Mis exabruptos de hoy van contra cierta literatura femenina actual. Tan resbaladiza cuestión debería ser tratada con delicadeza y cuidado sumos y, aún así, se correrían muy serios peligros de salir más que escaldado de la osada metedura en camisa de once mil varas. Soy lo bastante botarate para que tales cuitas no me coarten las ganas de despotricar. Haré, no obstante, antes de meterme en harina, unas cuantas aclaraciones demasiado obvias que no van a servir de ningún modo para salvarme de las justas iras de muchísimas damas y no pocos caballeros, pero que considero necesarias para que nadie pueda sentirse legitimado o legitimada en la divertida y frecuente tarea de confundir el culo con las témporas.
La nómina de escritoras excelsas es interminable. Baste como sucinta relación de luminarias, sin salirnos del ámbito de las que escribieron en alguna lengua hispánica, la que sigue, susceptible “ad libitum” de ser aumentada pero no corregida: Teresa de Ávila, Sor Juana Inés de
Sea la segunda mi voluntad de declarar como hecho probado, sin necesidad de diligencia previa alguna, que el abajo firmante tiene de machista lo mismo que de campeón olímpico, con manifiesta incapacidad permanente total, en parte congénita y en parte readquirida, para ambas las dos profesiones (quiser eu, que diría el portugués).
Otra declaración, esta vez de principios, me servirá de inicio de mi andadura por terreno pantanoso. No me siento con humor ni talante de buscar algo aprovechable, que seguramente lo habrá, en ninguna de las prosistas de lengua hispánica menores de sesenta años, que pueblan los escaparates de las librerías, con las muchísimo más que honrosas excepciones de la desparpajada, tierna y entrañablemente bruta Maruja Torres y la mordaz y agudísima Carmen Posada. No soporto las farragosas y tópicas jeremiadas de Rosa Montero, me carga hasta el espanto la supuesta gracia criolla de Ángeles Mastreta, Ángeles Caso es una bellísima actriz desaprovechada pero una soporífera narradora, la malograda Montserrat Roig no alcanzó la suficiencia, le sobran retóricas vanas a Isabel Allende (que, sin embargo, promete) y, en fin… ¿para que seguir? Una vaga sensación de inanidad, cobijada bajo el manto de la sensibilidad especial y protegida por parapetos defensivos de lo propiamente femenino, que con demasiada frecuencia no pasa de lo meramente banal, penetra como un perfume liviano, pero irremediablemente deteriorante, los pañuelitos de encaje y bordado fino labrados en los talleres de estas artesanas hasta dejarlos inservibles para cualquier uso razonable, propio de un pañuelo. Incluso un aspecto tan valioso que todas sin excepción intentan tratar con primor y mimo, como es el de la amistad entre mujeres, ese sentimiento tierno y cálido, solidario y confidente, gozoso y juguetón, que entre hombres se proscribe por sospechoso, y que constituye, junto con la superioridad biológica e intelectual respecto al hombre, la temprana madurez y la mayor capacidad amatoria, uno de los irrenunciables privilegios de la condición femenina, se trivializa de forma degradante cuando lo tocan estas hermanas inversas del rey Midas.
Con muchos años de retraso, hace pocos días leí dos de estas pretenciosas pamemas. Empezaré por la más tolerable de ellas, una novelita rosa de título toscamente pucciniano -el juego de palabras es tan estúpido y malo que podría firmarlo cualquiera de estas literatas-, Recóndita armonía, de Marina Mayoral. Quedó dicho que es una novelita rosa. Falta por decir que no le faltan al comistrajo, elaborado en literaria fábrica de conservas, conservantes dramáticos, colorantes verderoles, estabilizadores operáticos y edulcorantes orgánicos e inorgánicos. Hay amistades femeninas que sobreviven a la diferencia de clase y talante, a la más empalagosa pijotería militante, a los amores masculinos compartidos, a las complicidades vergonzosas, a la tortilla de dos huevos con mayonesa, incluso a la mugre y a la guerra civil, y que sólo un cáncer puede tumbar. Hay señoritos de opereta francesa y obispos con vocación de barítono bajo. Hay caracteres de una sola pieza, eso sí de lino finísimo, pero tan falsos y tan poco creíbles como un argumento de ópera heroica. Hay, en fin, mucho cuento mal contado. De todas maneras, no es, ni mucho menos, lo peor que se puede encontrar en esta clase de paño. Al menos, se deja leer sin demasiado hartazgo e incluso, a ratos, resulta divertida, que no es poco.
La otra cosa ya pasa de castaño oscuro. Se llama algo así como Cuestión de amor propio, su autora es otra profesora de literatura que responde al nombre de Carmen Riera y se trata de un opúsculo del género llamado epistolar, cuya brevedad liliputiense no le impide adornarse, como la pipa de oro y plata del sultán, con cien mil incrustaciones de hojalata metaliteraria. La carta la escribe una pazguata exquisita, una preciosa ridícula, una letraherida enamorada, una pedante irremediable, una cursi sin paliativos. La autora, que es muy lista, deja al lector ingenuo pensar que su alter ego narrativo es la mismísima remitente de la carta de marras, tras la que se esconde para expresar las tribulaciones de su alma doliente, aunque, en realidad, cualquier lector un poco avisado y sobre todo ella misma, que es experta en teoría literaria y para eso está, debe darse cuenta de que el aparente guiño confidencial no es otra cosa que un artificio irónico distanciador y de que el verdadero punto de vista de la autora es el que se deja suponer que tiene la aguda, equilibrada, fría e invulnerable destinataria en sus confortables brumas nórdicas. Pero hay demasiadas evidencias de estilo que delatan lo fallido de la pretendida argucia
Parece mentira que una profesora de literatura tan leída y tan perspicaz como Doña Carmen no haya advertido que el juicio que la pobre Ángela emite sobre su badulaque amante en la página 48 (“Leí con ojos nuevos su obra y descubrí infinidad de detalles que me supieron a pedante exhibición, a retahíla de falsedades”) es perfectamente predicable de lo que ella misma escribe línea tras línea. Llama aún más la atención que la muy culta Doña Carmen no sepa que el adjetivo deletéreo significa mortífero o venenoso y no una sutil y evanescente mezcla de delicuescente y etéreo, como parece sugerir el párrafo que comienza en la página 16 in fine y acaba en la página 17: “Quizás mi afición por lo deletéreo, acentuada en los últimos tiempos, mi interés por lo desvaído y delicuescente han influido para que el otoño haya llegado a convertirse en mi estación predilecta.” Conozco, en fin, a palurdos musicales incapaces de distinguir un rondó de una misa de requiem, pero a ninguno que confunda a Mozart con Brahms. El retrato del fatuo escritor de éxito es tan burdo que descalifica a quien lo pinta. El catálogo de despropósitos podría continuar indefinidamente. Pero si esta cosa ha ocupado ya más de una página de crítica benévola, habría que llenar, en lógica proporción de cantidad, calidad y enjundia, más de cien páginas de reflexión y loa cuando la intención fuese hacer una reseña breve de La montaña mágica. Y no es cosa de. Los manes de Mann y el sentido común nos lo vedarían.
Quienes puedan columbrar que lo hasta aquí escrito sea sólo exudado pestilente de machismo desorejado o, lo que es peor, de misoginia resentida, lean, por favor, mis próximos exabruptos sobre escribidores varones actuales.
Dudo que a estas alturas del siglo XXI esté preparado para todos los chuzos que puedan lloverme por estas irritadas salidas de tono proferidas en las postrimerías del XX, máxime teniendo en cuenta que no soy capaz de encontrar en mi archivo los prometidos exabruptos contra escribidores varones actuales.
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