Curioso que la película Carrington, no exenta de ñoñería de campiña inglesa (Emma Thompson incluída), haya popularizado de alguna manera la figura de Lytton Strachey, uno de los ingenios más brillantes de la literatura inglesa de todos los tiempos. Si su extensa biografía de la reina Victoria, demoledora aunque no del todo exenta de cierta británica complacencia, me impresionó, las minibiografías que se dibujan en Retratos en miniatura me fascinaron definitivamente, hasta el punto de llegar a figurárseme que algunas de las mejores páginas del grandísimo Borges no son otra cosa que traducciones estilizadas de Strachey. Resultan especialmente memorables la modernidad radical con que se perfila a Boswell, el redondo joyel de orfebrería finísima que enmarca el retrato del abate Morellet y la quintaesencia irónica y “malgré-lui” volteriana que se desprende del ajuste de cuentas del President De Brosses.
Hay antecedentes, próximos y remotos, en este difícil arte de las semblanzas comprimidas y, entre ellos, quizás el más notable sea Marcel Schwob, antologizado por el mismo Borges. Pero Strachey, sin perder la condición de maestro de estilo, afina aún mejor su instrumento. Y es que estos sensitivos, además de insoportables, son, en ocasiones, muy sutiles.
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