José Avello es un ciudadano nacido en Cangas del Narcea, que se licenció en
Jugadores de billar es, entre otras muchas cosas, la historia de unos cuantos fracasos vitales. Los tres amigos, Álvaro Atienza, Floro Santerbás, y Rodrigo de Almar, a los que debemos añadir un cuarto, narrador omnisciente cuya identidad jamás conoceremos, un advenedizo, Manolo Arbeyo, el villano del relato, y una nutrida tropa de agonistas, en absoluto secundarios, van trazando unas derrotas vitales, a través de las que surgen insospechados entresijos de toda una sociedad, que tienen sus raíces en un pasado no por remoto menos actuante. La dolorida y laberíntica alma del jorobado Atienza y su pregnante pasión amorosa, la bonachona y lúcida camastronería de Floro Santerbás, la indiferencia vital de Rodrigo de Almar podrían ser las caracterizaciones primarias de los jugadores: el juego va, empero, bastante más allá de estas elementalidades. La trama que se va urdiendo pose una complejidad sólo aparentemente contradictoria con la escasez de acontecimientos que pueblan la gris cotidianeidad.
Llama la atención el tratamiento de las figuras femeninas del relato: señaladamente, la joven, simbólica, pura y exenta Verónica Galindo, objeto del pasional desvarío de Álvaro Atienza, pero también la desdichada Adelina Valle, la generosa Mari
O la memoria me empieza a crear espejismos o un tal Vicente el Ciclista existió en carne mortal en el Oviedo de mis años mozos, con idéntico nombre, apodo y atributos físicos que los del correveidile de la novela. Y, aunque Floro Santerbás, como el resto de los personajes es, si no un arquetipo, sí, al menos, un característico, para mí que tiene más de catorce puntos de encuentro con el jocundo y enorme Ignacio Gracia. Si a esto se añade que al catedrático Sema sólo una ele le falta (y una eme le sobra) para literalmente ser el personaje real que evoca, no sería aventurado mi barrunto de que hay similitudes con la fauna humana ovetense realmente existente que van más allá de la mera coincidencia casual.
No quiero terminar sin destacar dos rasgos que me parecen de particular relevancia: Jugadores de billar no es, en absoluto, una novela erótica, ni de modo alguno podría ser encasillada en el género humorístico, pero cuando en algunos oportunísimos momentos se arranca por esos difíciles registros, lo hace con soberbia y original maestría. El humor, por cierto, tiene inconfundible sello local, a la vez fino y ácido y, pese a todo, amable, es decir, genuinamente ovetense. Por lo demás, está estupendamente bien escrita, con una prosa elegante, sobria y eficaz, a la que ni tan siquiera alguna mínima redundancia logra deslucir.
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