Saturday, October 17, 2009

Impempe Yomlingo (La flauta mágica de Soweto)


He tardado algo en decidirme a publicar una entrada sobre este curiosísimo, fresco y estimulante espectáculo que tuve ocasión de ver y oir hace justo una semana en el Théâtre du Chatelet de París. Es más que evidente que para poder disfruar de él como lo hicimos la gran mayoría del abarrotado teatro parisino, debemos despojarnos de todo cuanto sabemos sobre la obra de Mozart e intentar escuchar y ver con oídos y ojos vírgenes, infantiles, dispuestos a dejarse cautivar pr la magia de los relatos intemporales y las maneras insospechadas de narrarlos. Que toda una orquesta clásica, con su sonoridad, sus matices tímbricos y su riqueza expresiva sea sustituída por doce casi gigantescas marimbas con el sonido monocorde y primitivo de un xilófono artesanal, que las voces académicas de una soprano de coloratura, otra lírico-ligera y otra ligera sin más, de un tenor lírico, de un barítono bien templado y de un bajo profundo, por ejemplo, sean servidas por excelentes cantantes "naturales", sin formación de consevatorio y que contribuyen, en ocasiones, a la ejecución instrumental, que el sonido de la flauta sea transmitido por una trompeta, que las arias, dúos, tríos y concertantes tengan siempre acompañamiento coral y bailado y que, al mismo tiempo, se respete con rara fidelidad la partitura mozartiana produce, por este orden, sorpresa, admiración y una divertida sensación de regocijo.
La puesta en escena, que impresiona de puro elemental y "rústica", tiene poco que envidiar a algunas audaces propuestas que triunfan en los escenarios más prestigiosos.
En un espectáculo de este carácter, en el que lo coral prima sobre las aportaciones individuales, la expresividad espontánea sobre las actuaciones impostadas y el énfasis en lo evidente sobre las interpretaciones filosóficas, tiene muy poco sentido hablar de cada cantante o detenerse en la explicación de vestuario, atrezzo y decorados. Queda sólo dar rienda suelta a la pequeña o gran parte de ingenuidad que conserven nuestros corazones y solazarse con la frescura del cuento de hadas.

Thursday, October 15, 2009

El gato y mi bitácora


Mi hija, que sabe de mi admiración por este curioso personaje y por su creador, Pilippe Geluck (del primero le digo que es mi héroe y del segundo que es de los poquísimos belgas que tengo en excelente estima intelectual), me envió, en forma de postal, esta viñeta ejemplar. Cría cuervos... Sin duda, la muy puñetera sagazmente ha percibido que el contenido de los dos bocadillos es perfectamente aplicable a mis páginas en la red. Pues, en efecto, desde el principio vengo barruntando que con frecuencia muchísimo mayor de lo deseable hablo tontamente de cosas inteligentes y sólo muy de tarde en tarde predico con cierta inteligencia sobre cosas estúpidas. Y me temo que la cosa no va a mejorar. En cualquier caso, les invito a resolver a su gusto el dilema gatuno-geluckiano.

Friday, October 02, 2009

El ocaso de los genios


El ocaso de los genios: Obviedad. Richard Strauss muere en septiembre de 1949 y compone sus cuatro últimos Lieder sólo un año antes. Son, de hecho, sus últimas obras, que no se estrenan hasta 1950. No tan obvio: La vida, el tiempo y la obra de Richard Strauss recorren demasiados caminos de ida y vuelta y su obra musical es lo suficientemente ingente, poderosa y “dialéctica” para no considerar estas obras como su definitivo testamento, su última palabra respecto de su concepción de la música y tal vez del mundo.

En 1864, año en que nace Richard Strauss ocurren, entre otros, los siguientes acontecimientos:

En pleno esplendor del gobierno del canciller von Bismarck, se firma la paz de Viena, por la que Dinamarca debe rendir decisivas cesiones territoriales a una Alemania vencedora, iniciándose así una política expansionista que culminaría con el establecimiento en 1871 de II Reich, tras la derrota de Napoleón III en la guerra franco-prusiana.
Se crea en Londres la Primera Internacional.
En el terreno musical, el 10 de junio de 1865, un año más tarde del nacimiento de Richard Strauss, se estrena Tristán e Isolda en Munich.

El año 1949, en cuyo mes de septiembre fallece Richard Strauss, no es menos pródigo en acontecimientos de alcance:

Se proclama la República popular china
Se crea en Washington la O. T. A. N.
Se firma en Rodas el armisticio que pone fin a la primera guerra árabe-israelí.
En el mundo de las artes y las letras, 1949 es el año en que se publican “1984” de Orwell, La muerte de un viajante de Arthur Miller, El tercer hombre de Graham Greene y El Aleph de Borges; Alfred Schnittke, queda impresionado con la lectura del Doktor Faustus de Mann, y esa impresión le inspirará varias composiciones nucleares de su carrera musical.

Y en medio de este dilatado período de 85 años en el que transcurre la vida de Richard Strauss, ocurren las dos guerras mundiales, tiene lugar la revolución rusa y el subsiguiente establecimiento de la Unión Soviética y Hitler sube al poder e implanta el III Reich.



Lo que, por vía indirecta, nos lleva a algunos aspectos de la vida de Richard Strauss no por mucho menos trascendentes, espectaculares, enfrentados y ruidosos, menos interesantes para entender sus concepciones artísticas y extraartísticas. Hijo de un intérprete de trompa de la Ópera de la Corte de Munich, el niño Richard Strauss – precoz en sus habilidades como intérprete de varios instrumentos-, vivió en el seno de una familia culta y relativamente acomodada sin otros problemas que los propios de su edad y condición. Esta próspera confortabilidad, corregida y aumentada, fue la constante del resto de su vida, que alguien, parafraseando el título de uno de sus poemas sinfónicos, calificó de “Vida de Antihéroe”. Reputadísimo director de orquesta desde los veintiún años, compositor de talento, genio y éxito desde los primeros años del siglo XX, felizmente casado con la célebre soprano Pauline de Ahna, Strauss, disfrutó – lo que es de celebrar- de eso que se llama una buena vida.

Muy consciente de su talento, proclamó con petulancia temeraria aquello de “dentro de diez años, nadie oirá hablar de Wagner”: el conjunto de sus composiciones vendría a demostrar que esta obra es el feliz resultado, la síntesis genial de dos influencias egregias, la de Wagner y la de Mozart. Muy pagado de un soberbio elitismo intelectual, su postura ante el mundo fue la de permanecer si no “más allá del bien y del mal” (Nietzsche), sí al menos “au dessus de la melée” (Romain Rolland). Tal actitud rara vez se adopta de manera impune, ni siquiera cuando quien la adopta es un personaje de la talla de Richard Strauss. Cuando en 1933 Strauss acepta que Goebbels le nombre presidente de la Reichsmusikkammer (algo así como director general de música) y se mantiene en el cargo hasta 1935 no está siendo víctima de su propia ingenuidad política, sino que está contrayendo un serio compromiso con un régimen determinado, por más que él, olímpicamente afirmase que lo hacía para evitar males mayores y que su independencia personal y artística estaban por encima de cualquier cotidianeidad pragmática: no se pueden proclamar actitudes olímpicas cuando uno compone precisamente el himno de las exaltativas olimpiadas de 1936. El palo del sombrajo se le cae cuando se empeña en mantener en el programa de mano de Die schwegisame Frau (La mujer silenciosa) el nombre del judío Stefan Zweig, autor del libreto: transido por la sorpresa y la santa indignación escribe una carta al ilustre literato, que es interceptada por la Gestapo, y se le fuerza a presentar su dimisión. Queden claras dos cosas, y es la primera una obviedad: no se puede juzga una obra de arte por el comportamiento ético de su autor, pero sí se pueden someter a consideración las actitudes de ese autor relacionadas con la ética. La segunda es que, no en descargo de Strauss, pero sí en aras de entendimiento de época, no debamos omitir que la propia víctima, Zweig, se expresaba así en una carta dirigida a Strauss en 1933: “La política pasa, el arte permanece, de aquí que debamos esforzarnos en aquello que es permanente y dejar la propaganda para aquellos que la encuentran plena y satisfactoria. La historia nos demuestra que es en tiempos de aflicción cuando los artistas trabajan con mayor concentración; y por tanto me siento feliz cada hora que usted dedica a verter las palabras en música, lo que le eleva por encima del tiempo para beneficio e inspiración de las generaciones futuras.” No sabemos lo que pensó Zweig de sus propias palabras cuando poco más tarde sus libros eran quemados públicamente en Viena y su preciosa casa del Monchberg salzburgués era asaltada, desvalijada y requisada por aguerridos camisas pardas. Pero si estoy convencido de que estos hechos, con mayor intensidad que otros de su vida, influyeron en la actitud de Strauss ante el arte y el mundo y también en la composición de sus cuatro últimos Lieder.



Los cuatro últimos Lieder



La composición de Lieder ocupó a Richard Strauss a lo largo de toda su carrera musical. Títulos como Caecilie, Morgen, Zueignung, Befreit o Winterweihe son sólo una muy escasa muestra de su vasta producción en este género. Los que ahora conocemos como Cuatro últimos Lieder fueron compuestos en cuatro distintos momentos del año 1948, cuando el compositor contaba 84 años de edad y sólo uno le restaba de vida. Debe aclararse inmediatamente que su autor no los concibió como un ciclo, aún cuando el texto de tres de ellos sea del mismo autor (Herman Hesse, que había recibido el Premio Nobel de Literatura sólo dos años antes) y el otro, con texto del romántico Joseph von Eichendorf, guarde evidentes concomitancias con los de Hesse.

El orden cronológico de la composición es el que sigue:

Im Abendrot (En el crepúsculo): 6 de mayo de 1948
Frühling (Primavera): 18 de julio de 1948
Beim Schlafegehen (Adormeciéndome): 4 de agosto de 1948
September (Septiembre): 20 de septiembre de 1948
La primera ejecución pública de los cuatro Lieder tuvo lugar en el Albert Hall de Londres el 22 de mayo de 1950, ocho meses después de la muerte de su autor, ocurrida el 8 de septiembre de 1949, y estuvo a cargo de la soprano wagneriana Kirsten Flagstad, con la Orquesta Philarmonia, dirigida por Wilhelm Furtwängler. [Pinchar el Beim Schlafengehen de Kirsten Flagstad, con las advertencias de rigor]. El orden en que se cantaron fue: 1. Beim Schlafengehen; 2. September; 3. Frühling; 4. Im Abendrot. Pero ocurre que en el mismo año1950 se publican en forma de ciclo y el editor, Dr. Roth, llega a la conclusión de que un orden más lógico sería el siguiente: 1. Frühling; 2. September; 3. Beim Schlafengehen, 4. Im Abendrot. Y en este orden es como están dispuestos en la práctica totalidad del casi centenar de grabaciones que existen en el mercado, con las honrosísimas y muy meritorias excepciones de las versiones de Lisa della Casa / Karl Böhm, Sena Jurinac / Fritz Busch y Felicity Lott / Neeme Järvi, que siguen el orden dispuesto el día de su estreno londinense.

Hay quienes están de acuerdo –entre ellos este humilde servidor de ustedes- con la lógica del editor, pero prefiero exponer antes las poderosas razones de los que defienden el orden de Flagstad y Fürtwängler: Aducen sus partidarios que cuando en Beim Schlafengehen el neorromántico Hesse habla del “círculo mágico de la noche”, en el que, “despreocupada”, el alma del ego lírico desea “flotar con alas libres”, está aludiendo no tanto a la muerte como al reino sin límites de los sueños y la fantasía, al reino del arte, que confiere, por encima de la existencia humana, un elevado sentido de la existencia y, por tanto, permite al hombre vivir “hondamente y mil veces”. Si las Cuatro últimas canciones se conciben, o se quieren concebir, como un ciclo, la primera de ellas determina nuestra visión de las tres siguientes, cada una de las cuales es vista ahora como visionaria, ficticia, artificial. La descripción de la primavera, ya coloreada con intensos tonos de erotismo, se ve después distanciada por la luz con que la percibimos. Esta doble refracción de un mensaje aparentemente inmediato, sirve para destacar la subjetividad de la percepción artística y enlaza con los siguientes versos en los que el poeta proyecta en la naturaleza misma su anhelo de muerte, ahora inconfundible. Añaden que, dado que Al adormecerme y En el crepúsculo, son de mayor tamaño y de sentimiento más profundo que sus compañeras y tienen, además, gran similitud de contenido, su colocación una al lado de la otra parece debilitar la estructura del conjunto y el impacto de la obra como totalidad. Por último, alegan que el más legítimo titular del legado straussiano, el directo Karl Böhm, eligió precisamente este orden en su versión de 1953 con Lisa della Casa. No nos parece de mucho peso esta razón, por más estrecha que fuese la relación entre Don Ricardo y su discípulo amado. Lo que sí es de considerar es la referencia que hacen a los tempi de la versión de Böhm, llamando la atención sobre el hecho de que no hay en toda la partitura indicación de Adagio, ni siquiera de Largo: la indicación para Primavera es de Allegretto y las otras tres no son más lentas que Andante. Ello abonaría la idea de que la lectura de Böhm es mucho más auténtica que cualquiera otra de los años cincuenta, con su sentido de la majestad artificialmente impuesto, y permite por otra parte al solista reducir al mínimo los cambios textuales que hacen generalmente las sopranos para crear hitos respiratorios adicionales.

Las razones para defender el orden abrumadoramente mayoritario se refieren fundamentalmente a la progresión creciente de la intensidad dramática desde Primavera hasta En el crepúsculo que confiere al conjunto una narratividad no estrictamente exigible, pero si conveniente si queremos considerarlo como un ciclo. En mi ignaro caso particular a esta razón añado la de la perezosa fuerza de la costumbre que mi oído maleducado tiene como su guía y su lumbre.

Los Cuatro últimos Lieder no fueron concebidos como ciclo, ni tiene indicaciones de tempo demasiado precisas. Lo que sí es indudable es que fueron pensadas para voz de soprano. El recuerdo de la gran Pauline Ahna, su amada esposa, estaba grabado a fuego en la mente de Richard Strauss en ese momento crepuscular y premonitorio de extinción en que los compone. Una soprano, en efecto. Y, muy preferentemente, una soprano lírica con suficiente expresividad dramática, una soprano wagneriana apta para Elsas, Elisabethes e incluso Sieglindes, o straussiana experta en Mariscalas o Ariadnas (aunque los haya estrenado una Brunhilde tan notoria como Kirsten Flagstad, o interpretado sopranos ligeras como Lucia Popp). Pero no faltan versiones de mezzosopranos (Waltraud Meier, Nina Stemme…), pintorescos tenores supuestamente heroicos (como el inefable René Kollo, que se atrevió a grabar Im Abendrot) e incluso barítonos como Konrad Jarnot.