Sunday, July 08, 2007

Garzón, el hombre que veía amanecer (2000)


Tarde o temprano, este libro tenía que escribirse. Ineluctablemente, el personaje Garzón tenía que aparecer en los escaparates de las librerías para satisfacer la avidez de un público masivo, con una curiosidad difícilmente saciable por el juez, por la persona, por el fenómeno social y, sobre todo, por los asuntos que hicieron de este hombre una figura estelar de consumo. Una periodista con la trayectoria de Pilar Urbano no podía renunciar a tan golosa y suculenta prenda. No solo le garantizaba un éxito de ventas con muy escasos precedentes, sino el incremento, aún posible, de su prestigio como cronista de acontecimientos singularmente sonados y como autora de semblanzas particularmente glamurosas. Debe reconocerse, no obstante, que su excelente oficio periodístico y su notable talento para estructurar un ensamblaje cabal de personaje y entorno, y para secuenciar con perfeeccionista técnica de montaje un relato biográfico, tienen aquí cumplida manifestación y ejemplar muestra. Ni siquiera es obstáculo para todo ello la decidida toma de partido por el personaje que la Urbano exhibe con saludable descaro y profesional eficiencia. Sólo a ingenuos puede sorprender que una muy curtida sesentona, socia numeraria del Opus Dei, con presumibles cilicios hasta en el velo del paladar, sienta una irresistible atracción, cercana al enamoramiento espiritual, por esa antonomasia de juez progresista, flagelo de corruptos y adalid de causas nobles, inscrito en el Registro Civil como Baltasar Garzón Real.

En doce enjundiosos capítulos, epigrafiados de modo nada gratuito con títulos cinematográficos, va desgranando la Urbano, con buen estilo y aún mejor metodología, los frutos obtenidos de un laborioso tirar de la lengua (laborioso, sí, aun cuando el propietario de la sin hueso no la tenga precisamente remisa). A lo que Garzón larga, a lo que se supuestamente evoca, se van añadiendo, con sabiduría de chef valenciano, memoria de la entrevistadora, algún aderezo de investigación y salsa de hemeroteca, hasta conseguir un guiso sabroso y contundente que da cumplida cuenta de los más llamativos episodios nacionales en los que el magistrado jienense tuvo arte y parte. Con muy buen tino, se da cómoda cabida a los recuerdos de infancia, a los humildes orígenes y duras circunstancias que fueron forjando un carácter, a la vocación familiar del protagonista, a su educación de seminario, a su amor conyugal y paterno, a sus rasgos de personalidad, a su robusto sistema de valores y, barriendo para casa cada vez que se tercia, al trasfondo profundamente religioso de las ideas y creencias, sólo aparentemente laicas, del héroe. Naturalmente, todo esto no son sino las lechugas que van entre col y col. Por supuesto, las numerosas coles no son precisamente de Bruselas, sino más bien de formato king size: el paso por la política activa de la mano de Bono y González, las distintas operaciones contra el narcotráfico y demás formas del crimen organizado, la reapertura del caso GAL y sus mastodónticas implicaciones políticas, Sogecable, Liaño y sus embaucadores, las operaciones contra el aparato logístico de ETA, los procesos contra los crímenes de la dictadura militar argentina, el caso Pinochet, nuevamente ETA … El libro se cierra con un álbum fotográfico que recorre los momentos más significativos de la vida del juez, desde su primera comunión a los últimos cursos de verano de El Escorial.

Además del caudal informativo que se obtiene, de la lectura del libro nos queda una imagen de Garzón no demasiado alejada de los tópicos que circulan como moneda de curso legal, pero sí convincentemente persuasiva de su vigorosa honestidad y hombría de bien, tal vez lastradas por una rigidez entre soberbia e ingenua, fronteriza a veces con cierto fundamentalismo justiciero y con alguna forma de testarudez que, sin llegar a la obcecación, se le acerca, pero que, por otra parte, arroja un potencial de eficacia verdaderamente abrumador y, aún para los descreídos como yo, casi admirable. Nos creemos, a pies juntillas, para bien y para mal, que Garzón haya querido siempre, con ahínco y vehemencia, ser juez y no otra cosa. Y no nos sorprenden, aunque nos desasosieguen, la inquina y las devociones que sobre su persona es capaz de suscitar. De ahí el casi inevitable maniqueísmo con el que se suele tratar su figura, del que el libro que comentamos no está completamente exento.

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