Tuesday, July 10, 2007

La piedad peligrosa (La impaciencia del corazón) (1999)


Cuando yo tenía dieciséis años, mi padre, que solía comprar libros de kiosco, dejó en casa un ejemplar deslucido, de pastas blandas de cartoné, de La piedad peligrosa de Zweig, editada –creo recordar- por Plaza y Janés. Una portada bastante poco estimulante, con un cromo de una paralítica en silla de ruedas, no animaba precisamente a una lectura entusiasta. Sin embargo, recuerdo haber leído con bastante interés, aunque con dudoso provecho, esta obra mayor que un mocoso adolescente no puede estar en disposición, ni siquiera aproximada, de abordar y entender.

Stefan Zweig, riguroso contemporáneo y conciudadano de luminarias como Broch, Musil o Canetti, tenía alma quebradiza y sutileza de espíritu propias de un judío vienés. Fue poeta destacado, brilló sobremanera en el difícil género de la biografía histórica, al que aportó un acercamiento pasional e intuitivo particularmente sugerente, y se adentró en el mundo novelesco con este aldabonazo sobre la buena conciencia de sus lectores. Se trata, sin duda ni disfraz, de una novela de tesis, cuyo enunciado se resume en la frase de ese curioso personaje llamado Doctor Condor, recogida en la solapa de la actual edición, que contiene las palabras de su título original alemán (Ungeduld des Herzens, Impaciencia del corazón): “Hay dos clases de piedad. Una, la débil y sentimental, no es más que impaciencia del corazón por librarse lo antes posible de la embarazosa conmoción que padece ante la desgracia ajena; esa compasión no es compasión, es tan sólo apartar instintivamente el dolor ajeno del propio espíritu. La otra, la única que cuenta… la compasión no sentimental, pero creativa, sabe lo que quiere y está decidida a resistir, paciente y sufriente, hasta sus últimas fuerzas e incluso más allá.” Esta homilía que Condor dirige al teniente Hoffmiller no es todo lo eficaz que aquél quisiera pero sí todo lo pregnante que pueda ser en la conciencia de éste, cuyo espíritu pusilánime, si bien bondadoso y sincero, le fuerza, empujado por las circunstancias, a un heroísmo convencional, tan estéril como impremeditado. Hacer coincidir el fatídico (aunque anunciado y previsible) final de la desdichada Edith con el asesinato de Sarajevo, que provoca el estallido de la Primera Guerra Mundial, es algo más que un mero efecto teatral para precipitar un desenlace, que no es tanto consecuencia de una matemáticamente perversa combinación de aconteceres cuanto fruto de unas insuficientes conductas previas. Ni siquiera es casual que la música amada del teniente Hoffmiller sea el Orfeo y Eurídice, de Glück, en cuya representación otro azar despierta su adormecida culpa.

La influencia del pensamiento psicoanalítico, freudiano por más señas, en la construcción del relato es evidente, pero no por ello queda aquélla perjudicada. La presencia de, al menos, dos suicidios en la novela se nos antoja una trágica premonición del destino de su autor.

El personaje del viejo Kekesfalva, aún con sus reminiscencias dickensianas, es un hallazgo literario de primerísimo orden, al igual que el ya mencionado Doctor Condor, a quien Zweig otorga condición de portavoz de su discurso. Sin duda, una gran novela, tal vez inconvenientemente sazonada, para el gusto de los actuales paladares, de una algo cargante moralina. Pero barrunto que es éste un problema que afecta más a los paladares actuales que a la talla literaria de Stefan Zweig.

1 comment:

june said...

Uno de mis libros favoritos....también de mi adolescencia.