El conocido tópico de las segundas partes no resulta aplicable a esta continuación de las malignidades del monstruoso protagonista de El silencio de los corderos. Un Hannibal Lecter, huido de las mazmorras y libre de bozales, pasea su diabólica figura por las prestigiosas y bellísimas calles de Florencia. Su partenaire, en rol actual de obligada perseguidora, es una Clarice endurecida y aún más sabia, pero igualmente marcada por una imperturbable rigidez moral presbiteriana, aunque en absoluto lastrada ya por su condición de pueblerina. Las bachianas Variaciones Goldberg siguen ilustrando el perverso refinamiento del malvado, reforzadas ahora con un ingenioso y, pese a todo, bello pastiche operático, especialmente compuesto para la ocasión por Hans Zimmer sobre
Las truculencias son más audaces, aunque no de tan tremendo impacto como algunos impresionables predican: ni sanguinolentos colmillos retorcidos de jabalíes enfurecidos, ni destape de bóveda craneana son para provocar infartos.
Magistral, como era de esperar, el curtido Anthony Hopkins y muy convincente, además de hermosísima, la semipelirroja Julianne Moore, que interpreta con eficiente y erótica contundencia a
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