Monday, July 02, 2007

Madera de boj (2000)

Bien es cierto que mi corazón no alberga ninguna simpatía especial por el Premio Nobel de Literatura Don Camilo José Cela y Trulock, Marqués de Iria Flavia. Pero no es menos cierto que estoy muy poco dispuesto a escatimar méritos literarios a esta señera figura de las letras universales, que debe figurar, por derecho propio, entre los grandes de la novela del siglo que acaba. Aunque su obra se redujera a tres títulos, a saber, La familia de Pascual Duarte, La Colmena y Oficio de Tinieblas, bastaría y sobraría para situarlo en las cimas de la producción literaria hispánica. Por puro artificio crítico, que no por reproche al resto de su obra, operaremos como si después del período comprendido entre 1942 y 1975, Cela no hubiera publicado ninguna otra novela. Pues bien: nadie dudaría en tributarle honores idénticos a los que viene disfrutando. La Mazurca para dos muertos significó en la opinión de quien esto escribe un nuevo paso, firme, definitivo y concluyente, en el luminoso camino de vanguardia, iniciado al menos diez años antes. Supuso también –y esto es mucho más arriesgado decirlo- su canto de cisne. Ni Cristo versus Arizona, ni La Cruz de San Andrés ni esta reciente Madera de boj han aportado nada nuevo al corpus creativo del ilustre padronés. Cuando un autor, con regodeo y autocomplacencia, se plagia a sí mismo, cuando escribe de modo que parece dar por supuesta y sobreentendida la complicidad de un lector cautivo, ningún artificio de vanguardia tremendista, ningún guiño de apelación a la maestría en el oficio, ninguna exhibición de prodigios léxicos y expresivos pueden evitar que incurra en descarada maniera, en cínico manierismo. El meollo narrativo de Madera de boj no va ni demasiado revuelto ni demasiado ordenado: simplemente, no existe. No se trata de que carezca de planteamiento, nudo y desenlace. Se trata de otra carencia de mucha mayor relevancia, la de substancia narrada. Materia y, sobre todo, materiales narrativos, sobran. Pero entidad constitutiva de relato no aparece por ninguna parte. La exhaustiva relación de naufragios, la sucesión de facecias, jocundas, tremendas o risibles, las apelaciones a lo mágico, lo telúrico y lo supersticioso, las recetas de pócimas contra enfermedades, encantamientos y posesiones del maligno, la falsa enumeración caótica de juicios, sentires o pensares, el impecable ritmo de las síncopas, la brillantez de los fogonazos del verbo celiano, la exhibición rotatoria de personajes en carrusel no alcanzan a tejer una urdimbre que prenda al lector y lo implique en lo que el autor parece traer entre manos, que puede ser cualquier cosa excepto una narración. Y sin narración no hay novela. Pero tampoco es una cuestión de falta de identificación del género, sino más bien de agotamiento de unas fórmulas por ausencia de aire que les dé vida.

Juro por todos mis ancestros y prometo por mi honor que cuando, en el otoño de 2000, escribí esta doméstica reseña, no tenía, por descontado, ni la más remota noticia de que Gibson estuviese ni siquiera preparando su “Cela, el hombre que quiso ganar”, en el que dice cosas mejor compuestas pero bastante parecidas a las que breve y torpemente expongo yo aquí. Añade el hispanoirlandés a las obras maestras de Don Camilo José “San Camilo 1936”, que yo, inadvertidamente, omití y emite un juicio menos entusiasta que el mío sobre “Oficio de tinieblas” y “Mazurca para dos muertos”.

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