Cualquiera que me conozca sabe de mi admiración por Manuel Vicent. En esta colecta de reseñas hay ya muestras más que evidentes de ella. No es extraño, pues, que me haya apresurado a adquirir su última novela. Con la misma prisa – y con decreciente avidez – comencé a leerla. En seguida la acabé y, en esta ocasión, por primera vez, no lo lamenté demasiado.
Casi todos estamos de acuerdo en que el campo propio de Vicent tiene dos o tres parcelas especialmente fecundas, brillantes y florecientes, que son la columna, el relato breve impresionista y las semblanzas y reportajes viajeros. Ello no le ha impedido crear importante obra narrativa de cierta extensión que, desde Pascua y Naranjos a Son de Mar, pasando por la Balada de Caín y la trilogía autobiográfica, vino demostrando sus indudables virtudes y talentos como novelador. No se puede decir que tales virtudes y talentos estén ausentes en su última publicación, porque – faltaría más – de estilo y de oficio anda Don Manuel más que sobrado. Pero es obvio que estilo y oficio no son bastante. Manierismo y decadencia, por hablar de tópicos mayores, ¿qué son sino oficio y estilo quintaesenciados y exentos?. ¿Quiero sugerir con esto que no hay en La novia de Matisse nada más que maniera?. La verdad es que no me atrevo a tanto, porque, ciertamente, Vicent nos cuenta cosas, nos dibuja personajes, nos retrata ambientes …, pero ¿cómo?. Discúlpeseme el grosor de la palabra, es decir, la grosería: con trampas. Si para ilustrar el carácter taumatúrgico de la belleza y del arte, para plasmar el mundo de los mercaderes de la pintura, las obsesiones de los coleccionistas o la tópica bohemia dorada del París de las primeras décadas del siglo son necesarias más de doscientas páginas, que podrían haberse presentado a La sonrisa vertical si contuvieran más y más extensos pasajes de sexo explícito, el esfuerzo no merece la pena. Me parece muy difícil soslayar una decepcionante sensación de banalidad a lo largo de la nada esforzada lectura del relato. El genuino esteta que es Vicent no debió haberse permitido incurrir en más o menos ingeniosas frivolidades de señoritingo culto y mundano. No es cierto, por otra parte, que el autor haya renunciado aquí a su justamente ponderada adjetivación. Simplemente practica un cierto ejercicio de contención, en absoluto modesto, por lo demás.
Seguiré leyendo devotamente las columnas, semblanzas y fogonazos del valenciano gozador de todos los mediterráneos, y esperando que su próxima incursión narrativa vuele a mayor altura.
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