Por obvio que resulte, necesito explicar el título de esta entrada: se trata -discúlpenme la prescindible aclaración- de un torpe juego de palabras con el título original del célebre drama de Dürrenmatt La visita de la vieja dama, sustituyendo, con las necesarias adptaciones de género gramatical, Dame (=Dama) por Dumm (=tonto).
En el intermedio de la representación del Don Carlos verdiano que tuvo lugar ayer en mi ciudad de residencia, me encontré con un vecino de mi ciudad de origen, levantino de nación y amante, según sus propias palabras, del cuadrante noroccidental de la península, que usurpa más que ocupa un alto cargo en la administración cultural del municipio. Venía el sujeto a estudiar, a cata y a cala, las posibilidades de llevar a su jurisdicción a la compañía búlgara que perpetraba el desaguisado. Loable y esforzado propósito de un funcionario eficiente y resolutivo.
Debería, en todo caso, de haber sido yo el sorprendido por el encuentro. Pero esta clase de individuos posee la virtud de volver del revés cualquier situación, por peregrina que ésta sea y, como si lo más natural y lógico del mundo fuese su presencia a cuatrocientos kilómetros de de su casa o de su lugar de trabajo en día de labor y lo más absurdo e inimaginable la mía en un espectáculo en el lugar en que vivo, exclama el iluminado:
- ¡Pero bueno...! ¿Cómo tú por aquí?.
Como es fácil de imaginar, el comisario de cultura es un hombre untuoso y relamido, engolado y pedantón, menudito y con pujos de seductor caduco, se autorreputa de afrancesado y no pasa de precioso ridículo. Por otra parte, debe de andar circunstancialmente muy necesitado: se le iban los ojos tras el culo espléndido de la alcaldesa pepera (que, sin que sirva de precendente, ornaba con su palmito un evento operístico), como los de un hambriento tras un chorizo de Cantimpalo.
De los búlgaros y su versión de Don Carlo, mejor no hablar mucho: si no se hubiesen merendado el primer acto enterito, si no hubiesen cambiado arbitraria y gratuitamente el final de la obra, si, por el contrario, se hubiesen cargado, por incompetencia absoluta, al fulano que interpretaba al Marqúes de Posa en el inicio mismo de la representación, sin esperar al lugar propio del acontecimiento en el cuarto acto, su actuación podría haberse tolerado, pese a lo casposo y cutre de la escenografía y a la sustitución de las sandalias del Gran Inquisidor por mocasines blancos con adornos de goma negra.
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