Sunday, July 01, 2007

Dos viajes largos a uña de caballo (julio de 2001)



Las vacaciones veraniegas de Daniel vienen tradicionalmente incluyendo, por necesidades del servicio, una estancia campamental o similar. Este año le tocó un campo de trabajo en Huelva, para restauración de trajes e instrumentos musicales antiguos. Por razones que no vienen al caso, convenía acompañarlo en sus desplazamientos de ida y de vuelta. Así que, con una diferencia de dos semanas, hubimos de repetir, con leves variantes el mismo viaje. La primera fase se inició un sábado muy lluvioso, a muy tempranas horas. Sara y Gilles se iban el mismo día y ya se habían levantado antes de las seis de la madrugada para iniciar un periplo azteca con parada previa en París. Los acompañamos en el desayuno y les dimos una cordial despedida. Pocos minutos después de las siete, poníamos rumbo a las autopistas portuguesas. La lluvia sólo empezó a amainar a la altura de Coimbra y a desaparecer por completo por tierras ribatejanas. Cruzamos el Tajo utilizando por primera vez el larguísimo, sutil y muy elegante puente Vasco da Gama, cuando ya estaba felizmente olvidada una discusión absurda con Daniel sobre el recurrente tema de las drogas duras. Era ya casi mediodía solar cuando los encinares del Alentejo se mostraban a uno y otro lado de la autopista, que abandonamos al sur de Grândola para enfilar la carretera que, pasando por Ferreira, Beja y Rosal de la Frontera, finaliza en Sevilla, después de atravesar la Sierra de Aracena, en la que nos quedamos, como se verá. El obligado almuerzo se hizo en Rosal de la Frontera, en una taberna – restaurante, regentada por un vigués con incipiente acento andaluz y recomendada por un su compadre, empleado de la gasolinera vecina. No fueron, en absoluto, malos los productos que nos ofreció el gallego reciclado.

Galaroza es un hermoso pueblo blanco que, visto por arriba, desde la carretera, recuerda a los de las sierras de la provincia de Cádiz. Una vez en él se observa una estética más próxima a los cercanos vecinos extremeños y alentejanos que a la de sus parientes gaditanos. El hotel Galaroza Sierra está en las afueras del pueblo y cumple bien con su vocación de albergue de parejas vetustas de aficiones serranas y matrimonios con niños pequeños disfrutadores de piscina exenta de riesgos. No está demasiado bien atendido y resulta algo cutre, pero es limpio y suficientemente cómodo para procurar descanso reparador. Después de la siesta y el baño, nos acercamos al Jabugo de los míticos jamones. Además de jamones, hay en este altozano un casino con jugadores de mus, una plaza de toros algo desvencijada, una alameda con farolas en la que hacen tertulia viejas y viejos de pieles curtidas y una iglesia de torre ochavada, que conoció tiempos mejores y que conserva una elegante y altiva planta. No compramos jamones pero catamos el delicioso manjar, junto con lomo y otros embutidos ibéricos y riquísimo queso curado en un mesón cuya terraza dejaba ver el ondulante paisaje serrano, poblado de encinas.

Volvimos a Galaroza, paseamos todo el pueblo a pie y el inicio del anochecer nos sorprendió en una terraza de cerveza y tapas que, con el pueblo en fiestas, lucía muy animada. Jóvenes jinetes paseaban y exhibían alguna tímida cabriola. Regresamos al hotel lo bastante cansados para dormir de un tirón hasta bien pasadas las ocho de la mañana.

No tuvimos tiempo para conocer Aracena y bien que lo lamento. La carretera hasta Huelva está bastante bien acondicionada, pero es empinada y tortuosa. Pasa muy cerca de las históricas Minas de Riotinto, que tampoco tuvimos ocasión de visitar. Ya en Huelva nos resultó muy fácil encontrar el Colegio de la Fundación SAFA, de magnífico aspecto, en el que Daniel se iba a alojar durante los quince días de su estancia. En plena Avenida Sundheim y con un patio de palmeras e instalaciones deportivas generosas, inspiraba inicial confianza. Después de remoloneos varios y estrategias de evitación de posibles comentarios incordiantes de su madre, Daniel se incorporó al grupo de campeadores y formalizó a su manera un amago de despedida de circunstancias.

Emprendimos el viaje de regreso pasado el mediodía horario. Lucía buen sol y quería Mariné disfrutar de los encantos de alguna playa algarvía. Así pues, salimos de la autopista en Montegordo y nos instalamos en la enorme y limpísima playa, de aguas remansadas y transparentes. Reservamos mesa en un chiringuito de aspecto pulcro, tomamos un baño prolongado y sobre las dos de la tarde, engullimos una especie de chicharros portugueses, llamados carapaos, jugosos, sabrosos y bien condimentados, pero cobrados a precio de lubina. Sin más dilaciones, retomamos el regreso a Vigo, que culminó pasadas las diez de la noche. Resulta ocioso hablar de cansancio.

Transcurridas dos semanas laborales, a las dos de la tarde del último viernes de julio, se inició otra vez el viaje a Huelva, esta vez con parada intermedia en Portugal. La aldea natal del Nobel Saramago – Azihaga se llama – tiene una casa solariega, cuyo propietario, el Marqués de Rio Maior, decidió dedicar la planta baja a hospedería de turismo rural. La mansión conserva un empaque algo tronado, está bien decorada y es silenciosa y confortable. Sus viejas paredes están cubiertas de hiedra, las antiguas caballerizas están ocupadas con aperos de labranza e ilustradas con carteles de touradas y el amplio jardín dispone de piscina y cuenta con una jaula de buen tamaño, con pájaros lugareños y exóticos, algunos de ellos probablemente provenientes de la cercana reserva ornitológica de Boquilobo. En la biblioteca superabundan los libros de historia, con especialísima dedicación al Marqués de Pombal, verdadero genio tutelar de la casa, pues también en las paredes del salón de huéspedes cuelgan retratos de esta señera figura de lo que, generosamente, podría llamarse la ilustración portuguesa, que goza del mérito de haber restaurado Lisboa tras el trágico terremoto que conmoviera a Goethe y a Voltaire. Biografías ilustradas de Hitler, Mussolini y Dollfus arrojan sombras de sospecha sobre la ideología del propietario aristócrata. Decoran también las paredes de la sala retratos de los antepasados del actual marqués y un Pissarro que, poéticamente al menos, merecería ser original.

La aldea, en la margen derecha de un Tajo desmedrado, proclama ser la más portuguesa de Ribatejo. La casa natal de Saramago, paredaña con otras bajas que conservan las marcas de la pobreza originaria, ha sido realzada y azulejada, con pésimo gusto, por sus actuales propietarios. Una especie de nicho, también azulejado, recuerda al caminante que allí nació el autor de La balsa de piedra. En el lugar hay boticas, gestorías administrativas, dos iglesias e incluso una sucursal bancaria y una sede del Partido Comunista Portugués, pero ni una sola tienda de fotografías. Ello nos impidió recoger testimonio gráfico del despropósito.

En la terraza de uno de los bares del pueblo, y engañado por la tosca publicidad de un cartel, pedí un jarro de cerveza, sin sospechar que el recipiente contenía nada menos que un litro del rubio y espumoso brebaje. Los lugareños rieron con ganas mi torpeza de forastero.

Cenamos en un mesón con muchas pretensiones, regentado por un lindo obsequioso y remilgado, y pomposamente denominado O patio do Burgo. La cena fue sólida, contundente y sabrosa, pero lo mejor estuvo a cargo de un excelente tinto ribatejano, espeso y fuerte – 13’5 grados – pero de paladar delicado y noble. La habitación resultó acogedora, cómoda y propicia y el sueño fue reposado y plácido.

La confusión entre hora portuguesa y española hizo que saliésemos de Azinhaga más tarde de lo previsto, de modo que, a pesar de la reciente inauguración de un nuevo tramo de autopista entre Grândola y Ourique, cruzásemos la frontera del Guadiana cerca ya de las tres de la tarde. Un percance inesperado, la gasolina agotada, afortunadamente a sólo trescientos metros de una gasolinera, retrasó aún más el almuerzo, que se hizo en Cartaya, en un llamado Restaurante Consolación, en el que nos cobraron a precio de verdadera desolación una dorada a la plancha con gazpacho y ensalada. Cuando llegamos a Huelva, nos informaron en la recepción del hotel, situado justo enfrente del colegio en que se hospedaba Daniel, que este nuestro hijo acababa de estar allí preguntando por nosotros. Esta circunstancia menguó considerablemente las furiosas ganas de playa que Mariné arrastraba desde Vigo, pero aún así nos acercarnos a la mastodóntica Punta Umbría, superpoblada, aunque paseable. Lo mejor, el paseo, el baño y el vislumbre de las dunas y los pinares; lo peor el ambiente de apartamentos y hoteles de playa y el tufo a chiringuitos exterminadores.

De regreso a Huelva, pronto volvió Daniel a buscarnos. Afectos filiales aparte, necesitaba guita para la marcha nocturna de despedida que tenían programada él y sus compañeros de labor.

La ciudad no es fea ni bonita. La brisa y la temperatura, ideal para un norteño, inusualmente fría para los nativos, ayudaban a pasear. Tomamos unas tapas ricas, generosas y baratísimas en una pequeña taberna llamada La Prensa, enteramente decorada con primeras páginas de periódicos locales, nacionales y extranjeros.

Al día siguiente, domingo, y una vez que Daniel se despidió de sus colegas, se hizo el viaje de vuelta sin más interrupciones que una frugal colación en la estación de servicio de Alcaçer do Sal y un té de urgencia, capricho de Mariné, en Valença, a menos de veinticinco kilómetros de nuestra casa en Vigo. Llegamos sin novedad, señora baronesa.

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