Soy del parecer de que libros imprescindibles, lo que se dice verdaderamente imprescindibles, no hay ninguno, o casi ninguno. Es necesario leer libros, incluso puede resultar conveniente leer muchos libros. Ahora bien, qué concretos libros se pueden y deben leer y cuales de ellos de manera inexcusable son cuestiones bastante fuera de lugar. Ello no obstante, con las cautelas necesarias, se puede, en ocasiones, recomendar algún libro determinado para concretos destinatarios individuales o colectivos. Con estas necesarias prevenciones, me atrevería a recomendar con muy razonable convicción el libro de Nicolas Sartorius y Javier Alfaya La memoria insumisa, en primer lugar, a todos aquellos que de una u otra manera han participado en la no del todo estéril lucha contra el franquismo, para que no sólo no renieguen de su esfuerzo sino que puedan sentirse justamente satisfechos de él; en segundo lugar a todos los que por convicción, conveniencia, comodidad, pusilanimidad de carácter, indecisión, confusión mental o temperamento acomodaticio no hayan hecho ni dicho nada en contra del ominoso régimen anterior; y, en tercer lugar, a quienes, por ser felizmente jóvenes, no conocieron al sátrapa más que por los libros de texto. ¿Por qué tan amplio abanico de destinatarios después de las preliminares prevenciones?. Por la sencilla razón de que el franquismo fue, entre otras muchas miserias, un régimen odioso, vil y envilecedor, tanto desde el punto de vista político como ético y estético. Y este libro es de los muy pocos, quizás el único en el momento actual, que se atreve a poner negro sobre blanco estas necesarias –socialmente imprescindibles, diría yo- verdades del barquero. Resulta ciertamente vergonzoso que incluso desde ciertos sectores de la izquierda oficial, se omita con falsa prudencia cualquier alusión a tan oscuros años, de modo que resulta hasta políticamente incorrecto calificar de bárbara y cruel dictadura sangrienta al sistema político instaurado tras la victoria del ejército sublevado contra la legalidad republicana. Calificar de régimen autoritario o incluso de democracia imperfecta al régimen del general ferrolano constituye no sólo irresponsable veleidad sino imprecisión histórica de calibre grueso. Desenmascarar esta patraña es el loable propósito que anima a los autores de este libro justiciero. Los propios autores insisten en que no se trata de abrir viejas heridas cicatrizadas ni de remover posos del torbellino de la historia. Afortunadamente, vivimos en una democracia felizmente consolidada, con evidentes desequilibrios e imperfecciones, pero perfectamente homologable a cualquiera otra de su entorno y la sociedad española ha alcanzado niveles de madurez y de tolerancia que garantizan razonablemente una convivencia pacífica y armónica (*). No se trata de poner en peligro estos logros sino de evitar otro peligro grave: el de que por querer olvidar nuestro pasado alguien nos pueda obligar a repetirlo. Conviene no perder la memoria histórica y conviene llamar a las cosas por sus nombres: a la dictadura despótica, retardataria, cruel y siniestra con ese nombre y esos calificativos se le debe recordar.
Parece fácil distinguir la mano de cada uno de los autores a lo largo de los distintos capítulos del libro. Si esta impresión no nos confunde, la aportación de Sartorius es más extensa y política; la de Alfaya, más breve, aborda los aspectos socioculturales con solvencia e incluso galanura. No es Sartorius un buen estilista: ni falta que le hace. Su prosa, de trazo grueso y con tics de informe para el comité comarcal, resulta, sin embargo poderosamente eficaz, aleccionadoramente descriptiva y con gran capacidad de síntesis impresionista. No me parece justo un reproche que le hizo Joaquín Estefanía en la crítica, por lo demás muy elogiosa, publicada en las páginas de El País. Echaba de menos el ex-director del prestigioso diario madrileño una referencia crítica a las dictaduras comunistas. La condición de viejos militantes del PCE de los autores no les ha impedido manifestar expresamente sus nada ambiguas opiniones adversas sobre tales regímenes ni tampoco sobre los estilos directivos y prácticas antidemocráticas de los distintos dirigentes del Partido en España y en el exilio.
Es estrictamente opinión personal mía que sobrevalora Sartorius el innegable papel de Comisiones Obreras en el progresivo deterioro estructural e institucional de la dictadura. Siendo, a mi parecer, muy importante la dimensión sociopolítica de este sindicato, no la creo, sin embargo, tan decisiva y determinante como Sartorius la dibuja, en una apreciación tanto más comprensible cuanto mejor conocemos la poderosísima influencia que este aristócrata rojo ejerció en tan transformador movimiento obrero, hasta el punto de haber sido una de las figuras claves de su evolución y uno de los míticos encausados en el proceso 1001.
(*) No se atrevería hoy este humilde servidor de ustedes a formular con seguridad la misma afirmación, teniendo en cuenta que un PP rebeco y asilvestrado conserva aún diez millones de votantes fieles.
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