Thursday, July 05, 2007

Rabos de lagartija (2000)


Había comenzado la lectura de la última novela de Juan Marsé a principios del verano. La interrumpí para comenzar otras, vinieron las vacaciones, me cayeron en la mano nuevos libros y hube de terminar esta obra singular y perfecta bien entrado el mes de octubre.

De siempre tuve a Marsé entre mis favoritos contemporáneos. Hace ya muchos años que Encerrados con un solo juguete me había impresionado y que Últimas tardes con Teresa me había corroborado la impresión primera. Si te dicen que caí fue definitiva: recién iniciada la segunda mitad de los setenta, esa grandísima novela me convirtió en incondicional del Pijoaparte. Las colaboraciones del maestro autodidacta en la inolvidable revista Por favor complementaron con otros matices mi admiración ya madura.

En Rabos de lagartija, retoma Marsé su universo de la Barcelona menestral de postguerra y le da una nueva vuelta al inagotable carrusel. Con acrisolado y refinadísimo estilo, con una madurez narrativa apabullante, con una sabiduría formal infinita, estructura Marsé un relato verista hasta lo brutal, tierno hasta el estremecimiento, imaginativo hasta lo onírico, que cautiva al lector con una intensidad difícil de soportar sin desasosiego. Que el narrador de las desdichadas historias del inquisitivo adolescente David y su desdichado, obeso y mariquita amigo Paulino, del amor resignado, que nada redime, del retorcido policía Galván por la nada resignada maestra pelirroja y de esta por su marido forajido, el ácrata Victor Bartra, con la imagen siempre viva del heroico piloto irlandés, sea el feto que flota en el vientre de la pelirroja, no es una argucia caprichosa. Se trata de una utilísima metáfora y de un instrumento literario de eficacia certera.

La reparación de la culpa mediante la entrega a la verdad sin retoques posibles ni concesiones a ninguna moral, sea ésta de venganza, de supervivencia o de estricta justicia, constituye el trágico epílogo de esta nueva pieza maestra de este barcelonés, que a los sesenta y muchos años cumplidos, conserva la clara y limpia visión del más tierno y golfo niño de la sórdida época que le tocó vivir.

Abundan en la novela fogonazos impresionistas, de fuerza cinematográfica: fundidos, encadenados y flashbacks de rotunda expresividad. Pero todo ello es lo de menos, si consideramos la grandeza monumental de la materia narrada. No son hipérboles, lo juro.


Años después, apareció en el mercado "Canciones de amor en Lolita's Club", otra obra maestra del maestro Marsé.

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