Friday, July 06, 2007

La sed (engendro de relato breve)


Ayudada, tal vez, por las brumas del valle del Po, Andreina Malipiero simultaneaba en Milán tres actividades bastante distintas, pero nada mal avenidas. Dueña de una tienda de artesanía en la calle Verdi, era responsable también de los cursos de literatura española contemporánea en la Facultad de Letras, y ambas ocupaciones le permitían aún escribir periódicamente narraciones eróticas, breves y suaves, para una revista femenina con pujos de cosmopolitismo y modernidad, una de esas publicaciones que sustituyeron los cotilleos sobre los famosos y las recetas de belleza y cuidados del hogar por consejos para invertir en la Bolsa de Tokio, revelaciones acerca de las verdades y mentiras del punto G, o debates en torno al futuro de las algas en la industria alimentaria y la repercusión de las fases lunares en la actitud de las ejecutivas con sus competidores en la empresa. Con todo ello, se granjeaba Andreina la relativa felicidad que proporcionan unos ingresos saneados, un reconocimiento público satisfactorio y unos ocios, comedidos y compatibles con los negocios, que no sólo no menoscababan la prosperidad de éstos, sino que la favorecían, gracias a la sabiduría calvinista de una buena administración, que incluía el aprovechamiento de las vacaciones para otros fines, además de los lúdicos y restauradores. Esta idea productivista fue una de las que circulaba por su mente cuando decidió abonarse a la oferta de estancia en el Parador de Sigüenza, que incluía la asistencia a unas interesantes jornadas artesanales sobre elaboración manual de botas de vino. El popular producto, humilde, pero pintoresco, genuino y con cierta belleza de formas podía resultar atractivo en los escaparates de su tienda milanesa.

Terminada su primera jornada entre cueros, agujas, pez y tintes, Andreina aprovechó el inicial frescor de la caída de la tarde para deambular vagarosamente por el interior de la catedral, cuya semipenumbra, apuñalada en losanges por los rayos precrepusculares que atravesaban las vidrieras, ofrecía un refugio ameno y apacible. La profunda sensación de bienestar quedaba levemente perturbada por la voz meliflua de un cura ensotanado y de maneras blandas, que guiaba, pastoreaba casi, a un rebaño de turistas de piel cruda y cabello de panocha. Las palabras del clérigo ante la escultura de alabastro de Martín Vázquez de Arce resonaban en todo el ámbito catedralicio. Aquella historia del doncel de Sigüenza, con ciertas correcciones, oportunas amplificaciones y certeros aderezos salpimentados, ayudados tan sólo un poquito por la invención de la artista, era material más que suficiente para el relato del número setembrino de la revista pindonga. Segundo beneficio útil en un solo día para nuestra andariega, voluntariosa y aprovechada dama.

Ya a la salida, en el claustro, Andreina pudo observar un grupo de gentes engalanadas, apiñadas en torno a una tarima improvisada, historiada y decorada, en la que un prócer desgranaba bellas retóricas de corte muy clásico y propiciatorio. Nuestra profesora de literatura pensó en unos posibles juegos florales y no se descaminó gran cosa. Se trataba, en realidad –ella hubo de enterarse algo más tarde- de un pregón para una grande efeméride de la Comunidad autónoma, que aquel año se celebraba en Sigüenza y contaba con pregonero de campanillas, nada menos que un poeta garcilasista, con mil lauros en torno a su despejada frente, entre ellos el codiciado y cenital Premio Cervantes. Si Andreina se hubiese demorado unos minutos más en el claustro, hubiese reconocido, sin vacilaciones, no el rostro pero sí el inconfundible estilo del vate, sobre cuyos versos ella había hecho alguna recensión. Pero decidió refrescarse la garganta con una cerveza, tomada despaciosamente en la terraza de una plazuela aledaña. Encontrar motivo productivo también para su actividad docente se le antojó excesivo. Estiradas lujuriosamente las piernas, bien libada y digerida la cerveza, se encasquetó las gafas de sol y enfiló a pie la empinadísima cuesta de acceso a las dependencias del Parador, que, haciendo alarde de sus históricas condiciones de castillo visigótico y alcazaba árabe, está emplazado en la cota más alta de la ciudad. Llegó exhausta y sedienta al Salón del Trono y se arrellanó sobe un mullido sofá, ante una mesa de cristal con revistas turísticas de papel grueso y satinado. La mitad del salón estaba ocupada por unas mesas dispuestas en herradura, sobre las que lucían apetitosos y variopintos manjares. Camareros uniformados se afanaban en servir con prontitud y esmero a una concurrencia con aires de distinción local. Andreina sintió demasiada pereza para acercarse a la barra del bar a pedir una cola bien fría, que era lo que más ansiaba en aquel momento en que la ya pretérita cerveza estaba completamente metabolizada y extinta en cualquier parte de su organismo. Así que avistó, muy próximo a su sofá, a un uniformado de talante circunspecto, algo entrado en años, que llevaba apoyada sobre el pecho una preciosa carpeta de finísima piel repujada. Sin pensárselo dos veces, nuestra intrépida heroína interpeló al figurín en estos conminatorios términos:

- Una cocacola. Pronto, por favor

El interpelado enrojeció, se mesó la frente, balbuceó, farfulló algunas palabras ininteligibles, dio media vuelta y fuese. Pocos segundos le duró la perplejidad a la Malipiero. Antes de que pudiese empezar a despotricar por la sorprendente e irritante conducta del camarero incivil, otro uniformado le explicó con oficiosidad que aquel señor era un gran poeta, que acababa de leer el pregón de las celebraciones y asistía, condescendiente, al cóctel organizado en su honor. Cuando escuchó el nombre del laureado, Andreina lo situó de inmediato en el anaquel neuronal correspondiente y no pudo reprimir una carcajada entrecortada, mitad vergüenza de su propia torpeza, mitad burla de la muy escasa dotación de sentido del humor y capacidad improvisatoria del ilustre. Por un momento, cruzó fugazmente por su cabeza la idea de seducir al laureado. La desechó enseguida: demasiado aburrida, poco vindicativa y, como desgravio, más bien patético. No tardó en recordar unos ripios de intención satírica y denigratoria que, referidos al peso específico de la poesía del ínclito, había leído recientemente en unas desvergonzadas y cínicas memorias de otro escritor español contemporáneo. Pidió recado de escribir en la recepción, transcribió de memoria los versos jocosos, introdujo cuidadosamente el folio en el sobre y lo dejó a la atención de la gloria nacional. Con eso quedaba vengada y complacida. Y es que la autoestima de Andreina es inatacable e incorruptible.

FIN DEL RELATO


Tuve la osadía de enviar este bodrio al concurso anual de relatos de Paradores de no sé si 1999 o 2000. Por supuesto, fue olvidado en el cesto de los papeles del salón de reuniones del jurado, del que formaba parte, creo recordar, la distinguidísima señora Doña Paloma O'Shea. Naturalmente, la historieta está inspirada en una anécdota real de la que puedo dar presencial testimonio.



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