Friday, June 29, 2007

París, febrero de 2001


OTRA VEZ PARÍS

Desde noviembre estaba programada una visita a Sara y con tan tierno propósito y antelación tal vez excesiva, se reservaron y adquirieron billetes de avión por internet. Afortunadamente pudieron utilizarse con buen fin.

Hubo ya algún retraso en la salida del avión en el aeropuerto de Vigo y más aún en la de Barcelona, pero pudimos llegar con buen pie a Orly, pasadas ya las once de la noche. Nos esperaba Sara con bastante entusiasmo. Tuvimos algún problema para que un taxi aceptase llevarnos a los cuatro, aunque, finalmente un martinicano accedió a realizar el supuestamente engorroso transporte, colocándome, eso sí, su anorak encima de mis rodillas, lugar sin duda más incómodo que el asiento que previamente ocupaba. Tras recorrido veloz por el periférico, atravesamos la puerta de Vicennes, enfilamos el Cours homónimo, llegamos a la amplia plaza de Nation y tomamos, por fin, el Boulevard Charonne en el que radica la casa que nos sirvió de alojamiento esta primera noche.

A la mañana siguiente, pastoreados por Sara, nos trasladamos al distrito 5º, el dulce barrio latino, en el que la niña disfruta de un apartamento muy apañadito, a menos de doscientos metros del panteón de franceses ilustres, en una semiesquina de la Rue Souflot, que desemboca en la verja de los Jardines de Luxemburgo, empalmando con el socorrido Boulevard Saint Michel. ¡Qué inmenso alivio!

Apenas colocadas las maletas y desvelados los trucos de manejo de muebles y utensilios, nos echamos otra vez a la calle. Fotografiamos el Panteón desde las puertas de la vieja Facultad de Derecho, dimos la espalda a la Iglesia de Santa Genoveva, bajamos por la calle de la Montaña de la misma santa, cruzamos la Rue des Ecoles y por una recoleta calle alcanzamos el Sena a la altura de Nôtre Dame. El atrio del templo estaba atestado de gentes variopintas, con mayoría de españoles y japoneses. Un breve paseo por las cinco naves nos permitió admirar vidrieras, rosetones, policromías, pinturas y esculturas. Daniel exhibió vagas remembranzas de sus trabajosas luchas con el Arte de C.O.U.

Por el boulevard central de la Cité nos fuimos acercando al imponente conglomerado del Palacio de Justicia, cuyos pesantes muros, como es sabido, rodean y encriptan esa pequeña joya del gótico luisiano conocida como la Sainte Chapelle. Hubo que guardar bastante cola para llegar a las taquillas de venta de entradas y, por fin, disfrutar, de las dos magníficas plantas, destinadas al pueblo la baja y a la nobleza la elevada, como no podía ser de otro modo. Imposible escudriñar las infinitas imágenes que decoran las vidrieras de la planta noble y que narran la historia sagrada desde el inicio de los tiempos bíblicos hasta el juicio final, pero esa limitación no incomoda ni frustra.

Abandonamos la isla por el Pont-au-Change, y continuamos, girando a la derecha, hasta la explanada del Hôtel de Ville, en la que, además de los tradicionales tiovivos, se ha instalado una pista de patinaje sobre hielo, para deleite de la muchachada parisina, que si no tiene patines ad hoc, debe pagar cincuenta francos por el alquiler de unos de propiedad municipal. Metidos en plena Rue de Rivoli, con el Marais a nuesta izquierda y el Sena a nuestra derecha, avanzamos en dirección a la Plaza de la Bastilla, de históricos soliviantos. Sin solución de continuidad, la Rue de Rivoli pierde su refitolero nombre y se convierte en Rue de Saint Antoine. No puede menos que sonreír al recordar las vehementes explicaciones, sobreactuadas de gesto y entonación, de mi difunto profesor de Derecho político, José Pérez Montero, alias Pepito Grillo:

- “Los carros se apresuran por la calle Rivoli, la multitud les sigue vociferante, se llega a la calle de San Antonio, la Guardia Nacional dispara. ¡Cae el primer muerto…!”

No hay gorros frigios, no hay escarapelas tricolores, no hay descamisados, no se ve a la Guardia Nacional. Pero me salta a los ojos el rótulo de una tienda de Harmonia Mundi, con su inconfundible logotipo. Cruzo la calle, miro el escaparate y descubro a primer golpe de vista la recién salida versión de Dido y Eneas, de Purcell, dirigida por René Jacobs y cantada por Lynne Dawson, Rosemary Joshua y Gerald Finley, con la Orquesta del Siglo de las Luces. Entro, la merco y el dependiente, excelente vendedor, me coloca también Venus y Adonis, de Blow, maestro de Purcell, grabada el mismo día, con la misma orquesta e intérpretes y el mismo director de la ópera anterior.

Empiezan a caer copos de nieve. No queda más remedio que refugiarse. Un providencial restaurante italiano nos da cobijo. Sara y Daniel siguen conservando el paladar adolescente y disfrutan con falsas pizzas de confección industrial, aunque el dueño del establecimiento jurase por su madre que eran de fabricación artesanal y casera. El vino que acompaña al menú es bastante infame.

Al salir del restaurante, ha cesado de nevar, pero el cielo no tiene buena cara. Vamos hacia la Plaza de los Vosgos y pronto empieza a caer una lluvia fina y penetrante. A pesar de ir detrás, Daniel y Mariné nos pierden de vista a Sara y a mí. Momentos de confusión, reencuentro en la esquina noroeste de la plaza y pequeña bronca irracional. La inevitable visita a la casa de Víctor Hugo se hizo con calma y sosiego. Parece ser lugar no demasiado frecuentado por la turba turística: los vigilantes de las distintas estancias casi dormitan su aburrimiento. Tenía el prócer de las gabachas letras una buena colección de pintura de la época: Henner, Boulanger, Fantin Latour, Trebuchet (que debió de ejercer como retratista oficial de la familia), Grasset … De las paredes actuales, que simulan conservar el primigenio tapizado en tela, cuelgan también múltiples versiones de la gitana Esmeralda, de Nôtre Dame de Paris, debidas a la paleta de Gustave Brion y algunas telas del propio Hugo, que muestran una clara vocación de pintor alegórico. De ninguna manera podía faltar la célebre escultura que Rodin dedicó al novelista, no se sabe si por su condición de tal o por la de padre de su amante, la infortunada Adèle Hugo. Desde uno de los balcones, con espléndidos cortinajes de color bermellón, fotografié a Sara con la Plaza de los Vosgos de fondo. Sorprendentemente, la fotografía salió muy bien.

Faltaba ya poco para las cuatro de la tarde. En el cercano Teatro de la Bastilla estaba programada para las seis una representación del Parsifal de Wagner, con estrellato de relumbrón (Plácido Domingo, Violeta Urmana…). No me había sido posible reservar la entrada por la red y quise probar la suerte de última hora. Así que, pacientemente, me coloqué en una cola no muy numerosa, que se iba alargando poco a poco. Llegaron las cinco y también las seis, pero no hubo manera. Envidié a los ciudadanos que, provistos de su localidad, iban entrando con elegante disciplina en el recinto de los elegidos. Entre ellos pude reconocer al periodista castizo que responde al nombre de Luis Carandell y al talludo cantautor Raimón, juglar de nuestra roja juventud dorada. Mariné, Sara y Daniel pusieron su buena voluntad de ayudarme parlamentando con un revendedor ful, lamentablemente sin buen éxito. Bajo una lluvia no por fina menos pertinaz, me puse como pude el rabo entre las piernas y todos juntos volvimos al apartamento de la calle Paillet. Ya de anochecida, cenamos a la francesa en un restaurante cercano. La camarera se equivocó con los pedidos y pescó un mosqueo franchute y sordo al reclamarle la corrección del error. Sara y Daniel se fueron de marcha y los mochuelos ancianos regresamos a nuestro carrocesco olivo.

La mañana del domingo amaneció gloriosa. Lucía un sol espléndido y la nieve, que no había cuajado, reposaba, sin embargo, en los capós de los coches. Ya en la calle, Mariné decía, y no le faltaba razón, que era aquél uno de esos momentos gozosos en los que se vive por instantes una sensación de plenitud que se nos antoja irrepetible. Volvimos a bajar por la calle de la Montaña de Santa Genoveva y al llegar a Ecoles, torcimos a la derecha para ver en Bernardines la residencia estudiantil en que se alojarán los alumnos de Beade en su teatral viaje próximo. Nos encandiló la fachada principal de la Escuela politécnica, con su balaustrada de hierro forjado, cubierta de vegetación, y descubrí en el recoleto cul de sac que hace Bernardines el Hotel Henry IV, muy de tener en cuenta para futuros viajes por su excelente ubicación y recogido encanto.

Siempre a pie, seguimos el curso del Sena por su margen izquierda. Se empezaban a abrir los puestos de venta de carteles y libros viejos, ante los que ratoneamos discretamente. Cruzamos por el Pont des Arts, entramos en el patio principal del Louvre, rodeamos las pirámides de cristal y salimos a Rivoli. Era de todo punto imprescindible la visita rápida a la muy bella y napoleónica Place Vendôme y cumplimos con el rito.

Habíamos quedado con Sara y Daniel para comer en el diminuto restaurante cubano Little Havanna, muy cerca del cruce de la Rue Sevigné con Saint Antoine. Por distintas razones, llegamos todos al punto de encuentro algo más de diez minutos antes de la hora concertada. Regenta el chiringuito habanero una pareja compuesta por negro zumbón y blanca trigueña, confianzudo y embromador él, más adusta, pero hermosa y sugerente ella, entre los que se libraba una sorda y leve disputa doméstica por motivos difíciles de adivinar. Estaba bastante bien aderezado y sabrosón el plato de puerco a la miel, con guarnición de dátil, arroz y frijoles que me metí entre pecho y espalda.

Daniel y Sara habían olvidado la cámara de fotos y Mariné se empeñó en que fuésemos a recogerla a la casa de Sara. No hubo otro remedio. Con la cámara en la mano, reencontré a Mariné y Daniel en un cafetón de Bastilla y, desinformada y estúpidamente, nos pusimos a esperar que pasara el autobús 87, que no circula los domingos, para que nos llevase a las cercanías de la Torre Eiffel y satisfacer así danieleras apetencias. Después de soportar una cola respetable, aunque de evolución bastante rápida, nos encaramamos en los ascensores hasta llegar a la última plataforma practicable del ferial y tópico monumento.

Después de una travesía en metro algo complicada, encontramos a Sara en calle muy próxima al restaurante en que nos habíamos citado, La Dame sans gêne, por la zona de la Plaza de la República, creo recordar que en la Rue Charlot. Los muchachitos que manejan el cotarro en este curioso pesebre exhiben plumaje multicolor y abundante, son unas locas despendoladas y alegres como cotorrillas juguetonas. Practican, además, una saludable costumbre, nada frecuente en tierras galas, que consiste en incluir en el menú un vino tinto muy honrado y correcto, a discreción del consumidor en cantidad. Salimos del lugar satisfechos y confortados.

El lunes volvió a llover, pero sólo por la tarde y más calmosa y brevemente. Hicimos por la mañana el recorrido habitual hasta Ecoles y Bernardines porque Mariné quería confirmar algunos detalles sobre las reservas hechas para sus alumnos en la residencia de estudiantes. Poco después, fuimos al encuentro de Sara y Daniel en la tienda de discos de fnac del Forum des Halles, esa discutible obra urbanística de Bofill. Allí se despachan entradas para muy diversos eventos, entre ellos la exposición Picasso erótico, abierta en el Jeu de Paume. Tampoco aquí hubo suerte: las entradas se despachan con cuarenta y ocho horas de antelación y, además, los lunes cierran todos los museos de París.

Lucía el sol y dimos un paseo hasta la explanada situada entre el Louvre y la Place Concorde. La noria del milenio, que en su girar simula tener como eje el obelisco, ofrece una buena imagen. Con el despiste de la contemplación fuimos objeto de una pequeña estafa por parte de un grupo de senegaleses, pretendidamente recaudadores de ayudas para la infancia africana. Retomamos después la rive gauche hasta llegar a Saint Germain des Prés. Los sartrianos Deux Magots y Flore siguen en su sitio, así que decidimos almorzar en un restaurante cercano supuestamente especializado en comidas magrebíes. Sara y Mariné se hartaron de cuscús y Daniel y yo optamos por platos más conservadores. Antes de volver a casa nos dio tiempo a comprar unos brioches y de adentrarnos en los Jardines de Luxemburgo para ver de cerca el Palacio del Senado y la estatuaria que en tiempos decoró los pensiles de María de Medicis.

Había una cita con la profesora de español del Liceo en que trabaja Sara para concretar aspectos técnicos de la representación teatral que Mariné y sus alumnos tienen programada para el mes de abril. El tal Liceo queda bastante al este, en el Cours de Vincennes, más allá de la plaza de Nation. Ni Sara ni la hispanista pudieron ser puntuales y hubimos de esperar más de veinte minutos a la puerta del centro, con un frío que se cagaba la perra. Al final todo discurrió de buena manera y parece ser que el encuentro resultó provechoso y útil.

Otra cita, en la fuente de San Michel, a las siete de la tarde, con los amigos de Sara también se cumplimentó con buen fin. Tomamos unas cervezas en un bareto de la plaza, ellos se quedaron algún tiempo más y yo me fui andando al teatro del Palais Royal, en el que tenía entrada de primerísima categoría para el concierto de la soprano británica Lynne Dawson, que comenzaba a las ocho y media. En lugar aparte, se hará la correspondiente reseña del evento, que, de algún modo, me consoló de la frustración wagneriana de dos días antes.

No eran aún las diez y media cuando salí de la sala de la calle Montpensier. Por Rivoli me fui acercando hasta la bella iglesia de Saint Germain l’Auxerrois, con su singular y cautivadora torre exenta. Recuerdo haber escuchado en esta iglesia, en otro viaje a París, un concierto de cámara con programa exclusivamente mozartiano. Crucé el puente y en el Quai des Grands Augustins pude ver de paso muy tentadoras tabernas pequeñas y relativamente bien pobladas, con vino decente en sus garrafas. Resistí las tentaciones y llegué a casa suficientemente temprano para encontrar a Mariné despierta y aún dispuesta a la parrafada.

Pensamos en aprovechar la última mañana que nos quedaba para recorrer el Cementerio Père Lachaise, verdadero osario de ilustres muy próximo a la casa en que se alojaban Daniel y Sara. Los fuimos a buscar temprano, pero Daniel no quiso hacer homenajes a nadie.

Desde Abelardo y Eloisa hasta Jim Morrison, pasando por Molière y Balzac, los despojos de luminarias se suceden con profusión difícil de agotar en una sola visita. La más improbable y, por tanto, la más poética de las tumbas es precisamente la que se atribuye al monje filósofo medieval Abelardo y a su discípula y enamorada Eloísa, inspiradores ambos de tanta literatura romántica. El folleto que facilitan a la entrada aclara que los restos de Rossini y de Bellini – lástima para los visitantes melómanos – fueron trasladados a Italia, aunque se conservan sus respectivas construcciones funerarias; para colmo, las cenizas de Maria Callas fueron esparcidas sobre el Egeo, conservándose en el columbario tan sólo la urna que les sirvió de primer receptáculo. Molère y Lafontaine descansan paredaños y los cinéfilos dejaron su inscripción impresa en la fosa conjunta de Ives Montand y su compañera Simone Signoret. La tumba de Sarah Bernardt es difícil de encontrar y la de Oscar Wilde se ubica en la parte más empinada del camposanto. Tiene un panteón ostentoso el arquitecto Hausmann, remodelador de París, y la avenida noreste, que constituye uno de los ángulos del recinto, está dedicada a los mártires de los campos de concentración, a los héroes de la resistencia, a los fugitivos de la barbarie incivil española, caídos también por Francia, y a militantes destacados del Partido Comunista francés, entre ellos el poeta Paul Eluard.

Cumplidos los deberes con los muertos, recogimos al vivo Daniel y tras espera no precisamente breve un taxista portugués nos condujo al aeropuerto de Orly, dónde Mariné se aprovisionó de quesos y de patés y tuvimos tiempo de aburrirnos a satisfacción. Algo parecido ocurrió en Barcelona. A pesar de todo, a las siete ya estábamos regresados y nuestro hogar vigués nos esperaba acogedor como un claustro materno. El viaje, bastante feliz después de todo, había concluido.

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