Tiene Vicente Aranda en su curriculum de autor muy notables creaciones que lo acreditan como cineasta talentoso y honesto. Se enfrenta aquí con el gran clásico de la literatura hispánica en catalán (sí, ya sé que Joanot Martorell era valenciano, pero me niego a admitir el disparate lingüístico de que el valenciano es cosa distinta a una variante dialectal del catalán). Y el resultado, pese a todas las prevenciones que discretamente el director se impuso, es, en mi humilde opinión, un fiasco. Quiso Aranda elegir para su versión los aspectos más humorísticos, la mirada más erótica y el talante más descreído de las andanzas del aguerrido caballero. Todo ello constituye una posición de partida espléndida, que no es, sin embargo, capaz de evitar un ritmo narrativo cansino y moroso y una frialdad expresiva, provocantes no a risa, sino a ocasionales bostezos que ni la fotografía esplendorosa de Alcaine ni los encantos estimulantes de Esther Nubiola (Pricesa Carmesina), Leonor Watling (Placerdemivida) e Ingrid Rubio (Estefanía) logran conjurar. Las tres están brillantes, como el resto del elenco, con especial mención del veterano Giancarlo Giannini en su papel de Emperador tronado y gagá, y de Victoria Abril, la más rijosa que maligna Viuda Reposada.
En resumen, que si alguien nos obligase a la ingrata tarea de hacer un donoso escrutinio de la obra completa de Vicente Aranda, no salvaríamos a su Tirante el Blanco, como el cura y el barbero cervantinos hicieron con la novela homónima de Martorell.
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