Secuencia en blanco y negro: un ciudadano chino recibe la noticia del fallecimiento de su padre, se dirige a su aldea natal y se encuentra con el alcalde y un vecino, quienes le ponen al corriente del deseo de su madre de celebrar la inhumación del fallecido con la tradicional procesión a pie, lo que no deja de ser un dificultoso incordio. El razonable ciudadano intenta convencer a su madre de las prácticamente insalvables dificultades que presenta la procesión deseada, pero finalmente cede a la pretensión materna conmovido por los recuerdos de la ejemplar historia de amor de sus progenitores, que se nos empieza a desgranar con prolijidad en luminosos y bellos colores. Llevada a buen término la peripecia amorosa, volvemos al blanco y negro para contemplar el éxito de la procesión fúnebre, con la colaboración desinteresada de los antiguos alumnos del difunto, y el cumplimiento de otro frustrado deseo materno: el hijo repite a los escolares la primera lección de su padre maestro. Tan lindo cromo narrativo constituye toda la esencia, presencia y potencia del filme que mereció el Oso de Plata del último festival de Berlín. El director de aquella obra maestra que se llamaba La linterna roja nos obsequia ahora con esta estampita, llena de luz y de color, repleta de tierno lirismo y fresca ingenuidad, pero más simple que el mecanismo de un sonajero y más falsa que un billete de tres mil pesetas. Si esta terneza viniese firmada por un director francés, pongamos por caso, las coñas del respetable serían inmisericordes. Pero los occidentales tenemos el corazón especialmente dispuesto a recibir con arrobamiento las chinoiseries más relamidas y somos particularmente sensibles a los aromas orientales, que gozan siempre de presunción de exquisitez sin que prácticamente se admita prueba en contrario. Así nos luce el pelo.
Otra incursión cinematográfica menor.
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