Thursday, October 14, 2010

París, Holandés Errante y Monet



Celebramos en París la fiesta patriótica de los inciviles abucheos. Disfrutar de la contemplación alelada y senil de los nietos es un reclamo poderoso para viajar a Lutecia. Pero, además, había en la capital gabacha acontecimientos artísticos de muy alto copete que merecían el esfuerzo. En Bastilla se representaba el sábado pasado un tentador Holandés y en el Grand Palais se ofrece al público una suerte de "Todo Monet" merecedora del tópico de la visita obligada.

Por pudor, omitiremos los apartados relativos al desvarío abuelístico y comenzaremos por glosar a nuestra manera la soirée wagneriana del sábado. Por tercera vez, en diez años, la Ópera de Paris decide ofrecer al público esta producción de Willy Decker, que se estrenó en el año 2000 y se volvió a presentar en 2002. La propuesta de Decker es, en mi humilde opinión, deudora de la de Harry Kupfer, que tanto ruido armó en el Bayreuth de 1978. En efecto, tanto el berlinés (Kupfer) como el renano (Decker) hacen compartir el mismo espacio escénico al buque fantasma de casco negro y rojo velamen y al pudibundo hogar de la familia Daland; uno y otro, con discutible criterio, sustituyen la inmolación mística de Senta en pro de la salvación del holandés, que eleva a ambos a las regiones celestiales, por un suicidio seco de la heroína, sin ascensión ni redención explícita. Sin embargo, la propuesta de Decker, luminosa, colorista, delicada, bellísima, supera, a mi modesto entender, a la tenebrosa y tremendista creación de Kupfer. El juego de luces obra en el escenario de la Bastilla auténticos milagros de creación de espacios, ambientes, profundidades y cercanías muy alejados de los agobiantes y obsesivos reductos kupferianos.
En cuanto a las voces, la soprano canadiense Adrianne Pieczonka compone una Senta sobria y sensible, sin aspavientos delirantes ni excesos hiperdramáticos; el veterano Matti Salminen, tan curtido en roles de bajo wagneriano, cumple a la perfección con las exigencias vocales y psicológicas del mezquino Daland; el suizo Klaus Florian Vogt, con muy bella y bien timbrada voz de tenor lírico, hace un Erik tierno y valeroso, templado y viril: su dedicación a otros roles wagnerianos de mayor fuste heroico no impide que se le pueda imaginar preferentemente como tenor mozartiano de gran solvencia y así lo acredita su carrera; James Morris, algo por debajo de sus excelentes dotes de barítono bajo, se mostró un tanto apagado en su difícil desempeño del rol protagonista: se superó con creces en las secuencias finales y logró el reconocimiento de un público entusiasmado que aplaudió con verdaderas ganas tanto el conjunto de la representación como las aportaciones de cada uno de los intérpretes. La Orquesta y el Coro de la Ópera de París exhibieron una calidad y una eficacia que nada debe envidiar a las más señeras formaciones germánicas.

El propósito totalizador de la exposición de Monet en el Grand Palais se cumple con largueza. No recuerdo haber contemplado otra muestra con mejor dedicación ni mayor intensidad. Un trabajo sistemático y minucioso y una inteligencia organizativa nada común por parte de sus realizadores hacen que el recorrido por todas las salas y cada uno de los cuadros se convierta en una experiencia gozosa y reconfortante. Con extrema habilidad, los órdenes cronológico, espacial y temático se ensamblan, se combinan y se complementan para que el visitante se vaya apercibiendo con facilidad y satisfacción insuperables de la inmensa riqueza estética del primer paladín del movimiento impresionista, desde sus pasos iniciales como caricaturista de pequeña ciudad normanda a la sublimación última de sus visiones londinenses y venecianas o de la cosmogonía gigantesca de los nenúfares invasivos. La exposición va a permanecer abierta hasta el último tercio del mes de enero del próximo 2011. Cualquiera que sea el motivo de su viaje a París, reserven, queridos amigos, un hueco generoso para ver este prodigio.