Por la parte de la amistad, y desde el humilde punto de vista del curioso lector, me regala otra vez más Fernando Bartolomé el honor de presentar un libro suyo. Se trata en esta ocasión de la novela Disuelta en humo que, ya lo voy adelantando, me parece un logro narrativo de primerísimo orden.
En forma de dietario y con el marchamo del género de intriga policíaca, pauta Bartolomé su relato en el decurso de las trece últimas jornadas de nuestra última guerra civil. Muy breves introducciones en cursiva glosan, al inicio de cada entrada en el registro del día, acontecimientos significativos e ilustran al lector sobre el panorama bélico, social y político, español y extranjero, que se va dibujando de manera no por previsible menos dramática. Esta referencia a la estructura de la novela resulta pertinente porque considero ese formato como uno de sus muchos y muy sobresalientes aciertos. Sólo de muy pocos de estos aciertos me ocuparé ahora: dar cuenta de todos excedería con mucho el tiempo que la prudencia y la elemental cortesía aconsejan para una ceremonia de este estilo.
Varias de las reseñas que he podido leer sobre Disuelta en humo destacan aspectos estilísticos y hablan de cosas como pulso cervantino, que sé que a Fernando le halagan mucho, pero que, precisamente por ser Fernando quien es, diré, con su venia, que me parecen una forma como otra cualquiera de tomar el rábano por las hojas y de resaltar lo obvio. Me explico. La familiaridad de Bartolomé con los autores del siglo de oro español es tal que, sin exagerar demasiado, se puede decir que incluso en su hablar cotidiano se expresa como lo hacen Gracián, Quevedo o Lope en sus ensayos, sonetos y comedias. Le viene de sabiduría y oficio. Por eso, nada tiene de extraño que su prosa esté impregnada de ese perfume clasicista que tanto llama la atención de sus neolectores. Mejor me cuadra a mí ponderar, en lo que a formalidades se refiere, la vivacidad de sus diálogos o el uso de un léxico expresionista, rico, eficaz y contundente con el que, además de frases redondas, logra imprimir carácter plástico a sus criaturas de letra. Un solo ejemplo entre mil: la utilización del verbo caparrear en su justo y adecuado lugar dota a escena y personaje de un color certero, de una exactitud y precisión inimaginables.
Más me interesa detenerme un poco en la envergadura moral de los dos personajes principales de la novela y en el carácter propio de ésta. Hay bastante de camusiano en el policía cincuentón y autodidacta Santiago Bragado, lombrosiano y sentimental, y el cirujano aristócrata y entregado Pedro Aventín, malcasado y santo laico. Componen ambas figuras un contrapunto trágico cuyo encuentro final es la consecuencia ineluctable de unos impulsos vitales irrefrenables y autodestructivos, arrastrados por un viento histórico emponzoñado.
Para su bien, Disuelta en humo no es una novela política en el sentido habitual que a la combinación del tal nombre y tal adjetivo se suele dar. Pero no es, no podría jamás ser – y quien conozca a Fernando lo sabe – una novela ahistórica. Muy al contrario, es una novela concienzudamente histórica – y ello en más de un sentido. El acercamiento de Bartolomé a sus personajes es profundamente compasivo en el más noble y etimológico sentido de la palabra. Y la mirada que dirige al abrumador telón de fondo –el final de la guerra- es lúcida y honestamente comprometida (también en el mejor sentido de la palabra), pero en absoluto privada de emoción. No puede ni debe permitírselo a sí misma una persona capaz de reconocer en el inicio del poema sinfónico Mazeppa, de Listz, los sombríos compases de La Varsoviana.
Compasiva, lúcida, honesta, comprometida, también indignada… Así es la mirada de Fernando Bartolomé a los últimos días de esa guerra incivil, con unos vencidos humillados y autotraicionados y unos vencedores no sólo totalmente exentos de generosidad, sino dispuestos a llevar a cabo una operación de exterminio y execración que, por la parte de la execración, perdura, o intenta perdurar, hasta nuestros días. Esta descomunal vileza se ejecuta bajo los auspicios de un régimen que era, sí, una tiranía cruel, pero también, y por encima y por debajo de eso, una mezquinocracia sin dignidad y sin lustre que sumió al país entero en un marasmo de grisura y acanallamiento cuyas consecuencias aún sufrimos.
En forma de dietario y con el marchamo del género de intriga policíaca, pauta Bartolomé su relato en el decurso de las trece últimas jornadas de nuestra última guerra civil. Muy breves introducciones en cursiva glosan, al inicio de cada entrada en el registro del día, acontecimientos significativos e ilustran al lector sobre el panorama bélico, social y político, español y extranjero, que se va dibujando de manera no por previsible menos dramática. Esta referencia a la estructura de la novela resulta pertinente porque considero ese formato como uno de sus muchos y muy sobresalientes aciertos. Sólo de muy pocos de estos aciertos me ocuparé ahora: dar cuenta de todos excedería con mucho el tiempo que la prudencia y la elemental cortesía aconsejan para una ceremonia de este estilo.
Varias de las reseñas que he podido leer sobre Disuelta en humo destacan aspectos estilísticos y hablan de cosas como pulso cervantino, que sé que a Fernando le halagan mucho, pero que, precisamente por ser Fernando quien es, diré, con su venia, que me parecen una forma como otra cualquiera de tomar el rábano por las hojas y de resaltar lo obvio. Me explico. La familiaridad de Bartolomé con los autores del siglo de oro español es tal que, sin exagerar demasiado, se puede decir que incluso en su hablar cotidiano se expresa como lo hacen Gracián, Quevedo o Lope en sus ensayos, sonetos y comedias. Le viene de sabiduría y oficio. Por eso, nada tiene de extraño que su prosa esté impregnada de ese perfume clasicista que tanto llama la atención de sus neolectores. Mejor me cuadra a mí ponderar, en lo que a formalidades se refiere, la vivacidad de sus diálogos o el uso de un léxico expresionista, rico, eficaz y contundente con el que, además de frases redondas, logra imprimir carácter plástico a sus criaturas de letra. Un solo ejemplo entre mil: la utilización del verbo caparrear en su justo y adecuado lugar dota a escena y personaje de un color certero, de una exactitud y precisión inimaginables.
Más me interesa detenerme un poco en la envergadura moral de los dos personajes principales de la novela y en el carácter propio de ésta. Hay bastante de camusiano en el policía cincuentón y autodidacta Santiago Bragado, lombrosiano y sentimental, y el cirujano aristócrata y entregado Pedro Aventín, malcasado y santo laico. Componen ambas figuras un contrapunto trágico cuyo encuentro final es la consecuencia ineluctable de unos impulsos vitales irrefrenables y autodestructivos, arrastrados por un viento histórico emponzoñado.
Para su bien, Disuelta en humo no es una novela política en el sentido habitual que a la combinación del tal nombre y tal adjetivo se suele dar. Pero no es, no podría jamás ser – y quien conozca a Fernando lo sabe – una novela ahistórica. Muy al contrario, es una novela concienzudamente histórica – y ello en más de un sentido. El acercamiento de Bartolomé a sus personajes es profundamente compasivo en el más noble y etimológico sentido de la palabra. Y la mirada que dirige al abrumador telón de fondo –el final de la guerra- es lúcida y honestamente comprometida (también en el mejor sentido de la palabra), pero en absoluto privada de emoción. No puede ni debe permitírselo a sí misma una persona capaz de reconocer en el inicio del poema sinfónico Mazeppa, de Listz, los sombríos compases de La Varsoviana.
Compasiva, lúcida, honesta, comprometida, también indignada… Así es la mirada de Fernando Bartolomé a los últimos días de esa guerra incivil, con unos vencidos humillados y autotraicionados y unos vencedores no sólo totalmente exentos de generosidad, sino dispuestos a llevar a cabo una operación de exterminio y execración que, por la parte de la execración, perdura, o intenta perdurar, hasta nuestros días. Esta descomunal vileza se ejecuta bajo los auspicios de un régimen que era, sí, una tiranía cruel, pero también, y por encima y por debajo de eso, una mezquinocracia sin dignidad y sin lustre que sumió al país entero en un marasmo de grisura y acanallamiento cuyas consecuencias aún sufrimos.
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