
Magdalena Kozená - Mozart
Sigo como propagandista desinteresado de las estrellas de Deutsche Gramophon. Mis querencias son demasiado evidentes. Por eso mismo, me recreo en hacerlas públicas, sin beneficio (ni oficio).
Ocurrencias más o menos gratuitas, irregulares desde luego,antojadizas y arbitrarias alguna vez, respetuosas siempre, salvo exabruptos ocasionales provocados por agentes diversos.





Los numerosos aficionados a los paralelismos, equidistancias, simetrías, convergencias extremeñas y demás caprichos geométricos han tenido estos días ocasión muy propicia para darle gusto a su poco simpática querencia. Con motivo de las exequias fúnebres de uno de los más detestables asesinos políticos del siglo pasado, un nieto del puerco sanguinario y otro nieto de una de sus víctimas han dado rienda suelta a sus humores, para gloriarse uno de la infamia de su ancestro y para escupir el otro sobre el abominable fiambre del ejecutor del suyo: ancestro infame y ejecutor abominable son la misma odiosa persona, al fin extinta e incinerada (con el consiguiente riesgo de contaminación). La ruindad equidistante, con gesto de hipócrita atrición, nos vendrá a decir que uno y otro, aunque con muy equivocadas maneras, han expresado vehementemente el amor a sus antepasados. Añadirán que uno lo hizo impecablemente vestido de impoluto uniforme blanco y el otro hecho un arrapiezo, y que el primero no traspasó el umbral de la buena educación mientras que el segundo gastó un gesto de rufián de taberna. Melifluamente, invocarán también el respeto que se debe a los muertos y a las ánimas del purgatorio. Bien se ve que la centrada equidistancia ya se nos va desviando un tanto y que el fiel amenaza con descompensaciones y desvíos. Pero da igual, porque los ilustres equidistantes seguirán equidistantemente satisfechos, con la enorme satisfacción del deber cumplido en su ardua tarea de romanadores. Nada peor le puede ocurrir a un equidistante que ponerse en el lugar moral de la escena que sopesa: distinguir entre víctimas y verdugos es un error físico intolerable en un sistema de pesas y medidas que se precie de científico y objetivo.
Observen bien que el nieto de la víctima da la espalda a un paredón. Cada hombre y cada cosa, en su lugar. Descansen.

Confieso mi afición a los dameros malditos de Virginia Montes, heredera en la labor de su señora madre, Doña Conchita, que ya entretenía los ocios de mi juventud, desaprovechada en solucionar pequeños enigmas poco o nada edificantes. Acabo de resolver el que hoy publica, como todos los domingos, el diario EL PAÍS. El texto "oculto" es del fabulista y alto funcionario ilustrado Tomás de Iriarte, una letrilla ingeniosa que dice así:
Releo mi entrada del día 25 de octubre Disuelta en humo. Es el texto de la parte que tuve en la presentación de la novela de Fernando Bartolomé. El propio autor me ha informado de que a algunos de sus amigos de deportes, mesa y mantel les sentó como un tiro mi supuesta soflama, entendida por ellos como un mitin republicano, radical, sectario y rencoroso. Añadieron, al parecer, que no se fueron del acto por consideración a la amistad que les une con el novelista. Metidos en faena, podrían haber manifestado - no me consta que lo hayan hecho - que, por idéntica razón, no me partieron la cara. Hace muchísimos años que estoy convencido de que esta gente no es que no entienda nada: decididamente, no les da la gana de entender nada. Estar intelectual y afectivamente a favor de la defensa de la legalidad republicana es, en el peor de los casos, una legítima toma de partido y, en el mejor, un ineludible ejercicio de decencia histórica. Si manifestar tal posición de principio resulta radical y sectario, el fiel de la balanza pierde su sentido de equilibrio físico y se torna en puñal homicida. Si caracterizar al franquismo por sus facetas menos sanguinarias es rencor, el recuerdo es una función neuronal superflua que nos obliga a gritar ¡Viva el Alzheimer!. Como bien dijo Fernando en el mismo acto, nada digno y noble se construye desde el odio. Por eso mismo, estos señores nos lo están poniendo muy difícil a todos. Es tristísimo pensar que la dichosa guerra civil lleva camino de no acabarse nunca.
Porque Ulrika es constitutivamente fea de cuerpo y de alma , de rostro y de talle, por detrás y por delante, por arriba y por abajo. Tiene pujos de plutócrata e ínfulas de gran señora. Amante del protocolo helvético, orna sus convites de melindres y frufrús, de gollerias y delicadezas muy ricas en colesterol. Esta riqueza de lo superfluo se extiende por todos los ámbitos ulrikenses. Porque Ulrika es rica y presume de rica, es tonta y presume de tonta, es mala como un dolor y presume de bondad franciscana. A Ulrika se le llena la boca de pâté de fois y de proyectos empresariales ambiciosos y muy modernos. El primero enriquece su obesidad, los segundos empobrecen a sus clientes y proveedores. Hipócrita, falsa y dañina, se regodea en la insidia marrullera y el pellizco de monja envenenado. Miente más que caga, aunque caga toneladas cúbicas de mierda amarillenta y viscosa: comenzó siendo sólo pedorra pero fue mejorando su arte hasta el virtuosismo. Miente por mentir y por chinchar, pero, con más inteligencia, podría llegar a ser una profesional de la trapacería y del embuste productivo. Apunta maneras para el rijo y la ninfomanía, pero su fealdad y su condición de divorciada cornuda la mantienen en estado perpetuo de castidad obligada. Alcanza sus mejores logros en el pasmo de papanatas y advenedizos.
conviene y se adecua al alma retorcida de mi retratada como la vaina al puñal. El marido de Calpurnia no escribió La Guerra de las Galias porque tampoco sería capaz de escribir con la mínima solvencia exigible la croniquilla de un partido de fútbol de segunda división. Esta circunstancia encorajina inconfesable e inconfesadamente a Calpurnia, cuyo carácter se agria más y más según declina su vigor hormonal. No es Calpurnia escasa de luces, pero su inteligencia se ve dañada por la acidez de los humores. Es sumamente infrecuente y difícil oir de Calpurnia una frase amable o un comentario benevolente. Calpurnia se cuece en su propia salsa avinagrada y morirá con un rictus de inquina sorda y de livor en los labios.
Es totalmente asexuada, pero gusta de imaginarse, como Manon, in quelle trine morbide. Carece del más elemental sentido común, lo que no le impide intentar, y en ocasiones conseguir, gobernar la vida de cuantos le rodean. Una dulzura impostada, ultrasuave y sumamente cargante disimula apenas la abrasividad de una lija del nueve. Autoritaria, egocéntrica hasta el ombliguismo, desconsiderada y fatua, pretende convencer al mundo de su preocupación por el prójimo, su desprendimiento y su liberalidad. Más cursi que la niña de la estación, exhibe pujos de buen gusto artístico. Posee un piano de cola que ocupa toda una pieza de su casa y cuyas teclas esperan a perpetuidad la mano de nieve -por lo fría- que les arranque el primer compás. Metidos en becquerianos gastos, debemos señalar que alberga la firme convicción de ser la destinataria nata de la rima que comienza con eso de Cendal flotante de leve bruma..., pero su sutileza y su espiritualidad se parecen más a las de la señorita de Trevélez que a las de la Laura de Petrarca. Atacada del síndrome de la divorciada cornuda, se reconcome y complace en putear a su "ex" y en hacerse acompañar de chevalier servant, que le sirve tan solo como animal de compañía, sin los derechos de la más humilde mascota. Hipocondríaca hasta la desesperación, pronuncia conferencias médicas ilustradas, practica el intrusismo recetando pócimas y recomienda profesionales sufridores de su entera confianza. Para reforzar su autoridad, no duda en presentarse, una y otra vez, como cardiópata avezada. Por si tales prendas fuesen escasas, el mayor pelmazo del mundo palidece ante las supremas habilidades en el arte de dar la vara de esta dama singular, que paga las facturas telefónicas más abultadas de la Europa comunitaria y se hace esperar más de hora y media en todas y cada una de sus citas y compromisos, incluido el compromiso político, del que hace bandera agresiva. Last but not least, la señora ha entrado ya en la sesentena.
, tengo la nulamente documentada impresión de que no hay demasiados cristianos viejos por ninguna de las ramas ascendentes por la que se tenga el capricho de trepar. Que yo sepa, niguno de sus actuales parientes más próximos profesa religión alguna. Bienvenido seas, muchachito. Estás en buenas condiciones de crecer libre y feliz, incluso en un mundo tan baqueteado como éste en el que nos está tocando vivir. Prometo poner todo lo que esté en mis manos para que así sea. Se te ve un rostro más diferenciado de lo que suelen estar los de los mamoncillos de tu edad y condición. Consérvalo y mejóralo, incluso después de los cincuenta, edad a partir de la cual, según se dice, cada quien tiene la faz que se merece. Después de los cincuenta y después de los ciento cincuenta, porque, como dice el conocido chiste, para qué poner límites a la divina providencia. Brindo por tí.
Esta señora que hoy vemos, queridos niños, como ilustración fondona y abotargada del sic transit gloria mundi, fue, como podeis observar, mujer de belleza singular y rotunda, con un tirón erótico capaz de mover la entera dotación logística de RENFE. Este juguete roto, que sobrevive de la avidez de las revistas de la entrepierna, encandiló los más tórridos sueños de la generación de mi padre y de la mía propia, en un tiempo en que la mugre verdinosa y grisácea del franquismo hedía con particular acritud. Este icono vivo de la mariconería ibérica y mundial cantaba con excitantísima voz de fregona constipada y cursi los cuplés más socorridos y hacía de ellos baladas lánguidas y libidinosas que nos ponían como una Harley Davidson. Este ser patético y vulgar se pasó por la piedra, según cuenta en sus memorias -y me cuesta creer que mienta- a lo más granado de las ciencias y de las artes, desde Gary Cooper hasta Severo Ochoa, desde Hemingway a su marido Anthony Mann. En ocasiones, se empeñaba en disfrazarse de gran dama, pero su encarnadura era más de putón verbenero que de chulapa castiza o de marquesona candonga, y aún con todo y eso levantaba los corazones y demás órganos vitales con mayor y mejor eficacia que el más vigoroso estimulante con sólo dejarse ver. Tenía el alma plebeya y el instinto proletario, antes de convertirse en pasto de logreros. Fue, en fín, mujer de rompe y rasga, de armas tomar y no de pelo en pecho sino donde se debe tener.
Van en orden cronológico inverso los comentarios sobre el recital de Isabel Rey, que tuvo lugar ayer, sábado y día dos y sobre Il Comte Ory, que se representó el viernes, día uno. Vaya en primer lugar una opinión que no suscribe una porción no demasiado escasa del público: me encantó la puesta de escena de Lluis Pasqual. A quienes piensan que una historia bufa de sabor medieval, con cruzados ausentes, damas aburridas, seductores torpes y lances equívocos no se pude ambientar en un lujoso salón con arañas cristalinas, mesas de billar muy historiadas, cortinas propias de la marquesa de La Regenta y vestuario rigurosamente actual, sólo desmentido por las imprescindibles tocas monjiles y los expresivos cascos de capirote, les pido humilde licencia para replicar que tales decorados forman parte de una brillante, irónica, desvergonzada y adecuadísima intención narrativa. Nada impide imaginar que unos ricos burgueses ociosos se están contando a sí mismos un ensiemplo chocarrero, una decameronada chunga y chusca, una juerga alegre y disparatada en la que nada es verosímil, pero sí muy divertido y risible. Los abundantes guiños, a pesar de ser muy obvios, refuerzan la comicidad de las situaciones. Como el burlador es un cretino y debe resultar justa y necesariamente burlado, como las damas virtuosas tienen su virtud muy a punto de caramelo, todo debe decirse como se dice y presentarse como se presenta. Como todos los personajes están al cabo de la calle de lo que está sucendiendo y va a suceder, nadie necesita evitar la trapisonda. Y en esa trapisonda, el salón decadente queda de lo más propio.
Por comprensible capricho, los organizadores del festival Mozart quisieron rematar el de este año con una sesión monográfica del valenciano Martín y Soler, contemporáneo de Mozart, a quien el genio tenía en muy buena consideración. El rito fue oficiado por la también valenciana Isabel Rey, habitual de la casa y elegida por Harnoncourt para algunas grabaciones mozartianas.


Creo que fue en 1972 cuando se publicó en Nueva York esta novela tan referencial, en cualquiera de los sentidos que al adjetivo se le pueda y se le desee dar. Creo también que la edición de Mondadori, recién aparecida en el mercado, con traducción de Jordi Fibla, es la primera que se publica en España. Si así es, sorprende bastante que se haya tardado treinta y cuatro años en dar a conocer a los lectores españoles este inquietante relato
Como muy bien dice Andrés Sobrino, amigo excelente, conocedor abundoso de todas las literaturas, degustador y amante de las artes escénicas, cada vez que tenemos ocasión de disfrutar del teatro de texto, agradecemos la oportunidad que se nos da con justificado entusiasmo. Y esto es lo que ocurrió el otro día con la representación de La Cena, de Jean Jacques Brisville, con Josep María Flotats y Carmelo Gómez, que recorren ahora los teatros de provincias después de más de un año de éxito continuado en Madrid. Como es sabido, Brisville propone una plausible reconstrucción hipotética de lo que pudo haber sucedido en la noche del 6 al 7 de julio de 1815, día en que Talleyrand, sostenido por Fouché ("el vicio del brazo del crimen", en palabras de Chateaubriand) entra en la cámara regia del que se dispone a ser Luis XVIII, ya en Saint Denis y con Napoleón definitivamente caído. Ambos prodigios de corrupción, desvergüenza, indignidad, oportunismo y capacidad de supervivencia política son conscientos de que la única posibilidad que tienen de salvar el pellejo y la carrera depende de lo que el otro pueda maquinar: llegar, pues, a un acuerdo de circunstancias resulta vital para cada uno de ellos. Los dos tienen poderosísimas razones para odiarse y desconfiar del otro. Los dos sienten la necesidad de amedrentar y de destruir las posibles estrategias de su rival y necesario aliado. Uno y otro tienen la astucia de una rata de alcantarilla y la ilimitada capacidad letal de una serpiente venenosa. En el forzado acuerdo no puede, pues, haber vencedor ni vencido: ambos perecerían con la derrota de su enemigo. El sanguinario palurdo no despecia menos al aristócrata putrefacto que éste a aquél, pero se necesitan mutuamente.
En esta edición de 2006, no cogí el abono y hube de contentarme con cuatro espectáculos sueltos que se celebran en fines de semana. El primero de ellos tuvo lugar ayer en el teatro pequeño, con escenario en obras. Era sábado, no martes, ni viernes. Era día 3 y no 13. Sin embargo, alguna maléfica confluencia astral debió de producirse, porque sólo de ese modo puede explicarse que, con sólo treinta minutos de diferencia y en el reducido ámbito del odeón, la soprano Isabel Monar estuviese a punto de romperse la crisma, con resultado final de sólo leves desgarros en su elegante vestido azul de raso, y el joven pianista Rubén Fernández Aguirre perdiese una partitura. Con retoques en el orden del programa, el recital se desarrolló de manera musicalmente irregular. Por orden inverso a la agudeza de sus respectivos timbres, los tres solistas hicieron sus presentaciones vocales con Martín y Soler. Así pues, el barítono David Menéndez entonó una Preghiera algo fría, pero muy correcta; la mezzo Marina R. Cusí despachó Da parte gli scherzi, de L'arbore di Diana, con natural elegancia, y la soprano Isabel Monar se repuso de su percance con simpática entereza y cantó Consola le pene mia vita, de Una cosa rara, con solvencia más que suficiente.
Frecuentemente, soy el último en enterarme de las cosas que suceden en mis entornos más inmediatos, incluido el laboral. Así, por ejemplo, esta misma mañana, tuvo que ser una compañera quien me diese noticia de que una convocatoria de plazas para guarderías públicas debió corregirse, y fue además objeto de cuchufleta mediática, porque en su texto figuraba la expresión "familia monomarental o monoparental". La buena mujer quería que le aclarase, en mi condición de filólogo bricoleur (y de chichinabo), si la corrección era pertinente y la rechifla justa. Me lo pidió por correo electrónico y he aquí mi respuesta:
Por obvio que resulte, necesito explicar el título de esta entrada: se trata -discúlpenme la prescindible aclaración- de un torpe juego de palabras con el título original del célebre drama de Dürrenmatt La visita de la vieja dama, sustituyendo, con las necesarias adptaciones de género gramatical, Dame (=Dama) por Dumm (=tonto).


Sra. Dª Lucía Etxebarría
Tiene Vicente Aranda en su curriculum de autor muy notables creaciones que lo acreditan como cineasta talentoso y honesto. Se enfrenta aquí con el gran clásico de la literatura hispánica en catalán (sí, ya sé que Joanot Martorell era valenciano, pero me niego a admitir el disparate lingüístico de que el valenciano es cosa distinta a una variante dialectal del catalán). Y el resultado, pese a todas las prevenciones que discretamente el director se impuso, es, en mi humilde opinión, un fiasco. Quiso Aranda elegir para su versión los aspectos más humorísticos, la mirada más erótica y el talante más descreído de las andanzas del aguerrido caballero. Todo ello constituye una posición de partida espléndida, que no es, sin embargo, capaz de evitar un ritmo narrativo cansino y moroso y una frialdad expresiva, provocantes no a risa, sino a ocasionales bostezos que ni la fotografía esplendorosa de Alcaine ni los encantos estimulantes de Esther Nubiola (Pricesa Carmesina), Leonor Watling (Placerdemivida) e Ingrid Rubio (Estefanía) logran conjurar. Las tres están brillantes, como el resto del elenco, con especial mención del veterano Giancarlo Giannini en su papel de Emperador tronado y gagá, y de Victoria Abril, la más rijosa que maligna Viuda Reposada.
No me defraudó en absoluto la versión cinematográfica de la novela de Vargas Llosa. Con las inevitables elipsis, Luis Llosa logra algo nada fácil: mantener al espectador atento sin esfuerzos durante las dos horas y cuarto de proyección. Cierto que hay omisiones: las prolongadas sesiones de tortura a que es sometido el militante vasco y colaborador de la CIA Galíndez, antes de ser asesinado a manos del propio Trujillo y los equilibrios sobre la cuerda floja que ejecuta Balaguer en las horas inmediatamente posteriores al justo y chapucero tiranicidio, entre las más notorias. Cierto también que no sobra la sutileza en el trazo de algunos perfiles protagonistas y que el incómodo parecido físico (clónico casi) de Isabella Rosellini con su difunta madre Ingrid Bergmann nos provoca la sensación de estar viendo fantasmas. Con todo, la película logra sobrada y dignamente acertar con el tono adecuado para narrar el desgarro vital de Urania Cabral y todo el horror y la infamia de un régimen sanguinario y corrupto. Un déspota necesita siempre de muchísimas complicidades, de demasiadas complicidades, de manera que, como lúcidamente se ha repetido, lo peor de las tiranías no son tanto sus crímenes horrendos como su monstruosa y casi universal capacidad para pervertir conciencias. Ese aspecto crucial queda expresado con suficiencia en el relato novelesco y en su traducción fílmica.
Los energúmenos son bastante ubicuos. No se encuentran sólo en los partidos de fútbol de máxima rivalidad o en las tertulias de la COPE. Aparecen en lugares aparentemente insospechados por el refinamiento que gratuitamente se les presume. El otro día, en un concierto de la Orquesta Nacional de Ille de France que se celebraba en uno de los auditorios de la ciudad en la que vivo, mi vecina de asiento por la izquierda, una anciana malencarada y miope, blandió el programa de mano y asestó un papirotazo en el occipucio de otra fémina que ocupaba la butaca del mismo número de la fila siguiente a la que usurpaba la agresora. La víctima, una chica joven y modosa, se quedó literalmente sin respiración y ni siquiera osó volver el rostro hacia atrás. Debemos aclarar que nada hacía la muchacha que pudiera argumentarse como muy parcial descargo del vejestorio: no mascaba chicle, no abría y cerraba su bolso, no desenvolvía caramelos, no tosía, no aplaudía a destiempo, ni siquiera llevaba teléfono móvil. Sonaba el segundo movimiento del Concierto para violín y Orquesta op. 61, de Saint-Saëns. El andantino quasi allegretto debió de convertirse para la infeliz en subito molto dolente, pero mantuvo el tipo con ejemplar presencia de ánimo. En el intermedio, tal vez ya repuesta, con acento muy moderado se atrevió a recriminar al estafermo su fea conducta. La hidra le replicaba: "Movías la cabeza sin parar y me harté". Ni siquiera esto era verdad: la moza, de vez en cuando, apoyaba la cabeza por unos segundos en el hombro de su acompañante y la volvía a erguir. Eso era todo. Tímidamente, intervine en defensa de la ultrajada: no soporto a las gentes que en presencia de una injusticia manifiesta, por leve y poco importante que sea, se callan como muertos.


Se tomó algún tiempo Pedro Almodóvar, desde La mala educación, para retomar la cámara. En ese sentido, el título de la película autoriza a interpretarlo también como una proclamación. Vuelve, en efecto, y lo hace con dos de sus actrices favoritas, otras dos de nueva incorporación al grupo, una vieja gloria imprescindible y una promesa en flor. Y vuelve con una historia con inconfundible sello de fábrica, una historia manchega y universal, sentimental y esperpéntica, tremendista y tierna, melodramática y cómica. O sea, con una historia genuinamente almodovariana. El resultado es tan brillante y conmovedor como siempre y con otro cuartillo añadido de madurez y perfección con el que Don Pedro nunca deja de aderezar cada una de sus sucesivas creaciones. También como siempre luce esplendorosamente su capacidad proverbial para la dirección de actrices y nos ofrece a una Penélope Cruz despojada de glamour, más bella que nunca y mostrando una insospechada vis dramática de actriz de raza. Carmen Maura, desmelenada y desbordante, está a la altura de sí misma. Lola Dueñas confirma y revalida su espléndida labor en Mar adentro, con un papel muy distante del de la amiga de Ramón Sampedro. Blanca Portillo aporta credibilidad superior. Chus Lampreave se regodea como clásica del autor. La niña Johana Cobo es la naturalidad en estado puro. E impecable, como no podía ser de otra manera, la fotografía de Alcaine.
Me autosorprendo en flagrante delito de filisteismo. En mi entrada de anteayer, movido por no sé muy bien qué clase escrúpulos, remilgos o aprensiones, pretendía alejarme de lo que las almas miserables llaman sectarismo y que no es otra cosa que la necesaria toma de partido (sobre todo, en contra) que la decencia elemental viene demandando en este país desde hace ya demasiado tiempo. Me refiero, claro está, a la actitud mezquina, innoble, desvergonzada, resentida y putrefacta que el llamado PP (Proyección Paranoide, en feliz expresión de mi amigo José Fernando Pérez Oya), viene exhibiendo con impudicia intolerable y que ni siquiera es capaz de contener en momentos en que la dignidad y la inteligencia exigen un mínimo ejercicio de mesura. Cuando, con ingenua generosidad, la izquierda española le otorga carta de naturaleza democrática a ese precipitado de posfranquismo, arribismo, caspa ideológica, chulería, mendacidad y rencor (¿de qué?) a ese simulacro de formación política, controlada de cerca por uno de los individuos más antiestéticos, tanto física como espiritualmente, de toda la historia de España, está, ciertamente, haciendo de la necesidad virtud, pero está también tragando, en aras a esa necesidad, una tan ingente cantidad de sapos que corre el riesgo de indigestión crónica e incluso de envenenamiento letal. En los últimos días, la mayoría de los medios de comunicación están intentando dar a entender que el PP entra, por fin, en razón y se esfuerza en ponerse a la altura de las exigencias. No lo creo yo así. Las declaraciones infames de, entre otros, Jaime Ignacio del Burgo, María San Gil, Jaime Mayor Oreja, el indigerible e inevitable Eduardo Zaplana y el mismísimo "antiestético por antonomasia" pesan mucho más y tienen mucho mayor eco en la militancia cerril, que los fríos, aguachirlados y forzados ofrecimientos del cada día más indigno Rajoy en sede parlamentaria. Que les zurzan.
Esta mañana escuchaba Radio-2 y sonó la célebre romanza de Los Gavilanes que dice eso de No hay rosa como los labios de mi zagala... Mi cráneo alberga zonas cerebrales de tontuna bastante extensas y alguna de ellas debió de quedar activada con los trinos de Alfredo Kraus, de modo que me sorprendí a mí mismo maullando en inglés: There's no rose like my shepherdess' lips...Lo peor de todo es que me salió de manara espontánea, impremeditada, amorcillada y bobalicona. Paré de cantar, me dije que ya no tenía amigos ingleses a quienes divertir con aquellas simplezas del tipo too much for my body o from lost to the river. Pero pronto caí en la cuenta -nada hay que no se pueda empeorar- de que mi traducción repentizada ni siquiera tenía la escasa gracia de aquellas necedades adolescentes. Recordé el primer verso de uno de los sonetos de Shakespeare: My mistress' eyes are nothing like the sun, que expresa la idea contraria a la de la romanza zarzuelera, pero que adopta una forma gramatical prácticamente idéntica. No es posible cagarla con mejor éxito. Así que, animado por la rápida fortuna, me lancé al vacío con licencia para disparatar. Véanse los resultados:
Si las cosas evolucionan razonablemente bien, si la ciudadanía piensa más y embiste menos, si la llamada clase política se aviene a ejercitarse al aire libre, si nacionalistas vascos y nacionalistas españoles aprenden laicismo y civilidad, si los verdugos purgan sus culpas y algunos deudos de las víctimas saben ennoblecer su dolor y exigir justicia sin confundirla con la vendetta pública, si los predicadores de esencias y los vendedores de inquina se callan para siempre, es posible que allá para 2012, año arriba o año abajo, ETA haya pasado a la historia de la infamia y la ignominia. Menos claro me parece, aún con todos estos problemáticos pronunciamientos a favor, el futuro de la sociedad vasca sin la presencia de un demonio familiar que facilitaba a unos la máscara fea del hermano malo y a otros el pim-pam-pum mágico que hacía rebotar en todas las direcciones las pelotas de plomo y mierda que contra él se lanzaban. En el mejor de los casos, empezaremos a vivir como adultos responsables y no como energúmenos o mequetrefes. En el peor, nos entra un ataque de aburrimiento, un fervorín de patriotismo y un retortijón de nostalgia y volvemos a liarla.