Debo volver a la narrativa. Al menos, durante un necesario período de vacaciones históricas, filosóficas y políticas. Después de la larga entrevista de Vázquez Montalbán con el subcomandante Marcos, me despaché, sin interrupción, el sólido constructo de Gustavo Bueno, que inmediatamente comentaré, las interesantísimas respuestas de Hobsbawm sobre el siglo XXI y las postpasionales reflexiones políticas de Ramoneda. Necesito ventilarme de ficción después de tal hartazgo de realidades.
No es tarea cómoda leer al creador de la escuela de Oviedo, ni jamás Bueno pretendió tal cosa. Pero, en cualquier caso, me atrevo, con la más rendida modestia, a sugerir que es posible llevar a cabo, sin pérdida alguna de rigor, un complejo ensayo de filosofía de la historia, desde el materialismo filosófico de su autor, algo más ligero de densidad expositiva y de aparato crítico, epistemológico y gnoseológico. Da la impresión, como siempre que se lee o se escucha a Bueno, que la pretensión - tal vez lograda – de resultar exhaustivamente irrebatible queda por encima de cualquier otra consideración, incluida, en ocasiones, la inteligibilidad del texto en primera y hasta en segunda lectura. Parece también – y esto ya es mucho más arriesgado decirlo – que las exigencias del método enturbian, a veces, la transparencia de los resultados. En cualquier caso, resultaría no sólo ociosa sino miserablemente ex-tópica (fuera de lugar) cualquier observación que pusiera en tela de juicio la indiscutible y enorme estatura intelectual y filosófica del autor en general y de la obra comentada en particular. Sólo desde muy elevadas plataformas del pensamiento se podría iniciar y, sobre todo, mantener un debate riguroso sobre las tesis magistralmente desarrolladas por Bueno, a la altura exigible para la circunstancia. ¿Quiero decir con esto que no resulta posible una crítica, filosófica, por supuesto, a este singular libro? En absoluto. Sólo que no estoy yo capacitado para hacerla y que se pueden contar con los dedos de una sola mano, y quizás sobren dedos, los que podrían aproximarse con competencia suficiente a desempeñar solventemente una tarea tal. Ello no obsta para que, desde la perspectiva de mero lector lego, quepan observaciones más o menos atinadas sobre las múltiples sugerencias, fundamentalmente de orden histórico, cultural y político, que brotan de una lectura esforzadamente atenta de España frente a Europa. Quiero detenerme tan sólo en dos de estos numerosísimos estímulos a la reflexión. Es el primero de ellos la idea filosófica de imperio como base filosófica para la configuración de una identidad de España que, por una parte, lleva a su constitución como nación (Nación – Estado) y, por otra, puede operar como pauta para orientación de su lugar político relevante en el presente y en el futuro. Es el otro el de las sucesivas identidades históricas de España: confín del mediterráneo y del orbe conocido, parte del imperio romano, unión de reinos que, bajo la hegemonía de uno, participa en una idea de imperio, constitución como Estado, parte de Europa…La obvia vinculación de estas cuestiones con problemas políticos actuales conceptualmente decisivos (nacionalismos, proyecto europeo, globalización, Iberoamérica, bloques económicos…) explica el atractivo de la obra de Bueno para un público que desborda ampliamente los ámbitos académicos y que no siempre estará en condiciones de abarcar su inusitada dimensión.
Cuando a principios del año 2000 escribí estas ingenuas e incompetentes consideraciones, aún me costaba reconocer en Gustavo Bueno la deriva “ramirense” (de los dos Ramiros esenciales, Maeztu y Ledesma Ramos) que, tal vez por la proximidad de su domicilio con tan notable estilo arquitectónico, tenía ya entonces más que iniciada. Otros productos más explícitos del autor, con la misma derrota, ya han sido comentados en este sitio.
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