Nos quedaba sin utilizar, por interrupción del viaje de verano, un bono de Paradores y hacía tiempo que teníamos ganas de conocer Las Médulas y su entorno. Hubo que esperar a mediados del mes de noviembre para encontrar una habitación disponible en el Parador de Villafranca del Bierzo, pero aún así la suerte nos acompañó. Desafiamos los lúgubres pronósticos de los hombres del tiempo y el sábado, día trece, a las diez de la mañana emprendimos el viaje. El cielo se iba aclarando por momentos y poco después de las doce del mediodía, con un sol brillante, nos encontramos con el cartel indicador del paraje áureo.
La Diputación de León instaló al final del tramo practicable de carretera un aula arqueológica que contiene información gráfica e incluso escultórica sobre la época en que la comarca fue notable explotación minera, que aprovisionó las arcas del Imperio romano. El paseo hasta las cuevas casi gemelas que ilustran las antiguas excavaciones (La Cuevona y La Iluminada) se hizo cómodo pero algo largo. La culpa fue un poco nuestra, porque la empleada de recepción del aula nos había dado buenas referencias de un atajo, por el que después hicimos el camino de vuelta. Los colores verdes, ocres, dorados, tostados con que el otoño tiñe el bosque, las hojas secas y caídas, conformaban un paisaje bellísimo, magnífico entorno para las apuntadas peñas rojizas, otrora canteras y minas. Para acceder al mirador se debe deshacer parte del camino para tomar el ramal que conduce a Orellán y, desde allí, subir una pedregosa y empinada cuesta en cuya cima se abre el circo rocoso, parte principal y espectacular del conjunto recientemente declarado Patrimonio de la Humanidad.
Comimos en Carucedo, en el llamado Mesón del Lago, sin duda por su proximidad a la formación acuosa que hay en el lugar. En el camino hacia Villafranca sobrepasamos el cruce del Lago y hubimos de retroceder. Aún así, eran menos de las cinco de la tarde cuando llegamos al Parador. Tras un descanso reparador, recorrimos la Calle del Agua y terminamos cenando en la Hospedería de San Nicolás, bello edificio de fachada barroca y claustro renacentista, que fue colegio de jesuitas y de paúles, que conoció la desamortización de Mendizábal, y actualmente adquirido por un matrimonio madrileño que va progresivamente habilitando espacios para confortables habitaciones y utiliza los pasillos del claustro para la instalación de las mesas del comedor. Allí nos confortamos con caldo del convento, revuelto de las dos clausuras, lacón con pimientos asados del Bierzo, castañas de las Médulas y un vino de Mencía sólo regular. Dejamos nuestro recuerdo en el libro de visitas, lleno de mensajes de peregrinos y otros viajeros de toda índole, compramos una botella aguardiente de cerezas con el que nos habían obsequiado los postres y escuchamos las informaciones algo oficiosas del propietario, un pijeras matritense bastante bien dotado para las relaciones públicas. Caía una leve llovizna cuando nos acercábamos al Parador para dormir en paz.
En la mañana del domingo y tras un desayuno copioso para Mariné, frugal y muy frutal para mí, recorrimos otra vez las calles de Villafranca: el Castillo, de torres cilíndricas, rematadas en tejados cónicos de pizarra, al estilo francés; la iglesia románica de Santiago en la que los peregrinos enfermos podían ganar el jubileo si se veían impedidos para llegar a Compostela, la hospedería para peregrinos, antiguo hospital aledaño a la Iglesia de Santiago, que está siendo artesanalmente restaurado y vocacionalmente habilitado para albergue por un navarro de estilo clerical y alma aparentemente sencilla. Allí dejamos nuestro óbolo para las obras. Volvimos otra vez a la calle del Agua, la recorrimos de arriba abajo y de abajo arriba y volvimos al Parador para subir al coche y dirigirnos al Balboa y Cantaxeira, en los Ancares bercianos. En uno y otro lugar existen sendas pallozas habilitadas como bar y la de Cantaxeira dotada de un anejo para huéspedes. A la vuelta, el día que había amanecido brumoso –la niebla nos dificultó el ascenso a Cantaxeira- despejó por completo y pudimos alcanzar el mirador de Corullón con una visibilidad casi perfecta. Así animados, decidimos completar nuestra visita al Bierzo con una parada demorada en el monasterio de Carracedo, cuya parte conservada y cuyas ilustres ruinas son ejemplos paradigmáticos de sucesivos estilos que los monjes del Císter y las distintas utilidades del conjunto monástico y civil fue teniendo a lo largo de su historia. No quisimos renunciar a la subida, muy penosa en sus últimos kilómetros para alguien que, como yo, padece de vértigo, al pueblo de Peñalba de Santiago, con sus casas primitivas restauradas como residencias de vacaciones para propietarios vocacionalmente rústicos, y con su bellísima iglesia mozárabe, verdadera joya de ese estilo, cuyo interior conserva policromías de singular gracia. El Valle del Silencio es esplendoroso: una apología del roble y del castaño, de los mil colores de las hojas, de los ricos matices del gris roqueño. Comimos en una taberna regentada por un orondo mocetón que se parecía muchísimo a Alfonso Ibáñez, alias el gordo, ilustre empresario de actividades diversas afincado en Avilés. Llegados de nuevo a Ponferrada, no nos olvidamos del cercano y pintoresco pueblo de Molinaseca, con su puente de los peregrinos y sus calles porticadas.
El viaje de vuelta no tuvo ningún percance, salvo la caravana que habitualmente se forma en Porriño los fines de semana. En casa no nos esperaba ninguna novedad digna de mención.
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