Sunday, October 23, 2005

De nuevo Are More. De la mentira y otras miserias

Como el año pasado, el festival Are More se abre con Händel. La Wiener Akademie, dirigida por Martin Haselböck, interpretó muy académicamente el oratorio Il Trionfo del Tempo e del Disinganno, en el que fueron voces solistas Katerina Beranova, como Bellezza, Isabel Monar, como Piacere, Marina R. Cusí, como Disinganno y Marcus Ulmann como Il Tempo. Los oratorios alegóricos, tan de moda hasta bien avanzado el siglo XVII, fueron una especie de sucedáneo de la ópera de motivo religioso. Para un oyente actual, sus contenidos morales de exaltación de la virtud y denigración del vicio, sus monocordes recitativos, las repeticiones ad nauseam de arias y dúos, resultan un tanto cansinos. Se trata, en suma, de un género en el que la belleza musical queda desvalorizada por el adormecimiento que provoca la reiteración continua de motivos, aunque conserve sus atributos indiscutubles, sobre todo en los casos en que, como el que nos ocupa, el compositor es un genial maestro de las formas. Se encuentran, además, perlas especialmente valiosas como el aria da capo en la que Mozart encontró modelo para su Don Giovanni o la famosa Lascia la spina, que el propio Händel, con oportuna variación de texto, reutiliza en Giulio Cesare para el aria de Cleopatra Lascia ch'io pianga. De ambas podemos disfrutar los aficionados de este siglo en grabaciones de Cecilia Bartoli, por ejemplo. Isabel Monar no es Cecilia Bartoli, pero hizo un Piacere muy notable y cantó, en particular, el aria citada con primor suficiente, que mereció el Brava! de un vecino espectador entusiasta. Muy bien la voz oscura de Marina R. Cusí para Il Disinganno, discreto y sólo correcto Marcus Ulmann como Il Tempo y escasa, aunque bella, Katerina Beranova encarnando La Bellezza. Los académicos vieneses, dirigidos por la agilísima mano izquierda y el órgano magistralmente expresivo de Haselböck, estuviero a la justa altura de la obra.

Sin aparente relación con lo que acabo de escribir, aunque hay con ello un nexo meramente circunstancial que no voy a revelar, empiezo a respetar cada vez más la aversión acérrima de la cultura anglosajona por la mentira. No me estoy refiriendo a la mal llamada mentira piadosa (si es verdaderamente piadosa, no es propiamente mentira); tampoco a la mentira jocosa, si carece de mala intención y efectos perniciosos, ni a la mentira fachendosa de matasietes, cazadores, pescadores o pisaverdes de casino de provincias (ya quedan poquísimos). Me venía pareciendo que en ese odio protestante por el embuste, tan acendrado en los Estados Unidos de América, había una raíz puritana que, sin invalidarlo éticamente, lo hacía poco simpático y excesivamente rígido. Con esta idea, me pareció en su momento escandaloso que el pueblo norteamericano hubiese reaccionado a las mentiras descubiertas en el caso Watergate con muchísima mayor virulencia que frente a la inicial continuidad que dio Nixon a la guerra de Vietnam o a su nada reprochable decisión final de firmar el armisticio. Pasados más de treinta años, veo las cosas de otro modo. La mentira, fuera de las excepciones señaladas y muy pocas más, es esencialmente perniciosa, radicalmente corruptora y demoledoramente destructiva. Mina cualquier confianza pública o privada, siendo esta confianza el pilar fundamental de toda relación interpersonal y de todo modelo de convivencia civil. Envilece la actuación de engañador y de engañado. Convierte el comercio en rapiña y la amistad en puñalada trapera. Pervierte a los enamorados y enloda la toga de los jueces. Ningunea al oponente y envenena al atacante. Es, en suma, un arma de destrucción masiva y deja la tierra quemada que provoca su poder destructor infecunda por los siglos de los siglos. Estoy descubriendo mentirosos destructivos en mi ámbito laboral y también en el de la amenidad ociosa. No les temo: les desprecio. Pero, ¡cuanto los detesto!.

Escribo intentando espantar resucitados demonios familiares. No lo estoy consiguiendo.
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Sunday, October 16, 2005

Belén Gopegui, Cuba, etc.



Acabo de terminar la lectura de La conquista del aire, de Belén Gopegui. Se trata, indudablemente, de una novela de tesis. Si me permito etiquetación tan sumaria es porque la propia narradora me autoriza a ello en el nada gratuito prefacio, que constituye una necesaria declaración de principios. Necesaria, al menos, para su autora, que no se corta ni un pelo ni le duelen prendas al hacerla; pero necesaria también para cualquier resabiado lector proclive a tomar el rábano por las hojas. Hay que echarle, desde luego, mucho valor, pero sobre todo mucho talento a la vida para atreverse en los tiempos que corren a lanzar al viento una tal proclama y salir no sólo indemne sino mucho más que airosa de la osadía. Asombra el dispendio de inteligencia, de sensibilidad y de buen estilo con que la Gopegui nos regala. Nunca cuatro miserables millones de pesetas –que constituyen la vera res de la novela- dieron tanto de sí. Nunca una tierna pandilla de exquisitos progresistas soñó con mejor gloria. Nunca personajes tan pulidos y relimpios de cuerpo y alma dieron pábulo a denuncia más amarga de la inanidad. Nunca un yuppie vislumbró hablar mejor que un poeta epigramático ni un profesor de historia soñó enviar mensajes al correo electrónico con pujos del mejor Chesterton. Y aquí precisamente está uno de los pocos peros que se la pueden objetar a la autora: su libro está demasiado bien escrito. Hay una falla entre lenguaje y trasunto que va en perjuicio de un expresionismo más contundente y narrativamente eficaz. Hay poco humor evidente o, por lo menos, inmediatamente perceptible en su diatriba. Pero la discutible y, en cualquier caso, mínima tacha queda sobradamente compensada con perlas literarias de la mejor estirpe como la que no me resisto a transcribir a continuación: “El mundo gira, los hombres y las mujeres duermen, la democracia comercial y comunicativa es un estanque de luz. Lisura. Seda. Tersa superficie inalterada. Sólo en el abismo la luz no es uniforme y se vacila, pero el abismo está fuera. El mundo ya no será cuartel de invierno, la política está fuera, la sociedad decrece y es una capa áurea, finísima, en donde el tiempo ya no es depositado. Duermen.” Si la lúcida seriedad de Belén Gopegui aburre a los que en cualquier momento exigen risas, peor para éstos. Los demás podremos seguir admirando el prodigio.
La técnica utilizada es el contrapunto sin más disimulos. Un contrapunto formalmente idéntico al de Huxley, Dos Passos o Cela. Pero se tiene la impresión de que, con ello, persigue Gopegui más una especie de autocontención forzada por el patrón estilístico que una eficacia narrativa explícita. El resultado es, de todos modos, brillante. Más llamativa es, a nuestro entender, una suerte de trampa que Belén tiende al desocupado (y desprevenido) lector que consiste en hacerle sospechar una cierta complicidad entre la autora y sus personajes, que sólo al final se ve paladinamente desmentida. Decir más al respecto sería pinchar un globo y hurtarles a futuros lectores un disfrute singular.
Escribí esta reseña hace unos cuatro años. Salvo incorregibles torpezas de estilo, no cambiaría hoy ni una sola palabra de lo que entonces dije. Mejor dicho, suprimiría todo lo que se refiere a "peros", "demasiado bien escrito" y concordantes. El libro está magníficamente bien escrito y se acabó. No mucho tiempo despues vino la lectura de Lo real, que revalidó mi admiración por la escritora madrileña, nada gratuitamente amadrinada por la fallecida Carmen Martín Gaite. Debo confesar incluso un cierto enamoramiento adolescente y, por supuesto, platónico, cuyo ridículo sólo mi edad presenil atenúa. El año pasado, y por recomendación de mi hija, que aún no ha llegado a los treinta, leí El lado frío de la almohada. Tal vez porque soy constante en mis amores y porque creo no equivocarme al decir que tengo poco de fariseo, la novela ni me defraudó ni, muchísimo menos, me escandalizó. Debo aclarar que mis simpatías por el régimen de Castro son muy escasas. Pero ello no me impide observar cómo la "hemiplejía" que Vargas Llosa denuncia en los intelectuales iberoamericanos y europeos real o supuestamente procastristas es imperfectamente simétrica con sus propias e inversas miopía y hemiplejía y con las muchísimo más graves, interesadas y activamente peligrosas hipermetropía y hemiplejía de los políticos norteamericanos que jamás sufrieron empacho alguno en apoyar e incluso en promover y propiciar regímenes fascistoides y golpes militares ultraderechistas y sanguinarios, cuando así convino al establecimiento y, sin embargo, vienen sometiendo a la isla a un bloqueo (o, si lo prefieren, embargo) cuya víctima real y evidente es el pueblo cubano, y no tanto el régimen de Castro al que la desvergonzada política sirve también de motor para su retroalimentación ideológica. Ese pueblo cubano tan cultivado, tan vital, creativo y optimista, que se merece muy distinta suerte que la que le hacen sufrir la ilimitada rapacería de unos y el doctrinarismo tiránico de otros. Cualquier observador atento y honesto sabe, no obstante, discernir el muy distinto y desequilibrado potencial catastrófico que cada una de esas actitudes posee y significa. Por todo lo sumariamente dicho, tengo una razón más para seguir admirando a Belén Gopegui: a la Belén Gopegui escritora, faltaría más, y a la Belén Gopegui ciudadana comprometida con su tiempo que, equivocada o no, defiende una posición arriesgada y sostenida con honestidad envidiable. Por edad y por adscripción ideológica, estoy más próximo a sus padres, a quienes cita en un artículo que sólo en la red pude encontrar. Pero, en cualquier caso, estoy de su lado en cualquier ataque que sufra, sobre todo si es tan ruin como el firmado hace meses por una cierta columnista tuercelíneas, ya bastante denostada en este blog, cuya monjil inquina sólo puede explicar la funesta envidia del mediocre.

Wednesday, October 12, 2005

Mi entrada de ayer


Debo al improbable lector algunas explicaciones sobre mi entrada de ayer. La primera, tal vez demasiado obvia, se refiere a la fuente de inspiración. Como ya se habrá adivinado, se trata de una vieja canción con un título inusualmente largo: Tarde de otoño en Platerías. Entiéndase, pues, como un agradecido homenaje a Antonio Aguilar, Alejo León y Juan Solano, sus coautores. También a García Guirau, que con su voz atenorada la popularizó en los tristísimos años cuarenta, y a mi madre, que me la cantaba como nana:
La tarde clara
de otoño madrileño
en Platerías tomaba yo café
con tu vestido gris
entrar en el salón te vi
y al verte tan bonita
me puse junto a ti.
La tarde moría en los espejos,
soñaba el amor en los divanes
y todo yo temblé
en el momento aquel, mi bien
que todo ruboroso
mi amor te declaré.
Tarde de otoño
llena de sol de Madrid,
café de mis sueños
dónde mi amor encontré.
Ay, mil ochocientos, qué lejos ya estás de mí.
Todo pasó como una luz que yo apagué.
Tarde de otoño llena de sol de Madrid.
Alfonso XII volvía de los toros,
Julián Gayarre cantaba en el Real
y yo en aquel café
gustoso te cité, mi bien
y sueños de ilusiones
inquieto te esperé.
Las luces de gas iban creciendo,
la noche llegaba lentamente
y al no verte venir
creyéndome de amor morir
me fui de Platerías
pensando sólo en ti.
Un autor que se preciase de tal jamás haría esta aclaración, en todo semejante a la torpeza de quien explica un chiste. Pero yo, que no soy autor, puedo permitirme ese ejercicio de honestidad, que es una especie de lujo de pobre.
La segunda explicación puede ser aún más obvia: todo lo que no pertenece al esqueleto original, algo distorsionado y desviado a conveniencia del relato, son conocimientos de aficionado a la ópera, recuerdos banales de historia de bachillerato y dos euros de erudición de tipo wikipedia y similares.
Huelga decir que el jovencito Alfonso fue digno hijo de su señora madre, Isabelona la Chata, y que ascendió al trono aupado en la punta del espadón de Martínez Campos, dirigido contra la gloriosa de Salmerón, Pi i Margall y Castelar, quien, por cierto, suplicó con elocuencia a Gayarre que no se fuese de España precisamente en los días en que transcurre mi viaje al pasado. Y que rayaditos y mambises no son elementos de atrezzo folklórico. Siempre hay bellas almas progresistas excesivamente preocupadas por lo políticamente correcto: démosles caritativamente este bálsamo para culitos irritados.

Tuesday, October 11, 2005

Metempsicosis 1: Madrid, 1877



Mis amores por la canción española nostálgica obligan a que esta primera transmigración sea retrógrada. Estamos en el mes de octubre de 1877. Yo, pobre de mí, estoy sentado ante los posos de una purrela sucedánea en el madrileño café de Platerías. Mi sueldo de gacetillero no da para más. Dormito a veces, miro distraidamente a los peatones de la Calle Mayor, me impresionan poco los que entran en el salón y menos aún los que salen. En el Real, se está representando La Favorita, de Donizetti. Canta Gayarre en su más alto esplendor y le acompaña, como Leonor de lujo, Elena Sanz. La función acaba de empezar y aún queda tiempo antes de que el público estalle en previsiblemente atronadores aplausos al final del Spirto gentil y mucho más para que hasta el mismísimo Arenal lleguen los bramidos de entusiasmo que provoca el duetto final, con Leonora muriéndose en los brazos del infeliz Fernando. Un compañero del Heraldo, pinturero y juerguista, debía entrevistar hoy al tenor navarro. Alguna cita galante debió de inspirarle la idea de hacerme a mí el encargo. Una buena ocasión que se me presenta para empezar a salir de mis grisuras municipales. Pero la epifanía recién ocurrida va terminar trastocando mis planes de progresar como plumilla. Es el caso que, aturdido por la aparición inesperada, salgo del café con pasos vacilantes que no dirijo a la calle de Bordadores, o a la más próxima de Hileras, para alcanzar Arenal por la plazuela de San Ginés. Si así lo hiciese, tendría un rato para gorronear un chinchón en El Café de Levante y coronar después la entrevista que me consagraría como campeón de la prensa.
Es día de triunfos en Madrid. Lagartijo, el torero republicano que se negara a brindar un toro a Isabel II, ha despachado en la nueva plaza del Abroñigal, con elegancia suprema, dos morlacos de la ganadería de Doña Antonia Breñosa, que dirige el propio diestro. El veinteañero Alfonso XII, ecuánime, ha disfrutado de la faena del rival de su amigo, el monárquico Frascuelo y cruza ahora, en su carroza, el Parque del Buen Retiro. Corre una brisa suave. La misma que me acaricia el rostro al embocar la Carrera de San Jerónimo y perderme luego por sus bocacalles más sórdidas. Entro en un burdel, dónde me contagio del mal francés que, así que pasen pocos años, ha de llevarme a la tumba en un manigual de Camagüey. Mis parientes y amigos dirán que caí en heroica batida, a balazos mambiseños. Pero yo bien sé que mis últimos estertores van a estar provocados por las injurias impías del tercer grado sifilítico. Y todo por la fugaz visión de la Pardo Bazán entrando en el salón de Platerías enfundada en terso vestido gris que ciñe las deliciosas turgencias de su cuerpo de matrona de veintiseis años. Tímidamente, intentaba acercarme a su diván sólo para mejor contemplar su busto espectacular y el inicio de la pantorrilla que asoma por sobre sus zapatos de tafilete. Y es que Doña Emilia es mucha mujer para mí. Lo es incluso para Galdós, aunque él todavía no lo sepa.

Monday, October 03, 2005

Pepys y Baudelaire





Debo aclarar que carece el título de cualquier intención surrealista: no pretendo provocar ningún encuentro de objetos extraños entre si sobre ninguna mesa de disección. Simplemente, tenía anotadas varias ocurrencias atrasadas que hoy decidí poner al día. Acabo de registrar una de ellas (Teocracia y cara dura) y me pongo ahora a dar cuenta de las otras dos.
Una pedorra literaria del país, con decidida vocación de monja laica, acreditada a través de centenares de infumables columnas y casi media docena de novelas idiotas, ha dedicado parte de sus ocios a prestigiar aún más su suculenta firma glosando la figura del diplomático inglés del Siglo XVII Samuel Pepys, cuyos diarios han sido recientemente publicados, si no de manera completa, sí lo suficientemente amplia, en excelente traducción de Norah Lacoste. Este peculiar caballero que anotó durante diez años, en escritura encriptada con claves que tardaron casi dos siglos en ser descifradas, los acontecimientos grandes, pequeños y mínimos (pero nunca nimios) de su vida cotidiana, venía siendo, en descripción fácil y rápida, un golfo bastante ilustrado, amante del buen vino, la buena mesa y las generosas pechugas, pero también un alto funcionario sagaz y habilísimo, conocedor de los más recónditos entresijos de la política exterior, interior e íntima de la Inglaterra de sus días. Se comprende perfectísimamente que hubiera optado por proteger sus escritos de la curiosidad ajena porque, obviamente, le iba el pellejo en la tarea: tal es la naturaleza, no sólo picante, sino político-estratégica del contenido de sus memorias. Los secretos de alcoba, muchos de ellos secretos a voces, se entrelazan con las intrigas de palacio y los genuinos secretos de Estado. Fácil es entender que un sujeto con tales prendas de ninguna manera pude resultar poco interesante y tampoco antipático a una persona de bien y de talento.Cierto es que sus infidelidades, que en muchas ocasiones no pasan del recalentón a salto de mata o de la pequeña insidia cortesana, pueden retratarlo como persona de poco fiar, pero no es menos cierto que tales vilezas se intuyen bien correspondidas. Tampoco debe negarse que su respeto por las mujeres, incluida la propia, a la que arrea algún guantazo circunstancial movido por los celos, era más bien poco entusiasta. Pero tampoco esto debe desatar las iras de ninguna feminista, pues deben tenerse en cuenta no ya las costumbres de la época sino los usos y entendimientos de la propia pareja, que tampoco eran lerdos. Digamos por último que su condición de logrero, de la que no se ufana pero que tampoco oculta, no es motivo suficiente para descalificarlo, como tampoco lo son sus pretensiones algo horteras de elegancia indumentaria llamativa o sus discutibles gustos teatrales y literarios. En fin, que la reducción sumaria del personaje a un tipo autosatisfecho tan solo por sus logros sociales o a un petimetre machista, vacuo, superficial e irresponsable, es algo peor que injusta: es profundamente miope y simplista, como no podía ser de otro modo, tratándose de la autora del retrato.
Después de leer las supuestas confesiones de Baudelaire en Mi corazón al desnudo, me quedo con las de San Agustín. El de Hipona miente y transubstancia como un cerdo, pero el autor de Las flores del mal llora lágrimas de spleen sifilítico, balbucea exabruptos estériles contra los notarios de fincas y almas, se inviste de desprecio, vomita indignación y asco, y aunque no demasiadas veces es injusto, con frecuencia exhibe patetismos impostados. A fuer de ecuánimes y merecedores, por ende, de la más furiosa refutación baudeleriana, debemos reconocer los destellos de sublimidad de no pocos momentos de estos infiernos artificiales. Mantener el tipo como dandy , en lo personal y en lo literario, si es que se pueden escindir tales dolores, toda una vida y en todo momento, es una actitud tal vez heroica, pero destroza el corazón propio y alguno de los ajenos. Que se lo pregunten a Wilde. Aferrarse a una religiosidad estética, más deseperada que aristocrática, más maternal que agónica, está más cerca del tradicionalismo de Valle-Inclán (abominado por el propio poeta galaico) que del legitimismo de Chateaubriand (consecuentemente sufrido y ejercitado por el de Saint-Malo). Quizás por todo esto empiezo a tomarme más en serio la personal aversión por el dandismo que manifiesta Castilla del Pino.

Teocracia y cara dura


Al parecer, un tal Ratzinger, al que hicieron llamarse y se llama Benecicto XVI, proclama que la modernidad ha desterrado a Dios de la vida pública y lo ha relegado al ámbito de lo privado. Y añade que tal fenómeno no es un signo de tolerancia sino una manifestación de hipocresía. Lo primero comporta un diagnóstico infelizmente erróneo del actual estado de cosas, un bello desideratum que está lejos de hacerse realidad, muy a pesar de lo que el gran Nietzsche - hay también un Nietzsche enano - decretase hace más de un siglo. Lo segundo sería una majadería suprema si no resultase una desvergonzada exhibición de cara dura. La pertinacia de los católicos en general, y no solo de sus jerarquías, en volver del revés cualquier situación hace mucho tiempo que sobrepasó los límites de lo tolerable, pero esta afirmación papal desborda en billones de kilómetros cúbicos la cantidad de absurdo admisible en producto salido de ser racional. Y como tampoco puede ni debe admitirse que el sucesor de Woytila constituya un elemento del conjunto de los seres irracionales, no nos queda otra que imputarle una clara voluntad de tomar el pelo al orbe desde la impunidad de la urbe. Que nos deje en paz el Jefe del Estado Vaticano, que para teocracia nos bastan y sobran la suya, las de los ayatolas y ulemas, las de reyezuelos tribales y todas las que en el mundo fueron. Dejemos nosotros que ese constructo de muchísimo más que problemática existencia, denominado Dios, habite en el corazón de los creyentes, siempre y cuando ese bizarro capricho del espíritu sea financiado a sus expensas y no con las aportaciones de la ciudadanía.
He empezado a retomar la costumbre de escuchar Radio 2 durante la mañana laboral. Hoy me han regalado músicas de Mompou, de Sibelius y del bienamado Mozart (una casación de infancia y fragmentos concertantes del Don Giovanni, en espléndida versión in memoriam de Carlo Maria Giulini, con Wächter, Sutherland, Alva, Frick, Taddei, Cappuccilli y Sciutti en los papeles protagonistas). Muchísimas gracias, amigos.
También pude observar el eclipse de sol con unos cristales de soldador de nivel de protección 14. Belleza cósmica muy barata, pero infrecuente.

Sunday, October 02, 2005

Tres en uno




En el cincuentenario de la muerte de James Dean, ese malogrado y excelente actor que con el paso del tiempo se habría desprendido sin duda de los tics y amaneramientos Actor's Studio que afeaban su trabajo, Televisión Española emitió la película Gigante, dirigida en 1955 por George Stevens, con una Elizabeth Taylor bellísima y espléndida hasta en sus caraterizaciones de abuela, un Rock Hudson tan pan sin sal como siempre, pero muy adecuado para encarnar al simplón de Jordan Benedict II y un jovencísimo Denis Hopper, que ya apuntaba maneras, aunque sin prefigurar sus personajes antológicos de Easy Rider, Un héroe de nuestro tiempo o La matanza de Texas. Había visto yo esta epopeya familiar de ganaderos conservadores y aventureros del petróleo alcohólicos y desesperadamente enamorados en los lejanos tiempos de mi curso preuniversitario. Cuarenta y cuatro años después, he podido experimentar lo caprichosos que pueden ser los mecanismos de la memoria. Uno de los detalles que más nítidamente recordaba resultaron ser las dos lámparas de mesilla de noche de color rosado que, simétricamente inclinadas, iluminan y oscurecen la negociación sobre el futuro de sus hijos que entablan Jordan y Leslie (Hudson y Taylor), cada uno en su cama, como debe ser. Ni la llegada a Reata con centenares de vacas abrevando en la laguna, ni el primer brote de petróleo en la pequeña heredad de Jett, ni la simbólica caída ebria del magnate sobre el vacío de su megalómana convención tuvieron tan claro y distinto poder evocador como esa velada intimidad doméstica. Ahora ya sé de qué fuente han bebido los creadores de la edulcorada serie Cuéntame para plasmar las conversaciones más relevantes de los tiernos Antonio y Mercedes.
***
Hace pocos días mi mujer y yo nos hemos visto obligados a practicar una de las obras de misericordia catalogada como tal por la iglesia. No tiene demasiado interés señalar cuál de ellas, ni siquiera si era de las corporales o de las espirituales. Mientras la estábamos realizando, me acordé de una de las anécdotas que Ángel Sopeña cuenta en El florido pensil, manual de evocaciones del espíritu nacionalcatólico que nos maleducó. Un compañero del autor, interrogado en clase de religión por las obras de misericordia, enumeró entre ellas la muy notable de dar por saco al peregrino, en obvia e involuntaria confusión con la de dar posada al peregrino. Tomando el rábano por las hojas y con la petición de disculpas de rigor, me permito ponerme facilón en demasía y ofrecer esta relación alternativa de contrapreceptos misericordiosos:
Corporales
1. Darle jalapa al hambriento
2. Darle salmuera al sediento
3. Violar al desnudo
4. Injuriar a los enfermos y presos
5. Dar por saco al peregrino (copyright, amigo de infancia de Ángel Sopeña)
6. Olvidar al cautivo
7. Enmerdar a los muertos
Espirituales
1. Insultar al que no sabe
2. Dar largas al que lo necesita
3. Incitar y aplaudir al que yerra
4. Vindicar las injurias
5. Putear al triste
6. Castigar con cólera las flaquezas del prójimo
7. Maldecir a los vivos y a los muertos
Abuso de la confianza y me pongo aún más facilón. Son los jerarcas y súbditos herederos de los primitivos formuladores de las obras de misericordia, tal como las recogen los catecismos, los mejor cualificados para ejercer estas otras que yo, sin ninguna pretensión diabólica, expongo no sin advertir que alguna de ellas podría, en verdad, proponerse como plausible y muy ética norma de conducta.
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Leyendo una colecta de sátiras, apotegmas y aforismos de Swift, extraídos muchos de ellos de Los viajes de Gulliver y otras obras del autor, pienso una vez más en lo difícil que resulta dar credibilidad a la condición religiosa que proclaman y reclaman algunos de los más conspicuos e inteligentes cascarrabias de la historia de la literatura. Ese clérigo racionalista, gruñón y malhumorado, de ningún modo puede admitir a Dios y menos aún a las religiones establecidas. El caústico ingenio de A modest proposal... es incompatible con cualquier profesión de fe y, en esa medida, Swift y otros predicadores propician las imposturas.