La prueba evidente de que el talento de Rafael Azcona es, además de desbordante, multifructífero, la tenemos en el hecho de que sus excelentes guiones cinematográficos pueden convertirse en notables piezas literarias – y ahí están los tres relatos que se compilan en Estrafalario 1 – o teatrales, como nos demuestra esta versión de El verdugo que empezamos a comentar.
Con el material de origen que sirvió de base a la celebrada película de Berlanga, el director teatral Luis Olmos pone en escena, con insospechada pertinencia, un texto argumental sorprendentemente eficaz desde el punto de vista dramático. El trabajo adaptativo de Bernardo Sánchez es, a tal efecto, brillante, aunque intuyamos que no demasiado difícil.
Hablar a estas alturas de los valores y virtudes de El verdugo, como obra en que el obvio alegato contra esa monstruosidad llamada pena de muerte no es sino uno de los resultados colaterales de un planteamiento mucho más general, que abarca a toda una visión del ser del hombre en el mundo, sin salirse jamás de los menesterosos límites de una vida cotidiana inexorablemente mezquina y ramplonamente anuladora, resulta poco menos que ocioso. Casi imposible resulta decir nada nuevo a este respecto y no es este el lugar para reflexiones más esforzadamente originales.
La puesta en escena, comedida y sobria, pero no por ello menos imaginativa, cumple a rajatabla con todas las exigencias que debe cumplir un montaje para servir con eficacia, pero también con brillantez, a un texto dramático y a una labor actoral que, en este caso, es, sin más, cohesionadamente espléndida. El lugar descollante que Echanove ocupa en la representación – que no tenía el mismo personaje en la versión cinematográfica – queda totalmente justificado con una prestaciones interpretativas sobresalientes y con las dosis justas de sobreactuación para resultar plenamente convincente. La inteligentísima Luisa Martín da vida conmovedoramente creíble a la tierna Carmen, hija del verdugo, que en la pantalla encarnaba una carnal y no menos tierna Emma Penella. Es más ladino y menos entrañable, pero igualmente eficaz, el verdugo Amadeo que interpreta Alfred Lucchetti, frente al que hacía el inolvidable Pepe Isbert en el cine. Los secundarios no deben ser calificados de tales, pues magníficas son las aportaciones de todos ellos: Vicente Díaz, como castizo empleado de la funeraria El Tránsito; Pedro G. de las Heras, como infatuado director de la prisión; Fernando Ransanz con las malhumoradas y displicentes formas del capellán; Angel Burgos, en su doble papel de oficioso y untuoso administrador inmobiliario y estirado guardia segundo; David Lorente en el suyo triple de funcionario ministerial enmanguitado, guardia primero engalonado e innecesario médico forense.
El humor, no solamente negro, imprescindible en la obra, tiene presencia y tratamiento adecuados.
Salimos, pues, justificadamente contentos y, en su entusiasmo, Mariné no se privó de pedir autógrafos a parte del elenco, que respondió con amable condescendencia, ante el asombro un punto escandalizado y cortadito de los donjoaquines, doñasblancas, huertitas y pilitas que, algo azaradamente, postrertulieaban con nosotros.
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