Tuesday, April 24, 2007

Valores, soberbia y simpatía

Jamás me habría imaginado escribiendo sobre operaciones bursátiles (grandes, pequeñas o mínimas) y sigo sin poder imaginarme incurso en tamaño despropósito. Mi osadía tiene límites escasos, pero los tiene y un elemental pudor me impide hablar de algo sobre lo que tengo los mismos conocimientos que sobre cálculo infinitesimal, es decir, absolutamente ninguno. No voy a hablar, pues, de la Comisión Nacional del Mercado de Valores, sino de quien hasta ayer fue su polémico titular, Don Manuel Conthe. Este caballero de aspecto recio y contundente, con cierto aire de duro contradictorio de película con pujos de sutileza, es una tentación para cualquier profesional o simple aficionado del fotomatón literario. Los surcos y las anfractuosidades de su rostro de piel dura y áspera no parecen, lamentablemente, estigmas de trabajos forzados a pleno sol ni cicatrices de enconadas batallas, sino secuelas de pertinaces y muy severas eflorescencias de acné juvenil. Su mirada acuosa y sus ojeras de insomne delatan una melancolía muy controlada que en nada se contradice con el aplomo y la arrogancia de un triunfador absoluto. A un varón de tal formato se le nota mucho que jamás pudo albergar en su cráneo bien amueblado la más mínima duda acerca de su excepcional valía, y esta seguridad berroqueña hubo de verse siempre reforzada y especularmente confirmada en el gesto de sus interlocutores. En su comparecencia de ayer exhibió capacidad discursiva, voz bien timbrada, aromas de soberbia y garbo para el desplante y el envite de salón. Sobreabundó en citas, desde Gracián a Kavafis, desde el refranero francés a Lope de Vega, desde Castán Tobeñas a Indalecio Prieto. Estos arriesgados saltos referenciales apenas tiñeron de pedantería y sí salpicaron de cierta gracia su pugnaz exposición. Lástima que el punto más fuerte de sus argumentos haya sido la condena del positivismo jurídico, traducida en la exigencia de que el gestor público eficaz y resolutivo necesite no sólo aplicar la ley con firmeza y eficiencia sino interpretarla adecuadamente para obtener los legítimos fines que el propio gestor entiende justos y benéficos. Una experiencia funcionarial añeja y con mucha costra me hace muy refractario a tan autocomplaciente y autorreferido canto al sol. Tal vez justo ahí esté la clave de que una brillantísima soflama parlamentaria haya, paradójicamente, defraudado a tirios y a troyanos. Y es que, en política, los juegos de artificio sólo deben hacerse tras haber ganado las batallas con fuego real. Por lo demás, me satisfizo mucho que un individuo con todas las papeletas y pronunciamientos previos para resultar antipático y cargante, me haya parecido un orador atractivo y sugerente, con quien no me importaría pasar unas horas tomando copas e intercambiando consideraciones.

Tuesday, April 10, 2007

Recurso y sentencia


La transcripción que voy a hacer a continuación del recurso interpuesto por un condenado en juicio de faltas ante una Audiencia provincial contra sentencia de un Juzgado de Primera Instancia e Instrucción, y de la subsecuente sentencia de la tal Audiencia provincial que resuelve sobre el dicho recurso, no es susceptible de comentario alguno. Recurso y sentencia glosan por si mismos esos hechos singulares en los que la realidad supera al arte. El condenado recurrente merece los premios Mariano Cavia, Ortega y Gasset e incluso el Nacional de Literatura con sólo sus diez escuetas líneas manuscritas. La sentencia me reconcilia (sólo un poquito) con el colectivo profesional y el poder del Estado que constituyen los jueces, por su ejemplar e infrecuente sentido del humor. Transcribamos sin más preámbulos. Dice el recurso (literalmente y sin correcciones ortográficas):
"No estoy de acuerdo con la sentencia por que, de haberme presentado a la hora citada, la sentencia podría ser otra."
"El motivo por el cual llegé 10 minutos tarde, es que justo cuando decidí salir de casa para presentarme a la citación, me entraron ganas de cagar y no podía aguantarme."
"y por esos motivos presento el recurso de apelacio"
Y rezan los FUNDAMENTOS DE DERECHO de la sentencia:
"PRIMERO: Se alza la parte recurrente frente a la resolución de la instancia sobre la base de un singular motivo cual es el de que llegó 10 minutos tarde al acto del juicio, lo que impidió su comparecencia, porque cuando decidió salir de casa para presentarse a la citación le entraron ganas de cagar y no pudo aguantarse. Simple y llanamente así."
"Sin duda alguna, en la tesitura de escoger entre una y otra deposición, una, por evacuación del vientre, otra, por manifestación ante el Juez como acusado, cualquier persona habría de optar por la primera por los graves apremios que supone el caso de no ser satisfecha esa necesidad fisiológica, siendo poco higiénica la presentación ante un Tribunal en otras condiciones que no sean las de un completo descargo. Precisamente el recurrente sostiene que por hacer una cosa no pudo hacer la otra, lo que le supuso la inasistencia al acto del plenario y la condena por atender el Juzgador a una sola de las versiones, la del contrario. Sin embargo, pese a lo expuesto con anterioridad no podemos acceder a lo que se nos solicita porque la parte ni demuestra la existencia del sorpresivo apretón que refiere, ni acredita que, cuando después de sofocar sus presurosas consecuencias, acudió inmediatamente al acto del juicio, éste ya había concluido."
"Mucho nos tememos que la que el recurrente llama causa de su inasistencia no sea sino una forma de burlarse de la administración de justicia que le ha condenado, que si bien admitimos con sentido del humor desdeñamos como motivo de apelación."

"SEGUNDO:
No existiendo costas en la apelación de la presente causa, resulta ocioso pronunciarse sobre las mismas."

Monday, April 09, 2007

Paremiología, ciencia y divina providencia


El final de la cuaresma litúrgica proporciona estadísticas de accidentes de tráfico, imaginería andante, encuentros con viejos amigos, celebraciones patrióticas y alguna noticia chusca. Prescindiré de los accidentes y de las celebraciones, porque unos y otras acarrean mal fario. La espléndida columna que publicó Manuel Vicent el domingo de Pascua en El País me inhabilita absolutamente para decir cualquier cosa sobre procesiones y nazarenos, salvo que no habrá libertad de expresión por estos pagos mientras no se juegue el pellejo cualquiera que tenga la osadía de intercalar entre saetas o silencios devotos una descomunal blasfemia en prosa o en verso, cantada, recitada o simplemente gritada a pleno pulmón. Por lo que hace a los encuentros con los viejos amigos, quiero festejar el de una antigua compañera de curso con la que compartí almuerzo el llamado sábado de gloria. Mientras esperábamos en la solanera de un restaurante rural a que nos aderezasen la mesa en el interior, un anciano robusto y de ojos achispados se zampaba una montaña de percebes, acompañados de un vaso de sidra rebosante de cerveza. Pegamos la hebra con el valetudinario glotón, que se quejaba de sus descendientes varones y alababa las virtudes de las hermanas de tales pinchahuevos. "Vale más una hija puta que un hijo cardenal", le comentó, condescendiente, mi amiga. El vejete no pudo reprimir una risa conejil y algo convulsa que le hizo regurgitar parte de la cerveza que estaba bebiendo en ese momento. Sin que ninguno de los tres lo advirtiéramos, la dueña del restaurante, hija del tragón jocundo, estaba contemplando la escena y escuchando la conversación por detrás de los interlocutores: "¡Eso es hablar, señora! ¡Tiene usted más razón que una santa!", le oímos decir. A partir de entonces todo fueron amabilidades con nosotros. Cuando alcanzó el suficiente grado de confianza (mientras nos servía el segundo plato), nos espeta: "¿Saben ustedes que yo tengo un hermano cardenal?". La carcajada fue entonces unánime y sonora. Por supuesto, tengo apuntado el nombre y el teléfono del figón en siete sitios distintos para que lo pueda encontrar la próxima vez que viaje a mi provincia de nacimiento.
El otro encuentro amical que quiero glosar fue con un profesional de la medicina sabio, responsable y jovial, combinación difícil dónde las haya. Salía de una iglesia acompañado de su mujer, su suegra y otras piadosas damas. Tras los saludos de rigor, se hizo un pequeño "aparte", mujeres por un lado, varones por otro, en el que yendo de un lugar común a otro terminamos recalando en el vidrioso tópico de las curaciones difíciles, las esperanzas de vida, la importancia del mapa completo del genoma humano y de las posibilidades que abre en el progreso de la medicina, al que mi amigo no ponía límite alguno. Conocedor de su conservadurismo, empezaba yo a sorprenderme un tanto de su discurso, cuando me regala una apostilla tranquilizadora y balsámica:
-Todo esto y la divina providencia, claro está.
¡Y tan claro!, me digo yo a mi mismo. En mi incorregible ingenuidad, sigo asombrándome del prodigio neuronal que lleva a estas gentes a confiar en el método científico y creer simultánea y ciegamente en la voluntad divina.
Tenía pensado también hablar de las inhalaciones de polvo paterno de Keith Richards. De esto es Moncho Alpuente el responsable de que me inhiba. Me enteré de las bizarras declaraciones por mi mujer, que había sabido de ellas por otra persona que no conocía la identidad del sujeto. Este desconocimiento tuvo un efecto maravilloso: me entró un ataque de risa repetitivo, jocundo e interminable que no hubiese tenido lugar si estuviese enterado de quien era el propietario de la nariz esnifadora, antropofágica y, en cierto modo, edípica.