradamente subnormal en una Castilla reseca y agrietada. Otra vez más tuve problemas para interpretar en Las Rozas las señales de acceso a la M – 40, aunque en esta ocasión no perdí más de cinco minutos.

El estómago de Mariné es un reloj de precisión exigente y descontentadizo. Las protestas cada vez que dejábamos atrás un figón de ruta arreciaban y no hubo más remedio que parar, sobre las dos y media de la tarde, cuando ya estábamos muy cerca de Albacete, en una explanada inhóspita, repleta de autobuses de excursionistas, que servía de solar a un edificio enorme y bastante desangelado en el que, en régimen de autoservicio, jovenzanos bravíos procedentes de Benidorm o con destino al mismo albañal, devoraban calamares fritos y pollos deshuesados.

El Parador de Albacete está asentado en una paramera, en plena carretera de Murcia, a unos cinco kilómetros de la ciudad. Un fuerte viento, reseco y cálido, castigaba los ramajes del jardín con piscina, en el que también las moscas incomodaban lo suyo. El edificio, de construcción moderna y paredes enjalbegadas, tiene resabios de la arquitectura popular manchega y se deja ornar por un escudo de armas que no le sienta mal, aunque el realce y la prestancia que con él se pretenden quedan un tanto tomados por los pelos. Resultaba también muy decorativo un Porsche descapotable de los años cincuenta, cuyo propietario, un angloamericano sesentón, gastaba una campechanía algo estrafalaria y probablemente impostada.

Encontrar un periódico un domingo por la tarde en cualquier ciudad de provincias no es empresa fácil. De todas maneras, no me resignaba a perder la habitual lectura de El País ni a quedarme sin los dichosos coleccionables, que luego cuesta tanto trabajo reponer. Así que me armé de valor y emprendí viaje al centro de la ciudad. Una de las avenidas que flanquea el gran parque central, con hoteles abanderados y oficinas bancarias ostentosas, estaba suficientemente vacía de coches como para permitirme dejar el mío bien colocadito y a buen recaudo de multas. La señal indicadora de la estación de ferrocarril me dio la idea: los quioscos de estación son instituciones benéficas que confortan al viajero en su tedio melancólico y era seguro que, si algún sitio había en el que se pudiera comprar la prensa, ese era el acogedor cubículo ferroviario. Conque seguí hasta su final la Avenida de España y, a través de un amplio recodo, enfilé la calle de Tesifonte Gallego, nombre con resonancias de gerifalte tronado, pero que no debió de pasar de pertenecer a cacique local decimonónico (no creo que mi conjetura ande muy descaminada). En esta calle, de hermosas fachadas modernistas, está la Diputación Provincial, que es también un bello edificio de principios de siglo. De manera apenas perceptible, Tesifonte Gallego pierde su sonoro nombre y pasa a ser Marqués de Molíns, que tampoco carece, en lo fonético, de reminiscencias más o menos literarias. Aquí tiene su sede el inevitable Corte Inglés. La calle remata en un ensanche, más encrucijada que plaza, en el que se alza el Ayuntamiento. Sigo hacia adelante por el bulevar conocido como Paseo de la Libertad, el don más preciado. La calle es umbría y la afean las sempiternas cagadas de can de dueño desaprensivo. Otra encrucijada y, ahora sí, una ancha avenida moderna que, como su nombre indica, desemboca en la Estación. No fue vano el esfuerzo: tal como esperaba el quiosco amigable estaba abierto y pude marcharme con el buque insignia del grupo PRISA bajo el brazo. Como suele suceder, el camino de vuelta me pareció más corto. Lo aproveché para tomar las referencias del viaje de regreso hacia el Parador. En el trayecto de ida, me había fijado en una especie de mesón caminero, con amplio espacio circundante y emparrados sugerentes. Lo comenté con Mariné y decidimos ir a cenar allí. Pese a su aspecto vulgar y a su nada imaginativo nombre –La Casita- resultó un verdadero hallazgo. Nos regalaron el gusto con tacos de queso frito, ensalada manchega, lomo de orza, patas de cordero deshuesadas y melón. La dueña, una granadina de Motril que hablaba no sólo por los codos sino por el dedo gordo de pie, nos instruyó sobre la preparación de las sabrosas viandas, nos contó su vida y la de su familia y nos solicitó direcciones gastronómicas de Galicia, porque proyectaba venirse a disfrutar unos días, pasadas las setembrinas fiestas de San Mateo. Informada que fue de lugares de buen yantar, quedamos todos contentos y nos fuimos a dormir.

Iniciar el recorrido de las Sierras de Segura y Cazorla por el norte fue una idea tomada de un fascículo de El País. Esa, y no otra, fue la razón de elegir el Parador de Albacete como punto de partida para tomar la carretera nacional 322 en dirección a Jaén. No consideramos parar en Alcaraz, ya que las empinadas curvas de entrada a la villa permiten ver en variada perspectiva las altivas ruinas del castillo. A la altura de Puente Génave, abandonamos la carretera general para entrar en el pueblo y preguntar a unos lugareños sobre la conveniencia de tomar la carretera comarcal hacia Orcera para luego continuar por vericuetos varios hasta Cazorla. Animados por los consejos de un viejo parlanchín, que me hizo relación extensa de sus años de emigrante en Valencia, acometimos la peliaguda empresa. La Puerta del Segura es un pueblo de casas blancas distribuidas como en bancales a lo largo de las laderas de la montaña. En el centro, se destaca solemne una iglesia barroca de señorial empaque. Después de fotografiarla, me encuentro con que la ruedecilla que permite dejar la cámara en posición de reposo se había bloqueado. En una primera inspección rápida, el único establecimiento que lucía rótulo de marca fotográfica resultó ser una ferretería, cuyo dueño, no del todo inexperto en el manejo de útiles ópticos, fue capaz de recuperar la movilidad perdida de la ruedecilla de marras. Al abandonar La Puerta del Segura y volver la vista atrás, se puede disfrutar de una panorámica ciertamente hermosa. A pocos kilómetros, Orcera deja ostensiblemente ver su condición de cabecera de la comarca, que desempeñó toda ella un importante papel en la conquista de Granada y, posteriormente, en el asentamiento de súbditos leales a la política imperial y a la contrarreforma, en sustitución de la morisma. De ahí que se repita una y otra vez el hallazgo en este y otros pueblos de construcciones públicas (fuentes, por ejemplo) realizadas durante los reinados de Carlos I y Felipe II, y de iglesias renacentistas o de transición al barroco. La muy difícil accesibilidad les reforzaba su condición de baluartes más o menos “inexpugnables”. En otro orden de cosas, hay también en Orcera una cooperativa de aceites en la que pudimos mercar excelentísimo caldo de oliva de primera prensada (virgen extra) en cantidad superabundante.

Cuando, desde Orcera, se adivina que el empeñascado pueblo que se divisa a lo alto es, con seguridad absoluta, Segura de la Sierra, conviene respirar hondo para hacerse a la idea de llegar a él sano y salvo y con el vehículo de motor indemne. Nunca sospeché que Jorge Manrique pudiera haber nacido y vivido en esta que fue ilustre fortaleza. Allí tiene una estatua un tanto equívoca y se conserva, blasonada, la fachada noble de la que fuera su casa solariega, tras la que se oculta un pobre rincón, morada actual de una familia sin duda menesterosa. El esplendor de los primeros austrias se deja sentir en la prepotente, pero bella, iglesia de Nuestra Señora del Collado, en la fuente con los blasones del emperador Carlos e inequívoca inscripción latina. Se conservan también, como vestigios de los anteriores pobladores, los baños árabes, que no pudimos ver. El Ayuntamiento es también un soberbio edificio, que alberga en su planta baja a la oficina de turismo, atendida por una mocita clara y bellísima, de luminosos ojos azules y con la piel de azulenca transparencia que ostentan los andaluces rubios. Ella fue quien nos confirmó nuestra sospecha de que hacer todo el rodeo que figuraba en el itinerario de El País y pasar por Río Madera, Anchuricas y Santiago de la Espada, resultaba excesivamente largo y penoso. Renunciamos, pues, a esa presumiblemente hermosísima parte del periplo y nos dirigimos hacia Cortijo Nuevo, desviándonos ligeramente a Hornos del Segura para ver, desde su imponente mirador, el embalse del Tranco, considerablemente disminuido de caudal, y recuperar después la carretera que, a lo largo del curso del Guadalquivir, se adentra en la Sierra de Cazorla. Hay un trámite previo a la entrada en el parque natural, amparado por semáforo y valla, servidos por una funcionaria con cara de malas pulgas, que toma cumplida nota de las matrículas de los coches que soportan prolongada espera. Este rigor policial no evita que los incendiarios prendan fuego en los matorrales y provoquen catástrofes como la que sólo dos días antes se había producido con la calcinación de miles de hectáreas de bosque.

Tras bastantes kilómetros de curvas y contracurvas, llegamos a La Torre del Vinagre, antigua mansión cinegética del sátrapa de ominoso nombre que rigió los destinos de este país durante treinta y seis años cenutrios, y actual Centro de Interpretación del Parque Natural de las Sierras de Cazorla, del Segura y las Villas. Cuenta con piscifactoría y museos naturales de fauna y flora autóctonas y, desde allí, parten excursiones guiadas, de las que tomamos buena nota. Poco más allá, la carretera se bifurca: a la derecha, La Iruela y Cazorla; a la izquierda, el Parador; en el mismo cruce, un chiringuito infecto en el que Mariné se empeñó en tomar un absurdo tentempié. Desde este lugar hasta el Parador hay ocho kilómetros, de los que los cinco últimos son una trocha someramente asfaltada y llena de baches en la que se pueden perder los amortiguadores y el alma. Pasadas las tres y media de la tarde, estábamos en la recepción para recibir la nada estimulante noticia de que la habitación no estaba preparada. Con meritorio ejercicio de contención, renunciamos a una protesta en toda regla que fácilmente podría degenerar en montar un pollo de considerables proporciones. Nos refrescamos bastante en una piscina con un jardín magnífico, bastante poblado de especies autóctonas y foráneas, con predominio de ciruelos de distintas variedades, algunos de ellos con frutos muy sabrosos. Dos familias, con infantes incluidos, inequívocamente pijos y sevillanos, dejaban sentir su presencia con pujanza notoria. Dejamos transcurrir una hora larga y, aún así, cuando volvimos a recepción aún no estaba la habitación lista. No fue pequeño el azoramiento de uno de los ordenanzas, pero las situaciones poco confortables del prójimo no mitigan la incomodidad propia. Sobre la seis y media, estábamos listos y dispuestos para desplazarnos a La Iruela y Cazorla. Desde La Iruela se dominan magníficas vistas de todo el conjunto serrano y el pueblo está coronado por un castillo templario en ruinas, cuya parte más vistosa no se aprecia sino desde el lado opuesto de la carretera de acceso. De eso nos dimos cuenta al día siguiente, a la vuelta de una excursión que se relatará en su momento.

Cazorla es difícil de pasear a causa del infernal tráfico de coches que atora sus estrechas y empinadas calles que, en ocasiones, tienen más de vericuetos que de arterias urbanas. Emplazamiento y núcleo urbano son muy bellos, aunque cierto desaliño, demasiado evidente, afee el conjunto. Las ruinas de la iglesia de Santa María, la Fuente de las Cadenas y el Castillo de la Hiedra son los monumentos más visibles. En el último se alberga el museo histórico de la ciudad, que no nos paramos a ver. A manera de cena improvisada, tomamos unos embutidos falsamente ibéricos en la terraza de la que parecía ser una de las tabernas menos malas de la localidad. A la anochecida, regresamos al Parador y nos acostamos temprano. Para el día siguiente estaba contratada una excursión en todoterreno por las trochas de la sierra. Y, en efecto, tras el desayuno, muy frutal si no frugal para mí, verdaderamente pantagruélico para Mariné, no fue apenas necesario esperar por el conductor. Una pareja catalana, voluminosa ella, rotundamente obeso él, con un niño doceañero igualmente gordo; otra pareja vasca, aunque no euskaldun, sin niños, nosotros dos y el conductor conformábamos una imprecisa muestra de las cuatro comunidades autónomas del artículo 151 de la Constitución. Con su perspicacia y dotes de observación habituales, Mariné tomó por niño e hijo de su esposa al paterfamilias catalán y, muy gentil, ofreció el asiento delantero, más espacioso, al supuesto chico, que, ciertamente, necesitaba todo un campo de golf para moverse con cierta holgura. La dama agraviada por la atribución de maternidades indeseadas, indeseables y gravemente inconvenientes se vio en la necesidad de aclarar el malentendido y requirió a su verdadero hijo de esta habilidosa manera: “Miguel, dile al papa que te de la máquina de fotos.” El conductor y guía era hombre afable, ameno, eficaz y suficientemente enterado de lo que se traía entre manos. Nos hizo un recorrido informativo, lo bastante demorado e ilustrado para dejarnos una impresión de conjunto satisfactoria aunque no exhaustiva. Cascadas secas, bosque sediento, puente con historia apócrifa de construcción en una sola noche para el paso de los Reyes Católicos en dirección a Granada, nacimiento del Guadalquivir en estiaje severísimo, fósiles, buitreras, referencias a Félix Rodríguez de la Fuente, que rodó allí diversos episodios sobre rapaces, una excursión, en suma, muy grata. Ya de vuelta, en el Parador, tomamos unas provisiones con que Mariné se había pertrechado el día anterior en previsión de gazuzas inoportunas. Después de una siesta breve, pasamos buena parte de la tarde en la piscina. Además de tomar los baños de rigor, me dediqué a comprobar que bastantes de los rótulos de madera que ilustraban el pie de los muchos y variados árboles que pueblan el jardín estaban erróneamente colocados. Algún duende de bosque los habrá traslocado y no me atreví yo a deshacer tan artística confusión. En la terraza, clientes más avezados sabían de la llegada, al caer la tarde, de gamos, que se acercan a abrevar en un cuenco dispuesto a tal efecto al lado de las cocinas. Había expectación por ver aparecer a los bichos. Y fueron llegando y dejándose fotografiar, para luego, asustadizos ante cualquier leve ruido, regresar al bosque guiados por su madre. Por la noche, se jugaba el partido del trofeo Teresa Herrera entre el Celta y el Real Madrid. El celtiña derrotó por tres a cero a los merengues y lo celebré con un sueño tranquilo y reparador.

Eran poco más de las nueve cuando rematamos un desayuno de idénticas características que el del día anterior y emprendimos viaje hacia Antequera. Siguiendo una acertada recomendación del guía de Cazorla, nos detuvimos en Quesada. Es un pueblo blanco, de corte muy distinto al de los que, en las provincias de Cádiz y Málaga, jalonan la Serranía de Ronda, pero también bello y recoleto. Los encargados de abrir el Museo Zabaleta se lo toman con mucha calma y pudimos pasear con detenimiento las floridas callejuelas de casa enjalbegadas y arcos umbríos, como el llamado de la Cojita de Utrera, en el que un azulejo con poema de vate local ensalza sus excelencias. Zabaleta, pintor local amigo de Picasso y de Juan Gris, era, sin duda, un ecléctico consciente, que se sabía de memoria toda la historia de la pintura y se regocijaba en mostrar soberbia e indisimuladamente todas las influencias explícitas imaginables: Picasso, Rousseau el Aduanero, Sequeiros, Braque, entre los contemporáneos más evidentes; pero también Velázquez, Van Eyck, Goya y Van Gogh. En el museo se guardan, además de los cuadros, dedicatorias y homenajes al pintor de sus colegas Picasso, Miró, Tapies y los grupos Crónica y Dau al Set, de la revista Serra D’Or, de Cela, José Nieto, Aleixandre…

Unos cuantos kilómetros después de Quesada, está La Cueva del Agua, a la que se accede después de bajar unas rampas polvorientas y unas escaleras con barandilla de madera no aptas para personas que tengan vedados los ejercicios violentos. La cueva impresiona por su voluminosa oquedad y sus estalactitas. En períodos húmedos, el espectáculo de las cascadas debe de ser impactante. Ahora, sólo sus huellas sobre la piedra caliza son perceptibles. Las gentes colocan velas encendidas y exvotos diversos, de bastante mal fario, en las hornacinas naturales excavadas sobre las paredes. Dan repeluzno.

Se acercaba la hora del esperadísimo eclipse de sol y nos acercábamos nosotros a Baza, dónde debíamos tomar la autopista hacia Granada y Antequera. Mariné aseguraba y asegura que el día iba perdiendo algo de luminosidad durante algunos minutos; por mi parte, debo confesar que no percibí absolutamente nada. Los recodos de la carretera ofrecen una panorámica amplia y casi deslumbradora del Embalse de Negratín, que dispone hasta de Club Náutico y de instalaciones para navegación deportiva. Rebasada Granada y algo más allá de Santa Fe, a punto estuve de hacer definitivas capitulaciones a manos de un alicantino, conductor chulesco, irresponsable y homicida, de un Opel plateado que se me cruzó en pleno carril de adelantamiento. Ya cerca de Archidona, nos las hubimos con un gigantesco cipote que se formó a consecuencia de las obras de reparación del firme de la autopista y que se tradujo en media hora larga de caravana casi inmóvil. Aún así, era bastante temprano cuando llegamos al Parador de Antequera, esta vez sin incordios. Aconsejados por la camarera del bar, nos atrevimos con sendas porras antequeranas y con varios chorizos del infierno. La porra antequerana es una especie de gazpacho muy denso y espeso, apto para segadores antes de entrar en faena, con recios aditamentos de jamón, atún y huevo duro. Los chorizos del infierno no responden a su prestigioso nombre: afortunadamente para mi paladar, no pasan de sabrosones. La siesta fue breve y la puerta de acceso directo de la habitación al recinto de la piscina nos ahorró preparativos de vestuario. Nos facilitó las toallas una loca despendolada que se tostaba al sol con delicuescente languidez sólo interrumpida por fugaces miradas y sonrisas picaronas “coram populo”, al quite de lo que pudiera caer. Con socorristas así, válganos la Macarena de tener que ser socorridos. Unos franceses ruidosísimos y ordinarios, trabajadores de las instalaciones de Toyota en Pau, a juzgar por las camisetonas que lucían, jugaban a la pelota dentro de la piscina, perturbando hasta el límite de lo imposible el disfrute del baño del resto de la concurrencia. A la mañana siguiente nos amenizaron también el desayuno. Que el Señor los acoja en su seno.

Antequera es una no muy pequeña ciudad monumental, aseada y bella. Merece mejor promoción de la que tiene y me dejó gratísimamente sorprendido. Aparte de los visibles restos de la dominación árabe (Alcazaba), cuenta con numerosos edificios religiosos y civiles, de los siglos XVI al XVIII, de singular empaque y prestancia. La panorámica desde lo alto de la Alcazaba y el posterior descenso por graciosas y floridas callejuelas en zigzag son todo un recreo del espíritu. Me prometo volverla a visitar con más calma. En una joyería de la calle principal compramos para Daniel un reloj con ínfulas náuticas y pujos deportivos. En una tienda de artesanía, una moza que estaba muy buena, pero que no era demasiado simpática, nos vendió un bolso para Sara. Cenamos en La Espuela, un restaurante enclavado en los muros del tendido de sombra de la plaza de toros, recomendado por las guías al uso. Rabo de toro, ensalada, sangría y melón nos dejaron casi excesivamente confortados. Unos barceloneses xarnegos, también hospedados en el Parador y acompañados de infante modoso y listillo, pegaron la hebra y nos dieron conversa a todo lo largo del trayecto entre el restaurante y el establecimiento de la Secretaría de Estado para el Turismo. En el parque que hubimos de atravesar, jovenzanos y potrancas provistos de litrona y aretes deslucían el paisaje y emporcaban el césped. Aires de regüeldo y barruntos de resaca mañanera enturbiaban la noche, perfumada de efluvios de entrepierna adolescente. Con una difícilmente recordable excusa, tan banal como torpemente balbucida, me zafé de la propuesta, apenas insinuada, de ver el partido del Barça con el xarnego y su hijo. También este día nos fuimos muy pronto a dormir.

Hicimos el viaje de Antequera a Ronda por el valle de Abdalajís, el desfiladero de los Gaitanes, Ardales y el embalse del Chorro, transitando a través de literales caminos de cabras (de hecho, nos topamos con un nutrido rebaño, guiado por un pastor que parecía sacado de un relato costumbrista), para empalmar, a la altura de Teba, con la carretera que enlaza Ronda con Campillos. Disfrutamos de magníficos paisajes y sufrimos las penurias propias de los tramos estrechos, pésimamente asfaltados y retorcidos como tripa de mamífero. Eran las doce y cuarto cuando llegamos a Ronda y, por descontado, en el Parador la habitación no estaba aún preparada. Nada había que objetar al respecto a tan temprana hora. Así que visitamos la Real Maestranza y su museo taurino, paseamos con cierta parsimonia por el tajo y por las calles más céntricas, tomamos unas manzanillas en taberna de solera y comimos en el restaurante de Don Pedro Romero, cuyo nombre y nombradía ahorran descripciones prolijas de decoración y ambiente, con la calma propia del lugar y la estación. Practicadas todas estas diligencias, volvimos al Parador y, ¡ay, dolor!, la habitación tampoco ahora estaba lista. Nos quedaban ya muy escasas dosis de paciencia, pero sí las suficientes para no armar un escándalo y sostener la más que razonable protesta a un bajísimo nivel de decibelios. No era la humildad la virtud más destacada del jefe de la recepción, quien en una bastante impropia actitud de sostenella y no enmendalla defendía lo indefendible, con asomos de altivez incluidos. Por fin, conseguimos acomodarnos y, tras el acomodo, disfrutar del baño en la piscina, poblada, aunque no demasiado, de italianos de variada catadura. Esperamos a la fresca para iniciar un largo paseo por la parte alta de la ciudad: Alcazaba, palacios y casas señoriales, catedral de Santa María la Mayor, puertas de las murallas, edificio del nuevo ayuntamiento (el viejo es el actual Parador), y vuelta al llano, para encontrarnos, por casualidad, con la casa natal de Don Fernando de los Ríos, figura señera del socialismo patrio y de la Institución Libre de Enseñanza. Me salió sorprendentemente bien la fotografía nocturna de la placa conmemorativa, de elegante azulejo regional. La casa en la que, supuestamente, se alojó Cervantes en su estancia en la ciudad, también ostenta recordatorio del evento. Hicimos la cena en una terraza bastante concurrida, rodeados de yanquis de la América profunda, encamisetados, gordos y pertrechados de teléfonos móviles y pedrería anular. Fieles a nuestras costumbres viajeras, nos acostamos temprano. A las dos y diez de la mañana, sonó el teléfono para darnos la mala noticia de que Daniel estaba ingresado en una clínica de Lugo con un ataque de apendicitis. Con las prisas de rigor, hicimos las maletas, tomamos una ducha ultrarrápida, pagamos al portero de noche y enfilamos la carretera a velocidades casi temerarias. Pronto se encendió el piloto de reserva de combustible y no se encontraba ninguna gasolinera abierta. Mariné se inquietaba, se angustiaba y me transmitía su zozobra. A la entrada de Campillos, loados sean los dioses de los hidrocarburos, había una estación de servicio abierta. Desde Granada y hacia el norte, la soledad de la noche empezó muy poco a poco a interrumpirse con la aparición de coches inequívocamente marroquíes, atestados de enseres embalados en fundas de plástico y atados a la baca. El retorno de sus propietarios hacia la Europa próspera tras unas vacaciones sin duda apuradas ponía un inevitable halo de tristeza en torno a la negrura del paisaje. Sólo paramos para repostar y llamar por teléfono en la provincia de Ciudad Real y antes de iniciar la subida del Cebreiro. Muy poco después de las dos de la tarde, estábamos en la clínica POLUSA en la que un dolorido y retorcido Daniel esperaba que lo llevasen al quirófano para aliviarle la carga de un trozo de tripa infecto. Eso ocurrió a las cuatro de la tarde. Tres cuartos de hora después, operado y reanimado, con excelente aspecto y bastante poco postrado para lo que sería de esperar, Daniel estaba de nuevo en su cama. Compartía la habitación con un viejo de la Mariña lucense, llamado Gerardo, con síntomas de inicial demencia y con alma, corazón y vida orientados en sentido único: el que va del coro al caño. Nos hizo partícipes de sus temores a ser secuestrado y que nadie pudiese pagar su rescate, porque los más de cuarenta millones con que contaba estaban depositados en una cuenta bancaria unipersonal. Soltero y solo en la vida, nada quería compartir con sus sobrinos que, como buitres carroñeros, avizoraban la evolución de sus achaques. Había sido reclutado por el ejército rebelde en la leva del 36, para anidar piojos y recibir un balazo en la mano izquierda en el Escamplero, muy cerca de Oviedo, en la que fue decisiva y sangrienta batalla. La parcial mutilación sufrida, junto con alguna vejación anterior de un falangista matón de su pueblo, le dejó en el ánimo una inquina perpetua contra el franquismo, que no le impidió más tarde alistarse en el cuerpo de artillería y hacer carrera, como chusquero, hasta alcanzar el grado de subteniente, con el que pasó a la reserva y comenzó a percibir una substanciosa pensión, que, unida a sus haberes de mutilado de guerra, le redondea unos ingresos mensuales más que generosos. Daniel no se creía la elevada cifra y él le mostró los cajetines de cobro, extraídos de una cartera arrugada y mugrienta, que probaban fehacientemente que no hablaba a humo de pajas. Se definía como antifascista y anticomunista, pero su mente era monotemática: un coño de dimensiones gigantescas ocupaba toda su capacidad craneana. Relataba, o fantaseaba, portentosas hazañas amatorias con viudas, esposas de marinero ausente, campesinas excitadas por los golpes del azadón sobre la tierra, monjas exclaustradas, taberneras sedientas y otros frutos frescos de la mar. Repetía una y otra vez los mismos argumentos y ocurrencias, pero su monotonía no era estorbo para que Daniel sufriera ataques de risa que provocaron la apertura parcial de su herida quirúrgica. Ni siquiera Mariné y yo pudimos evitar ocasionales carcajadas apenas reprimidas. Asaeteaba de requerimientos a las auxiliares de clínica que, en general, se tomaban la cosa con divertida resignación. Había, sin embargo, una, obesa y bragada, que le plantaba cara con acrimonia. “¡Que mala leche ten esta!”, farfullaba Gerardo en su castrapo habitual. “Daniel, esta noite vamos triunfar e ti vaste estrenar”, era otra de sus monsergas. “Eu xa teño preparado o palo da vela para navegar”, remataba en indudable arrebato poético. La primera noche, Sara y yo nos fuimos a dormir a unas dependencias que tiene el Balneario de Lugo dos kilómetros más allá de su casa matriz. Mariné, no sin cautelas por la compañía, se quedó con Daniel. El día siguiente era sábado y fui a Furelos para recoger los bártulos de Daniel y a llevar a Sara a Santiago para que allí tomase el autobús de Avilés. Comimos a lo ejecutivo pobre en el Gasthoff de Área Central y, de regreso me paré a ver el Castillo de Pambre, rodeado de maleza, y la iglesia románica de Vilar de Donas, en la que se estaba celebrando una boda. A la vuelta, Mariné me informó de la visita del Jefe de Servicio de Juventud, que ya el día anterior se había portado de manera excelente, regalándole a Daniel revistas de pasatiempos e interesándose en todo momento por su evolución. Las monitoras del campamento también tuvieron una actitud ejemplar, en especial la que se quedó con Daniel en la clínica mientras nosotros viajábamos desde Ronda.

Por la noche, Daniel estaba totalmente recuperado y nos pudimos ir a dormir al balneario, con el consiguiente regocijo del infante, que ansiaba quedarse a solas con Gerardo para poder disfrutar sin vigilancia paterna de la cháchara sicalíptica de Gerardo. Lo de infante tiene su razón de ser. Gerardo recibió una llamada de un sobrino y le dio a éste cumplida cuenta de que estaba magníficamente acompañado de un abogado, una profesora y un infante de marina “un pouco maleducado”, a quienes iba a nombrar herederos –añadió con mala baba. A Daniel, por otra parte, le tenía reservada una sobrina, hija de su interlocutor, de diecisiete años, “cuns peitos de gloria”.

Pasamos buena parte de la mañana del domingo en la clínica, pero al mediodía nos fuimos a dar un paseo y a comer a Lugo, la bella desconocida de Galicia. Me había casi olvidado yo de que el recinto intramuros de la ciudad tiene un singular y recoleto encanto. La plaza del Ayuntamiento y sus calles aledañas, la catedral, románica, gótica y barroca, las edificaciones de blancas galerías… En un mesón de la Rúa Nova, nos dieron muy bien de comer a un precio muy razonable. Después de una breve siesta, giramos visita de inspección a la clínica y, al caer la tarde, volvimos a Lugo para repetir el mismo programa mañanero.

A última hora de la mañana del lunes, el llamado doctor Arija, un médico melifluo, flaco y de bigotes gatunos, dio el alta a Daniel, pero la burocracia, la incuria y la charleta del personal de oficina nos impidieron salir hasta casi las cuatro de la tarde, y eso porque a Mariné se le ocurrió bajar hasta la sala de administración, que, de lo contrario, nos daban allí las del crepúsculo. Gerardo se quedó algo triste y se resignó a aceptar la prolongación de su ya larga estancia en aras de la definitiva curación de su exacerbada herida diabética. Nosotros tomamos la autovía para llegar a Avilés sobre las siete de la tarde, no sin antes soportar una caravana de mil puñetas –fin de semana largo- entre Luarca y Soto del Barco. Con este traslado concluyen el viaje y su crónica.

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