De nuevo con un clásico de la literatura universal y, como siempre, el atenazamiento del temor reverencial. Reconocido por todos como una de las cimas estilísticas de las letras británicas, elevado por Borges a la divinidad, Thomas de Quincey asombra en cualquier caso, y el asombro ensombrece la apreciación. Inmediatamente antes de habérmelas con sus famosísimas Confesiones, había leído una Antología, prologada precisamente por Borges, que incluye Los últimos días de Enmanuel Kant y otros ensayos sobre Goethe, los oráculos paganos, los tres aldabonazos de Macbeth, etc., y me habían maravillado la exquisita arbitrariedad, la sutil ironía y el finísimo olfato literario de De Quincey. Después de leer las Confesiones, sigo maravillado por los mismos méritos, pero, además conmovido por el testimonio, que en absoluto precisa de la absoluta y rigurosa veracidad para que la autenticidad de la elaborada introspección impresione con fuerza inusitada. Los abundantes excursos y las casi minuciosas digresiones que el autor nos regala, en su primera versión, no distraen en modo alguno, sino enriquecen el envolvente curso de su relato literalmente cautivador. Glosa el autor de tal manera su propio discurso que resulta ocioso cualquier comentario o añadidura y, dado que las virtudes estilísticas han sido ya múltiple y reiteradamente ensalzadas por detractores y apologistas del diminuto señor de Lancashire, con muy poco más puedo redondear la reseña.
La muy bien presentada edición de Clásicos Valdemar incluye la versión de 1821 y la ampliada de 1856, en excelente traducción de José Rafael Hernández Arias, que también prologa con cierta extensión la obra maestra. Dice la Encyclopaedia Britannica: “Unfortunately, De Quincey’s literary style in the revised version of the Confessions tends to be difficult, involved, and even verbose. His additions and digressions dilute the artistic impact of the original Confessions.” No es tal la opinión del traductor y prologuista Hernández Arias, que defiende la maestría absoluta de ambas versiones y llega a proponer que se trata de dos obras distintas y no de un original y una ampliación posterior. Pese a mi admiración fervorosa por el vehemente comedor de paraísos artificiales, mi opinión se acerca más a la de la prestigiadísima y referencial obra de consulta.
Después de esta inmersión obnubilante, ganas le entran al lector de sumergirse en Wordswordt, Coleridge y demás lakistas, tan admirados por De Quincey, e incluso de asomarse a la ciénaga del sublimador narcótico.
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