Los numerosos aficionados a los paralelismos, equidistancias, simetrías, convergencias extremeñas y demás caprichos geométricos han tenido estos días ocasión muy propicia para darle gusto a su poco simpática querencia. Con motivo de las exequias fúnebres de uno de los más detestables asesinos políticos del siglo pasado, un nieto del puerco sanguinario y otro nieto de una de sus víctimas han dado rienda suelta a sus humores, para gloriarse uno de la infamia de su ancestro y para escupir el otro sobre el abominable fiambre del ejecutor del suyo: ancestro infame y ejecutor abominable son la misma odiosa persona, al fin extinta e incinerada (con el consiguiente riesgo de contaminación). La ruindad equidistante, con gesto de hipócrita atrición, nos vendrá a decir que uno y otro, aunque con muy equivocadas maneras, han expresado vehementemente el amor a sus antepasados. Añadirán que uno lo hizo impecablemente vestido de impoluto uniforme blanco y el otro hecho un arrapiezo, y que el primero no traspasó el umbral de la buena educación mientras que el segundo gastó un gesto de rufián de taberna. Melifluamente, invocarán también el respeto que se debe a los muertos y a las ánimas del purgatorio. Bien se ve que la centrada equidistancia ya se nos va desviando un tanto y que el fiel amenaza con descompensaciones y desvíos. Pero da igual, porque los ilustres equidistantes seguirán equidistantemente satisfechos, con la enorme satisfacción del deber cumplido en su ardua tarea de romanadores. Nada peor le puede ocurrir a un equidistante que ponerse en el lugar moral de la escena que sopesa: distinguir entre víctimas y verdugos es un error físico intolerable en un sistema de pesas y medidas que se precie de científico y objetivo.
Observen bien que el nieto de la víctima da la espalda a un paredón. Cada hombre y cada cosa, en su lugar. Descansen.