Wednesday, July 11, 2007

Memoria breve de un corto viaje de invierno (febrero de 2000)


Un celebrado engañabobos de la pujante modernidad mercantil consiste en ofrecer sedicentes delicias de ocio y turismo, que premian el consumo, cuanto más desaforado mejor, del ingenuo gastador de cuartos. Al bobo que suscribe este escritillo, le tocó dejarse engatusar por la particularmente taimada suministradora de humo embotellado que responde al nombre de Travel Club. Harto de ir acumulando miles de puntos, que no encontraban nunca oferta plausible a la que ser aplicados, decidí liarme la manta a la cabeza y aceptar dos días de estancia en el Balneario de Puente Viesgo, muy conocido por ser lugar de concentración de la selección española de fútbol cuando el inefable Clemente la comandaba. Las vacaciones que la santa parienta disfruta en Carnaval propiciaron la sublime decisión. Gasté moscosos, consumí parte de los puntos acumulados y despilfarré algunos duros. Que estas leves faltas me sean juzgadas con benevolencia.

Bien mirado, Puente Viesgo no está nada lejos de Bilbao que, a su vez, dista poco de Ezcaray. En Bilbao radica el guggenheim y en Ezcaray ejercen la hostelería exiliada Lorenzo el Picudo, Saleroso por parte de padre, y su esposa Milagros, ezcarayense por parte de abuelo. Hilvanando todos estos ponderables, se fue empezando a construir la pieza: se dedica el primer día a Ezcaray, se viaja el siguiente hasta Puente Viesgo, con parada prolongada en Bilbao para visitar el museo y se consume otro más por las empinadas praderas cántabras.

Los hombres del tiempo no paraban de pregonar fríos pelones y carreteras arriesgadas. Nada de ello nos arredró y nuestra osadía tuvo su premio. Salvo algún tramo brumoso entre Vigo y el Padornelo, las condiciones para conducir resultaron inmejorables. En Castilla lucía un sol algo empañado pero suficientemente luminoso y La Rioja estaba muy acogedora. El único hotel disponible y con plazas vacantes era del género semicutre. Un recepcionista-propietario, obsequioso y oficioso, que se parecía a Segundo Marey, se ocupó de localizarnos a Lorenzo y Milagros, identificados por el comandante de puesto de la Guardia Civil como sidreros asturianos. La supuesta sidrería terminó siendo una muy céntrica taberna de paredes de piedra y decoración rústica (con pretensiones), bastante parecida a la primitiva Madreña que otrora, y con no demasiada fortuna, habían regentado en Avilés. Grandes fueron la sorpresa y la alegría de Lorenzo y de Milagros cuando se percataron de nuestra inopinada presencia en sus dominios. Nos dieron muy bien de comer y de beber y sólo se pasaron medio pueblo en la factura. Además, se nos amenizó la comida, e incluso la sobremesa, con las habaneras grabadas en un compacto facilitado por Enrique el sastre, que Lorenzo coreaba con aderezo de tremolos y vibratos muy sentidos:

Mañana, cuando te alejes, viajera de mi pasión
¿Qué voy a hacer si contigo te llevas mi corazón?

La mulata de piel canela [que] de un hombre blanco se enamoró también dio mucho juego (Allá en La Habana…).

Lorenzo nos acompañó en un breve paseo por el muy hermoso pueblo, de contornos riscosos y nevados, y aprovechó la ocasión para introducirnos en el comercio de la lana, de tan ibérica y añeja raigambre: en un almacén del ramo, de prósperos e industriosos propietarios, Mariné compró unas prestigiadísimas manta y bufanda, de lo que quedó muy feliz. Ignoro si Lorenzo tiene comisión en las ventas del lanero.

Punto y aparte merece el episodio de las llaves perdidas y halladas al cobijo de la manta. Recién sesteados y vestidos, percátome de que me faltan gafas y llaves. Apresurada ida al centro de Ezcaray, ansiosa búsqueda de los preciados objetos por todos los rincones transitados, hallazgo de las gafas en el asiento trasero del coche de Lorenzo, desesperada vuelta al hotel y feliz encuentro de las llaves en el interior de la bolsa que contenía la lanosa manta. Bronca histórica de Mariné y regreso al pueblo. La cena se hizo esperar un tanto, entreteniendo, eso sí, la espera con unas lonchas de cecina no por transparentes menos deliciosas. Lorenzo se estiró y nos obsequió la cena. Unos clientes habituales de la casa (bancario de Caja Rioja, uno; maestro director de grupo escolar, otro, y de pelaje profesional desconocido un tercero; euskaldunes los dos últimos y riojano el cajero) pegaron la hebra: no les faltaba simpatía. En el bar de copas llamado Troika, apenas pude con un sorbo de una copa de Calvados que se quedó prácticamente intacta en la barra.

El día siguiente amaneció con helada de calibre grueso. Aún así, la carretera estaba completamente seca excepto en un corto tramo de la autopista, cerca ya de Bilbao. Fue sencillísimo encontrar el guggenheim: está perfectamente señalizado el camino. Sin problemas de estacionamiento, sin colas de entrada, nos dejamos seducir a placer por la magnificencia impactante del genial mazacote de formas de titanio, que impresionan como acero bruñido, vidrio y hormigón azul. Las exposiciones temporales resultaron ser de Cristina Iglesias (esculturas arquitectónicas marcadamente literarias) y de Robert Rauschenberg (la apoteosis del collage, entre otras muchas consideraciones). La dotación permanente del museo (las vanguardias: Miró, Tapiès, Calder, Kandinsky, Kokoschka …, etc.) es justa en dimensiones y excelente en calidades.

Lorenzo nos había recomendado una taberna de Castro Urdiales (Bar Alfredo), que no tiene comedor, ni puñetera falta que le hace. La barra, atestada de pinchos, cada cual más apetecible que el vecino, bastaba para cubrir las necesidades y las exigencias de gusto del viajero más hambriento. Lo mejor que conozco en planes de salvación de urgencias gastronómicas del itinerante apresurado.

Llegamos a Puente Viesgo a hora habilísima para la siesta. El hotel y el balneario, bien: aseados, aparentes, con toques de modernidad discreta. La clientela, mayoritariamente pedorra, bastante insufrible.

La iglesia neorrománica de Puente Viesgo es una pequeña maravilla, que, milagrosamente, logra escaparse del pastiche retrógrado. Las figuras de los apóstoles que decoran la puerta de la fachada principal pretenden evocar sin mermas a las del Pórtico de la Gloria y –entiéndaseme la broma- casi lo consiguen. Nos tuvimos que quedar sin ver las cuevas prehistóricas, que ya estaban cerradas y al día siguiente, lunes, no abrían. La cena, en un pequeño restaurante local, fue un mero trámite sin pena ni gloria. Teníamos como vecinos de mesa a un par de pasiegos de robusta talla, moreno y trabado uno, y rubianco y fibroso el otro. Ambos parecían honrados menestrales que consumían las últimas horas de un domingo emigrado y poco generoso.

La mañana del lunes la dedicamos al Parque de la Naturaleza de Cabárceno. Tres horas largas empleadas en recorrer uno de los zoológicos más extensos y originales de Europa. No sé lo que opinaría Durrell (Gerald, por supuesto) del estado de semilibertad de que “gozan” las distintas especies allí acogidas, pero tampoco me importa demasiado: la pulcritud con que todo está dispuesto y el bellísimo entorno natural lo justifican todo.

Comimos en la Hostería de Castañeda, preciosa edificación aneja a un palacio del siglo XVII (probablemente, las antiguas caballerizas), en un parque natural de sobria belleza. El menú del día, abundante, bien cocinado, digno, correctísimo (pote montañés riquísimo, salmón muy fresco, tarta de turrón y un discreto rioja joven) y nada caro: 1.600 pesetas, I.V.A. incluido. Los vecinos de mesa eran ahora tres ejecutivos vascongados, corpulento y cincuentón el que parecía de mayor jerarquía y jovenzanos horteroides sus dos acólitos. Hablaban de dinero, relaciones familiares y derecho de sucesiones, con notoria incompetencia en este último apartado.

Después de la siesta fuimos a recordar Comillas. La señoril y pontificia villa marinera nos volvió a encantar. No podía faltar la obligada visita a Santander y a su Bodega Cigaleña, cada vez más cara. Para más fastidiar, un grupo de féminas talludas, no ya gritonas sino vociferantes, archipijas y protorraqueras, probablemente esposas malmaridadas de prebostes locales del PP necesitados de Viagra, nos dieron la tostada en dosis de hartazgo. La más dicharachera contó un chiste infantiloide, que debió de considerar muy atrevido: Se alza el telón y se ve un pitufo con el culete al aire; se baja el telón; ¿cómo se titula la película? Ver-ano azul. No se contentó con la exhibición y ante una sugerencia culinaria (revuelto de ajetes, creo recordar), ordena al camarero: “Bueno, eso lo dejas en by pass “(sic).

A la mañana siguiente iniciamos un viaje de regreso, incómodo por el muy denso tráfico y por el estado de obras de la carretera, con parada en Avilés para recoger las fabes que le habíamos encargado a mi madre, disfrutar de un excelente pote de berzas y de la visita a los abrevaderos de costumbre. Lástima de no haber encontrado a ninguno de los amigos, aunque sí a damas de muy escaso interés, emparentadas con conocidos más interesantes

El viaje de Avilés a Vigo fue rapidísimo. En casa, nos esperaban sorpresas no del todo agradables, pero esto es capítulo aparte.

No comments: