Tuesday, June 26, 2007

Otro artículo de Pfaff



Destino Revelado: Una nueva dirección para América

William Pfaff

El Presidente Bush ha decidido ignorar tanto el mensaje político de las elecciones legislativas de 2006 y la presión del Congreso para un pronto fin de la implicación de América en Irak, como las propuestas Baker-Hamilton. Estas decisiones están encontrando una gran oposición, que probablemente va a fracasar. Los oponentes de Bush han sido incapaces de proponer un programa de retirada, que no sea una aceptación políticamente prohibida de la derrota americana y que no arriesgue unas consecuencias aún más destructivas en Irak y probablemente en la región –aún cuando el resultado de una retirada pospuesta pudiera ser aún peor desde cualquier punto de vista. La mayor parte de las críticas a Bush en el Congreso, en la prensa y en la televisión, y en la comunidad política exterior, son rehenes del pretérito apoyo que dieron a su política y de su omisión de cuestionar las bases políticas e ideológicas sobre las que se construyó esa política.

Es esto consecuencia de una penuria intelectual más amplia. Durante años ha habido poca o nula reconsideración crítica del cómo y el porqué la limitada, específica y, en definitiva, exitosa política americana de posguerra de “paciente pero firme y vigilante contención de las tendencias expansionistas soviéticas… y la presión sobre las instituciones libres del mundo occidental” (tal como George Kenan lo formuló en su momento) se ha mudado tras seis decenios en un vasto proyecto de “acabar con la tiranía en el mundo”.[i]

La administración Bush defiende la prosecución de este improbable designio por medio de ataques preventivos, internacionalmente ilegales y unilateralistas, a otros países, acompañados de detenciones ilegales y de prácticas de tortura, y pretendiendo que los Estados Unidos poseen un “status” excepcional entre las naciones, que les confiere especiales responsabilidades internacionales y excepcionales privilegios para hacer frente a tales responsabilidades.

Ahí es donde reside el problema. Antes que Bush, otros líderes americanos han tenido la misma pretensión en asuntos de menor enjundia. Es algo así como una herejía nacional sugerir que los Estados Unidos no tienen un status moral y un papel exclusivo que representar en la historia de las naciones y, por descontado, en los asuntos del mundo contemporáneo. En realidad, no es así.

Este engreimiento nacional es el comprensible resultado de las creencias religiosas de los primitivos colonos de Nueva Inglaterra (disidentes religiosos calvinistas, movidos por expectativas milenaristas e ideas teocráticas), convencidos de que sus austeros asentamientos en el desierto representaban un nuevo punto de partida en la historia de la humanidad. No obstante, los más tempranos asentamientos de Virginia eran comerciales, como también lo eran los de los holandeses, y las colonias propietarias de Pennsilvania y Maryland eran de cuáqueros, y carecían de tales ideas. Tampoco las tenían las colonias más tempranas, los españoles de Florida y el suroeste y los franceses de los Grandes Lagos y el Missisipi.

La nobleza de las deliberaciones constitucionales de las colonias que siguieron a la Guerra de la Independencia y la expresión del nuevo pensamiento de la Ilustración en las instituciones de gobierno que crearon, contribuyeron a esta creencia en la exclusividad nacional. Thomas Payne escribió que

el caso y las circunstancias de América les presenta a sí mismos como en el principio del mundo… No tenemos la oportunidad de ir en busca de información en el oscuro territorio de la antigüedad, ni nos arriesgamos en conjeturar. Somos…como si hubiésemos vivido en el inicio de los tiempos.

Incluso Francis Fukuyama, un recalcitrante neoconservador, reconoce en un libro reciente que las conductas económicas y políticas americanas continúan hoy día con una inmerecida pretensión de privilegio, el americano “cree en el excepcionalismo americano, que la mayoría de los no americanos encuentran simplemente no creíble.” Ni, añade, la pretensión es sostenible, toda vez que “presupone un extremadamente elevado nivel de competencia” que el país no ha demostrado.[ii]

La creencia es, a pesar de todo, vieja y poderosa. El crítico Edmund Wilson, escasamente chauvinista, escribía nostálgicamente, próximo al final de su larga vida, sobre “la vieja idea de una nación ungida que hace la tarea de Dios en el mundo”, si bien lamentaba la corrupción en su tiempo por “deriva moralizante.”[iii] Es cierto que, habiendo fundado una república, los americanos se hicieron a sí mismos sucesores de las monarquías dinásticas de Europa (aunque la República holandesa y la Federación helvética nos precedieron). Pero que Dios haya tenido que ver en esto, nombrándonos sus Elegidos y confiándonos una misión terrenal está aún por demostrar, y un teólogo moral deberá ver en la pretensión un pecado grave de soberbia.

Una pretensión de virtud política preeminente es una pretensión de poder, una exigencia de que otros países acepten como intereses universales lo que Washington hace valer. Desde 1989, cuando el fin de la guerra fría dejó a los Estados Unidos como única superpotencia, mucho de esto se ha hecho, con planteamientos de una benevolente (o incluso inevitable) hegemonía o imperio americano – una Pax Americana que sigue a una Pax Britannica. Aún cuando tales ideas no se han hecho explícitas en el discurso oficial, parecen empero universalmente asumidas, de una u otra manera, en la política y en los círculos políticos.

La articulación oficial más coherente y plausible de tal razonamiento fue ofrecida en el verano de 2003 por Condoleezza Rice, entonces asesora de seguridad nacional del presidente Bush, hablando en Londres durante la reunión anual del Instituto Internacional para Estudios Estratégicos. Dijo que el tiempo había venido a desechar el sistema de equilibrio de poder entre estados soberanos establecido por el Tratado de Westfalia en 1648. El acuerdo de Westfalia puso fin a las guerras de religión estableciendo los principios de tolerancia religiosa y la absoluta soberanía del Estado. Las Naciones Unidas son una personificación insuficiente de la autoridad internacional porque son una asamblea indiscriminada de todos los gobiernos del mundo y podría ser sustituida –sostenía- como definitiva autoridad mundial por una alianza o coalición de las democracias. Este es un tema frecuentemente fomentado en los círculos de Washington.

Dijo también Rice a los miembros del instituto que había llegado el tiempo de rechazar ideas de multipolaridad y equilibrio de poder en las relaciones internacionales. Y esto en referencia a los argumentos franceses, y de otros, a favor de un sistema internacional en el que un número de estados o de grupos de estados (como la U. E.) actúen de manera autónoma, sirviendo de contrapesos del poder americano. Siguió a esto la controversia en la que, antes de rematar el año, el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas rehusó autorizar a los EE. UU la invasión de Irak. El equilibrio de poder, dijo, habría “sustentado la ausencia de guerra” en el pasado, pero no promueve una paz duradera. “La multipolaridad”, continuó, “es una teoría de rivalidad, de intereses contrapuestos y, lo que es peor, de valores contrapuestos. Hemos probado esto antes. Condujo a la Gran Guerra…”

Las políticas de equilibrio de poder fueron, por supuesto, una respuesta al nacimiento de estados-nación de distinto peso y ambición, que para preservar su independencia y proteger sus intereses no tenían otra alternativa a las políticas que equilibraban sus relaciones y alianzas con otros para contener intereses enfrentados y ambiciones en conflicto. La única alternativa aparente a tal política es la sumisión de todos a un poder dominante. La aparente confianza de Rice en que tales conflictos y rivalidades no crearían problemas en esta nueva organización internacional de las democracias pudiera parecer muy optimista. A pesar de todo, tanto la comunidad política profesional exterior como la opinión pública americana parecen asumir, en general, que el sistema internacional está “naturalmente” abocado hacia una eventual consolidación del liderazgo americano en la autoridad democrática sobre los asuntos internacionales.

Durante el primer siglo y medio de la historia de los Estados Unidos, la influencia del mito nacional de elección y misión divinas fue generalmente inocua, una falsedad reafirmante e inspiradora. Durante ese período, el país permaneció en gran parte aislado de los asuntos internacionales. El mito encontró su expresión en la idea de un “destino revelado” de expansión continental –que incluye la anexión del territorio mejicano al norte de Río Grande- sin necesidad de recurrir al mandato divino.

Con Woodrow Wilson esto cambió. El mito nacional se convirtió en filosofía de actuación internacional y así ha permanecido. En la gran crisis de la primera guerra mundial, los Estados Unidos y Wilson personalmente se impusieron, a lo que parece, roles internacionales providenciales; Wilson dijo que él creía haber sido elegido por Dios para conducir a América mostrando “a las naciones del mundo cómo habrían de transitar por los caminos de la libertad.” La mortandad y la inutilidad de la guerra destruyeron en gran parte el orden europeo existente y minaron la confianza en la civilización europea. Los aliados europeos dieron una entusiástica bienvenida a la intervención americana en 1917, que desniveló el equilibrio militar, y el Plan Wilson de los Catorce Puntos para la paz transmitió la fascinación por los Poderes Centrales tanto al pueblo como a los aliados y a los neutrales.

El Plan Wilson, sin embargo, no tuvo ningún éxito. El principio de autodeterminación nacional universal no solucionó los problemas de Europa sino más bien los complicó, creando nuevos agravios étnicos y territoriales subsecuentemente explotados por los poderes fascistas. Un testigo de las negociaciones de Versalles, el diplomático británico Harold Nicolson consideró a Wilson como un hombre obsesionado, poseído…por la convicción de que el pacto de la Liga [de Naciones] fue su propia revelación y la solución a todas las humanas dificultades.” La negativa del senado de los EE. UU. a ratificar el tratado de la Liga de Naciones (que Wilson había imaginado como un protogobierno mundial) dejó persuadida a la mayor parte de los americanos de la prudencia del aislamiento nacional, pilar que sustentó la opinión mayoritaria en los Estados Unidos hasta Pearl Harbor.

Finalizada la Segunda Guerra Mundial, se mantuvo la tendencia aislacionista, y la política exterior fue asunto debatido en las elecciones de 1946 y 1948. Aún en 1959 el senador Robert A. Taft, figura señera del Partido Republicano, objetaba el tratado de la OTAN diciendo que entrañaba imprevisibles compromisos. (Sólo podemos imaginar lo que hubiese hecho hoy con la OTAN en Afganistán). Estaba, por otra parte, a favor de un “derecho internacional que defina los deberes y obligaciones de las naciones… tribunales internacionales…y fuerzas armadas conjuntas para hacer cumplir la ley y las resoluciones de esos tribunales.” Sentía que Naciones Unidas aún no habían satisfecho este ideal, “pero llevan una larga andadura en esa dirección.” Esta posición aparentemente contradictoria expresaba en su momento la paradoja de los sentimientos americanos en lo que se refiere a relaciones exteriores, reticente por una parte con los compromisos en materia de “políticas de poder” internacionales, y abierta por la otra a reformas utópicas, habida cuenta que ello confirmaba la especial posición que los EE. UU habían siempre pretendido. A pesar de sus reservas sobre los compromisos militares de los EE. UU en el exterior y de sus instintos aislacionistas, Taft aceptaba las visiones utópicas globales de Wilson y Franklin Roosevelt.

La Guerra de Corea y la creciente confrontación política con la Rusia soviética en Europa dotó de una nueva razón a la implicación internacional de América, interpretada en términos cuasi-teológicos por John Foster Dulles, Secretario de Estado de Dwight D. Eisenhower, un anciano abogado presbiteriano (un calvinista, como lo habían sido Wilson y los pioneros puritanos). La noción de los Estados Unidos como la nación providencial quedó integrada en la política exterior americana bajo el mandato de Dulles y, por tanto, George W. Bush en 2001 articuló automáticamente su guerra global contra el terror en imitación de la concepción de Dulles sobre la guerra fría (incluso en el momento de la caracterización de los terroristas del 11 de septiembre como agentes de una amenaza organizada global contra la libertad). La formulación fue acríticamente aceptada por la mayor parte de los círculos políticos y periodísticos, y en gran medida por la comunidad política profesional.

La política de la administración Bush sigue reflejando la influencia de la ideología de la guerra fría, que en el caso de Dulles revelaba la influencia del pensamiento histórico mundial sobre el enemigo marxista, incluso como asunción religiosa personal acerca del significado de la historia. La influencia ideológica neoconservadora, “neowilsoniana” sobre el pensamiento de Bush de que el curso de la historia está dirigiendo hacia la democracia universal, quedó reforzada por el encuentro en 2004 con Nathan Saransky, el antiguo disidente soviético. El argumento de Saransky de que la estabilidad internacional sólo es posible bajo las reglas de la democracia, está reflejada en la proclamación inaugural de su segundo mandato, de que el objetivo de la política exterior de América se ha convertido en “acabar con la tiranía en nuestro mundo.”[iv] Esto equivale a una muestra ingenua de lo que el filósofo político angloaustriaco Karl Popper llamó “historicismo”, refiriéndose a la creencia en las leyes del desarrollo histórico a gran escala.[v] La visión de Bush es la de una ingente lucha entre la democracia y el empeño de “los terroristas” en establecer un opresivo califato musulmán de alcance global. (Cómo lo van a hacer contra la oposición del Oeste industrializado y la Asia no musulmana precisa aún de una explicación convincente).

Así, la administración Bush y sus simpatizantes se contemplan a sí mismos como sostén de la fuerza dominante en el desarrollo de la historia. Si la trayectoria natural de la historia se dirige hacia la democracia, la política de los EE. UU consiste simplemente en acelerar lo inevitable. Cuando, como en Irak, esto no resulta ser tan simple, se puede evocar un argumento político equivalente del economista Joseph Schumpeter, relativo a la “destrucción creativa”, que dice que la destrucción (en determinadas circunstancias) allana el camino hacia el progreso. Schumpeter describe un mecanismo de la economía de mercado, pero cuando se aplica al desarrollo de la sociedad humana queda reducido a un asunto de creencia secular en el progreso –lo cual es una cuestión de fe y no una evidencia.

Los Estados Unidos son hoy el poder dirigente mundial por muchos, si no por la mayor parte, de los criterios convencionales. Con la mayor economía y el mayor y más avanzado arsenal de armas, como tal están reconocidos y como tal ejercen una amplia influencia. No obstante, está en la naturaleza de las relaciones políticas que un empeño en trasladar una posición de superioridad material al dominio sobre otros ha de provocar resistencias y puede fracasar, posiblemente de modo oneroso. En el caso presente, implica la subordinación de otros, señaladamente de otras democracias que [no] están dispuestas a aceptar el liderazgo de los EE. UU. en un nuevo orden internacional y pueden oponerse a ello por muy diversas y bien fundadas razones. En el pasado, las sociedades más avanzadas en cuanto a organización política y social, o en cuanto a poder económico o militar, o incluso en una especialidad limitada como la navegación, crearon imperios; pero en el medioevo y en los tempranos tiempos modernos los poderes imperiales no necesariamente eran tecnológica o militarmente superiores a sus naciones sometidas. El imperio austrohúngaro fue el resultado de matrimonios dinásticos y alianzas religiosas.

Las democracias más importantes de la actualidad son todas ellas sociedades avanzadas. En estándares sociales como la distribución de la riqueza y la igualdad de oportunidades, la protección sanitaria universal y la extensión de la educación pública o privada, y en determinadas tecnologías y actividades industriales, muchas están más avanzadas que los Estados Unidos. Están deseosas de colaborar con los Estados Unidos en asuntos de interés común, como lo hicieron durante medio siglo, pero no de subordinarse a Washington. Son conscientes de que este empeño de la administración en establecer un sistema de estados vasallos en Asia Central y Oriente Medio (el “Oriente Medio Ampliado”) ya ha producido dos guerras ruinosas y continuadas y empeorado la situación en Líbano, Gaza y los territorios palestinos e Israel.

Michael Mandelbaum, de la Universidad Johns Hopkins, se preguntaba recientemente por qué si otras naciones eran realmente contrarias al empeño americano de establecer una nueva hegemonía internacional, no ha habido otro empeño en armar una coalición militar para oponerse al primero. Describe a los Estados Unidos dominando ya al mundo, como el elefante (en genial comparación) domina la sabana africana: el tranquilo Goliat herbívoro que mantiene a los carnívoros a respetuosa distancia, mientras se hace cargo de “una amplia variedad de otras criaturas –mamíferos más pequeños, pájaros e insectos- proveyéndoles de alimentos según va atendiendo el negocio de nutrirse a sí mismo.”[vi] Todos saben que los Estados Unidos no son un poder predatorio, dice, por lo que cada cual se aprovecha de la estabilidad que el elefante proporciona, a expensas del contribuyente americano.

Los elefantes son también conocidos por aplastar a la gente, arrasar cultivos y jardines, derribar árboles y casas, y ocasionalmente volverse locos (de aquí, las “naciones canallas” [rogue nations]). Los americanos, por lo demás, son carnívoros. La administración ha atacado el orden internacional existente denunciando convenciones y tratados incómodos y reintroduciendo la tortura y las detenciones arbitrarias e indefinidas en la civilización avanzada. ¿Dónde está la estabilidad que Mandelbaum nos dice que ha sido proporcionada por este despliegue militar y político americano? La fatídica y destructiva guerra ofensiva en Irak, el continuado y creciente desorden en Afganistán seguido de otra guerra semejante, la guerra entre Hezbolah e Israel en Líbano, entre Israel y Hamas en Gaza, así como entre Hamas y Al Fatah, acompañada de la continuada crisis palestina, los rumores de nuevas guerras ofensivas americanas contra Irán o Siria, y la emergencia de una Corea del Norte nuclear: todo ello demuestra una profunda inestabilidad internacional.

El empeño americano en desregular la economía internacional y en promover la globalización, cualesquiera que sean sus beneficios, ha sido la fuerza más poderosa de desestabilización política, económica, social y cultural que ha conocido el mundo desde la segunda guerra mundial, que le da un riguroso parecido con aquella “constante revuelta de la producción, ininterrumpida perturbación de todas las condiciones sociales, interminable incertidumbre y agitación” pronosticada por Marx y Engels en el Manifiesto Comunista.

El interrogante de Michael Mandelbaum acerca de la utilización de coaliciones militares para contrarrestar el poder americano parece expresado desde otro tiempo. La utilidad de las coaliciones militares no es lo que acostumbraba ser, como los Estados Unidos saben muy bien. Nadie consideraría hoy, racionalmente, la guerra convencional con los Estados Unidos como una respuesta útil (o factible) al poder americano, aún cuando Corea del Norte e Irán (e indudablemente otros) hayan concluido que una disuasión nuclear ante lo que es visto como una amenaza de los Estados Unidos es una inversión que merece la pena.

El nuevo militarismo americano, como lo llama Andrew Bacevich, estimula la confianza en nociones obsoletas acerca del poder, basadas en la superioridad militar cuantitativa. El poder, actualmente, proviene, en primer término, del los activos y la influencia en el ámbito económico, financiero, industrial, político y cultural, en todos los cuales los Estados Unidos son vulnerables.[vii] Si la hegemonía internacional americana se considera una amenaza, hay medios políticos y económicos en la sociedad internacional para detenerla, por no hablar de formas no convencionales de resistencia militar que han sido utilizadas con éxito en Irak, en Líbano el pasado verano y, mucho antes, en Vietnam.

La guerra tiende actualmente a ser conducida por los nacionalismos o por las ideologías religiosas o políticas. El nacionalismo y el comunitarismo, la defensa de una identidad comunitaria y de la autonomía siguen siendo fuerzas políticas eminentemente poderosas, como en Vietnam hace tres decenios. La historia reciente de Líbano, Irak, Chechenia, las intifadas palestinas, los “estados fallidos” [“failed states”: estados que, por diversas razones –terrorismo generalizado, existencia de señores de la guerra, extrema corrupción, etc.- han perdido su legitimidad para el ejercicio eficaz del poder] (N. del T.), la memoria de la guerra de Vietnam y el espectro de “naciones canallas” que poseen armas nucleares se conciertan para hacer de las intervenciones militares en el mundo no-occidental un panorama nada atractivo.

¿Hay una política alternativa? En el momento de la muerte de George Kennan en 2005, se trabajó mucho en la política de guerra fría de contención, de la cual fue el inventor, y en la reivindicación del colapso de la Unión Soviética por desmoronamiento interno, tal como él había previsto. No se escribió mucho sobre la visión general de Kennan de la naturaleza de las relaciones entre estados, que estaba en radical contraste con las políticas y las presunciones del actual gobierno de los EE. UU y de la mayor parte de los que están implicados en la política exterior de Washington.

Él no creyó que la democracia entendida según los parámetros de Norteamérica y Europa occidental pudiera prevalecer internacionalmente. “Para tener real autogobierno, un pueblo debe comprender lo que eso significa, desearlo, y estar dispuesto a sacrificarse por ello.” Muchos sistemas no democráticos son inherentemente inestables. “Pero, ¿y qué?”, se preguntaba. “Nosotros no somos sus guardianes. Nunca lo seremos.”(No dijo que podríamos serlo algún día). Sugirió que las sociedades no democráticas deberían abandonarse a su suerte, “a ser gobernadas o desgobernadas como el hábito y la tradición dicten, exigiendo a sus camarillas gobernantes tan sólo que observen, en sus relaciones bilaterales con nosotros y con el resto de la comunidad mundial, las reglas mínimas del trato diplomático civilizado.”[viii]

Agotada la guerra fría, Kennan no vio la necesidad de mantener la presencia de las tropas americanas en Europa, y poca necesidad de las mismas en Asia, sujeta a los intereses de seguridad de Japón, aliado de los Estados Unidos por tratado. Deploró los programas económicos y militares existentes con “tan gran profusión y complejidad que escapan a las normales posibilidades de supervisión pública, por no hablar de la privada.” Se preguntaba por qué los Estados Unidos estaban [en 1992] dando apoyo militar a cuarenta y tres países africanos y veintidós (de veinticuatro) países en América Latina. “¿Contra quién van a ser, posiblemente, empleadas esas armas?… [Presumiblemente] contra sus vecinos o, en conflicto civil, contra ellos mismos. ¿Es nuestro negocio prepararlos para eso?

En los últimos años cincuenta, un colega, el difunto Edmund Stillman, y yo pusimos en circulación un argumento que, con el tiempo, se convirtió en un artículo de revista y en un libro, sugiriendo que la obsesión americana con el poder comunista soviético se estaba volviendo en los Estados Unidos hacia una versión americana del historicismo marxista y del mesianismo ideológico. Decíamos que Washington había caído bajo la influencia “de la política ideológica de los treinta y el fervor moral de la Segunda Guerra Mundial” al asumir que nosotros y la Rusia soviética estábamos luchando, por así decirlo, por el alma de mundo.[ix]

Argumentábamos que lo cierto era todo lo contrario. Decíamos que el sentido común sugería, sobre los intereses reales de Rusia y China, que los tiempos no estaban de su lado, y que la política de Kennan de contención de los poderes comunistas más relevantes, era la correcta, que incluso lo que Marx habría llamado sus contradicciones internas los estaban minando. El interés de China era principalmente debilitar la supremacía soviética entre los comunistas. Rusia misma estaba en material declive. Su mesianismo se marchitaba. La Europa occidental, Japón y otras naciones asiáticas eran cada vez más dinámicas y podría esperarse que reclamasen su influencia prebélica. Los años cincuenta, concluíamos, eran ya tiempos de centros de poder plurales y de intereses múltiples, un sistema en el que el poder y las aspiraciones internacionales eran, cada vez más, expresadas por agentes estatales independientes, un sistema en que los Estados Unidos podrían florecer, pero la Unión Soviética, a largo plazo, no. Finalizábamos recomendando paciencia.

Esto dio mucho que pensar en la época. Retrospectivamente, es la historia del perdedor, que describe un camino sin andar. Podría parecer ahora de poco interés, si la dirección seguida actualmente no hubiese resultado tan desastrosa. Parece apenas imaginable que la actual administración pueda cambiar el rumbo de las políticas de intervencionismo militar y político de los últimos decenios, abandonar su propia versión de esos fenómenos, altamente agresiva desde 2001, a no ser que fuese forzada a hacerlo por un (sumamente posible) desastre en Oriente Medio. Parece que la cuestión relevante sea si una nueva administración dentro de dos años pudiera cambiar la dirección. Aún existen pequeñas señales de que, en la política exterior americana, se estimulan debates sobre principios y tomas de posición a favor un intervencionismo internacional motivado por la creencia en una especial misión nacional. El país debería encontrarse a sí mismo con una nueva administración en 2009 que le diese una nueva versión, menos abrasiva y más cortés, del propósito americano de hegemonía mundial, en lugar de otra ya periclitada por su inherente imposibilidad de éxito.

Los compromisos intelectuales y materiales adquiridos por la inversión americana, militar, burocrática e intelectual en el intervencionismo global, serán muy difíciles de revertir. La clase política de Washington sigue ampliamente convencida de que los Estados Unidos abastecen la estructura esencial de la seguridad internacional, y que una retirada de las fuerzas americanas de su expansiva red de bases militares ultramarinas, o el abandono de las actuales intervenciones [¿injerencias?] americanas en los asuntos de muchas docenas de países, podría desestabilizar el sistema internacional y producir inaceptables consecuencias para la seguridad americana. Rara vez se explica por qué esto ha de ser así.

¿Cuál es la amenaza que América mantiene a prudente distancia? Ni China ni Rusia amenazan la seguridad occidental, al menos en la opinión de la mayor parte de los gobiernos distintos al de Washington. Obviamente, todas las grandes naciones tienen necesidades energéticas y de recursos e intereses encontrados y en conflicto, pero hay pocas razones para pensar que esos y otros previsibles problemas no son negociables. Especulaciones belicistas de este jaez, que se escuchan a veces, cuando los conservadores americanos hablan de China o Rusia –por no mencionar a Irán-, son el producto del pensamiento mundialmente hegemónico y un flaco servicio para los verdaderos intereses de América.

La llamada guerra americana contra el terrorismo no ha preservado a sus aliados de la violencia. El problema terrorista es generalmente visto en Europa como uno de los de orden social interno y de integración de los inmigrantes –un asunto para tratar políticamente y con medidas policiales- relacionado con una crisis política y religiosa dentro de la cultura islámica contemporánea, que no es susceptible de remedio externo. Pocos líderes fuera de los Estados Unidos, excepción hecha de Tony Blair, consideran la amenaza terrorista como una conspiración global de aquellos “que odian la libertad” –una formulación pueril- o creen que la militarizada respuesta existente al fenómeno sea un éxito. Los resultados positivos han sido magros y las consecuencias negativas en las relaciones con los países musulmanes han sido desastrosas. El abordaje de los EE. UU devino en ser percibido como una guerra contra el “nacionalismo” islámico –una reafirmación de la identidad cultural y política (y un separatismo) –que como la mayor parte de los nacionalismos ha catapultado organizaciones armadas terroristas (como hizo, en su día, otro nacionalismo sin nación, el sionismo).

La alternativa no intervencionista a las políticas seguidas en los Estados Unidos desde los años cincuenta es minimizar las interferencias en otras sociedades y aceptar la existencia de un sistema internacional de poderes e intereses plurales y legítimos. Se podría pensar que la idea de que las naciones son responsables de sí mismas, y de que la interferencia militar americana en sus asuntos es más plausible para convertir pequeños problemas en grandes que para solucionarlos, podría atraer a un público americano que cree en la responsabilidad individual y la autonomía de los mercados, se considera a sí misma hostil a la ideologización de la política (ampliamente ignorante de sí propia) y declara querer ser gobernada en el orden constitucional, el pragmatismo y el compromiso.

Una política no intervencionista rechazaría la ideología y enfatizaría los juicios pragmáticos y empíricos sobre los intereses y las necesidades de su nación y de otras, con confianza en la diplomacia y en la inteligencia analítica, concediendo particular atención a la historia, toda vez que casi todos los problemas serios entre naciones son recurrentes o contienen importantes elementos recurrentes. La actual crisis en Afganistán, Irak, Palestina-Israel e Irán son de naturaleza colonial o postcolonial, que es generalmente ignorada en las discusiones políticas y mediáticas americanas.

Una tal política no intervencionista debería confiar principalmente en el comercio y el mercado, antes que en el control territorial o en la intimidación militar, para la provisión de recursos y energía que los Estados Unidos precisan. La acción política y diplomática serían los esenciales y principales instrumentos de las relaciones internacionales y de la persuasión; la acción militar, el último y peor de ellos, evidencia del fracaso político. Los despliegues militares en el exterior serían reexaminados con particular atención porque actualmente podrían constituir o bien impedimentos para la solución de conflictos entre “naciones amigas” (clients), o bien reforzar la intransigencia en la compleja dinámica de las relaciones entre naciones como las dos Coreas, China, Taiwán y Japón, dónde las soluciones duraderas pueden sólo encontrarse en acuerdos entre principales.

De haberse seguido una política no intervencionista en los sesenta, no habría habido guerra americana en Indochina. El enfrentamiento habría sido considerado como nacionalista en su motivación, no susceptible de ser solucionado por foráneos e inherentemente limitado en sus consecuencias internacionales, cualesquiera que éstas fuesen –como los hechos han demostrado. Los Estados Unidos nunca habrían sido derrotados, ni su ejército desmoralizado, ni sus estudiantes radicalizados. No habría habido invasión americana de Camboya, con apresurado genocidio de jemeres rojos. Los pueblos tribales de Laos se habrían, probablemente, ahorrado su ordalía.

Los Estados Unidos no habrían sufrido su catastrófica implicación en lo que fue esencialmente una crisis interna en Irán en 1979, que aún envenena los asuntos del Medio y Próximo Oriente, toda vez que no se habría dado la descomunal y provocativa inversión americana en el régimen del Sha como “gendarme” americano en la región, comprometiendo al propio Sha y contribuyendo a la reacción fundamentalista contra su modernización secularizante.

Sin ir más allá en lo que rápidamente podría convertirse en una ociosa discusión sobre los “podrías” o “no podrías” del último medio siglo, se puede, ciertamente, argumentar que unos Estados Unidos no intervencionistas no habrían ido hoy a la guerra de Irak. Aunque obviamente interesado en el libre flujo del petróleo de Oriente Medio, Washington podría haber asumido que los países consumidores de petróleo lo compraron en el mercado y que los países productores lo tuvieron que vender, sin otra cosa que pudieran hacer con su petróleo, y que la políticamente motivada interferencia en el mercado por los productores de petróleo fracasaría a medio y largo plazo, como ocurrió después de la subida del precio del petróleo de la OPEP de 1973.

Israel, con sus armas convencionales y no convencionales, es capaz de asegurar su propia defensa contra las agresiones externas si acaba siendo consciente de los límites de su capacidad para combatir las fuerzas irregulares. No puede esperar una seguridad total sin una resolución política de la cuestión palestina, un problema que sólo puede retirándose de los territorios ocupados con alguna aproximación negociada a las fronteras de 1967. El compromiso internacional será indudablemente necesario para una solución y sería de desear que fuese adquirido. Cuarenta años de implicación americana han infeliz y principalmente servido para permitir a los israelíes evitar enfrentarse a los hechos, contribuyendo a la radicalización en la sociedad islámica.

Washington debería lógicamente haber considerado que los pueblos que son víctimas de sus déspotas interiores, como los iraquíes antes de 2003, son responsables de sus propias soluciones y, generalmente, capaces de sus propias revoluciones –si realmente desean la revolución. Ningún poder extranjero ocupó Irak para imponer la dictadura de Sadam Hussein. Las actuales insurgencias iraquíes contra la ocupación militar y el gobierno impuesto por América, acompañados del montaje de un conflicto entre sectas, comprometen actualmente a la cuasi totalidad de las fuerzas terrestres americanas disponibles. El “cambio de régimen” es mejor dejárselo al pueblo que lo padece, que sabe lo que quiere, y que desea disfrutar o sufrir las consecuencias del cambio.

Una empecinada doctrina relativa a las responsabilidades de los pueblos consigo mismos puede parecer inaceptable cuando la audiencia de la CNN es testigo de las masacres en Darfur, Sierra Leona, Liberia, Ruanda y Bosnia. No obstante, una política exterior intervencionista en la que los EE. UU se injieren en otros estados con el fin de conformar sus asuntos de acuerdo con la ideología o los intereses americanos no es lo mismo que responder a atroces crímenes públicos.

Lo segundo puede ser relativamente fácil de tratar, como en el caso de Charles Taylor, otrora presidente de Liberia, responsable de varios conflictos en África occidental, rapaces y excepcionalmente sangrientos, que está siendo ahora juzgado en La Haya por crímenes de guerra. La hábil intervención británica que acabó con el caos civil y el conflicto en Sierra Leona fue un servicio público, como lo fue la pacificación de Liberia.

Hay límites para la viabilidad de una intervención humanitaria. Puede crear sus propios problemas, como los grupos no gubernamentales reconocen ahora. Sus esfuerzos y los de la O. N. U para alimentar y apoyar a los refugiados pueden facilitar la agresión arrebatando a las víctimas de las manos del agresor, como ocurrió con la intervención inicial en Yugoslavia, dónde el Consejo de Seguridad limitó a las fuerzas de la O. N. U a la “protección” de los civiles mientras una guerra de agresión sectaria y territorial estaba en marcha.[x] Una eventual intervención militar produjo los acuerdos de Dayton que dejaron, a su pesar, en situación inestable a Kosovo y al explosivo problema de la diáspora regional albana.

Las crisis humanitarias son a menudo la actual manifestación de inabordables agravios históricos, como en la antigua Yugoslavia y en Ruanda, dónde los tutsis, pueblo nómada camita que emigró hacia el área del Lago Kivu hace unos cuatro siglos, presumiblemente desde Etiopía, había impuesto una forma de gobierno monárquica y aristocrática sobre los hutus bantuparlantes, a pesar de ser los segundos mucho más numerosos. Las autoridades coloniales belgas y alemanas dejaron este sistema tal como lo encontraron, y persistió hasta la independencia en los años sesenta, cuando la tentativa de los hutus de acceder al poder democrático puso en marcha los conflictos que se sucedieron y culminaron con la insurrección genocida de 1994 contra los tutsis, que finalizó con estos mismos de nuevo en el poder.

Tales crisis a menudo se intensifican por fenómenos materiales, como las sequías de los últimos años en la semiárida Sáhel, la zona geográfica y climática que va desde Senegal a Etiopía y que separa los desiertos litorales de África de los territorios situados desde la sabana hasta el sur. Sus ocupantes han sido principalmente pueblos pastores trashumantes, identificados como árabes, distintos de los campesinos negros cultivadores del sur más fértil. El terreno cultivable ha sido reducido, provocando conflictos, movimientos poblacionales y malestar en los frágiles estados. Las víctimas de Darfur son refugiados del conflicto político de Sudán y su difícil situación se desbordó sobre Chad y la República Centroafricana, y amenaza con hacerlo sobre otros lugares.

Obviamente, esto no es una situación susceptible de solucionarse con una intervención militar extranjera. Ello no obstante, el ejército de los EE. UU presiona para la constitución de un nuevo Comando África, con posible base en Djibuti y con “tropas estratégicas de vanguardia” listas para tratar en África “una emergencia…como una realidad estratégica” (como dijo en Diciembre el almirante James Jones, ex comandante en jefe de las fuerzas de los EE. UU en Europa). La declaración sobre estrategia de seguridad nacional de los EE. UU de 2004 identifica los “estados fallidos” (failed states) en Äfrica, y los “estados canallas” (rogue states) como amenazas para los intereses americanos.

El apoyo de los EE. UU a la intervención etíope en Somalia, que depuso al gobierno islamista en ese “estado fallido”, junto con las demandas en los EE. UU y en Europa de una intervención contra los “árabes” musulmanes torturadores de los refugiados de Darfur, sugiere que en los círculos gubernamentales y en el pensamiento oficial la crisis humanitaria africana está empezando a ser confundida o asimilada con la más amplia “guerra contra el terror” de los EE. UU. Esto es un profundo error, y corre el riesgo de situar a los Estados Unidos en una carrera de interminables e infructuosas intervenciones contra la miseria de África –una “guerra larga”, ciertamente.

La proliferación de armas nucleares, desde las recientes pretensiones nucleares de Corea del Norte, es ahora más que nunca una preocupación americana. En Corea del Norte y en otros lugares, el incentivo más importante para obtener armas nucleares es el de disuadir la intervención militar americana (o israelí, en el caso de Irán). El provecho que otorga la posesión de tales armas es la intimidación de los estados vecinos y la inhibición de la interferencia extranjera. Por otra parte, como se está viendo en Irán, los esfuerzos para obtener armas nucleares pueden incitar a un ataque cautelar extranjero, por lo que la opción de la proliferación presenta sus propios riesgos.

En Washington, la posesión de armas nucleares por parte de Irán es habitualmente descrita como una amenaza par Israel, o para las bases americanas o sus intereses en la región, o incluso para Europa. Dada la capacidad de todos esos gobiernos para tomar represalias por medios tanto convencionales como nucleares, no parece plausible, ni siquiera razonable, que Irán pudiera iniciar semejante ataque, ni tan sólo imaginar que tuviera algo que ganar haciéndolo.

La posesión de armas nucleares proporciona, principalmente, poder simbólico, toda vez que su uso actual implica consecuencias imprevisibles e incontrolables, mientras que esta misma incertidumbre contribuye a su efecto disuasorio. Construir y probar un arma nuclear hace a un país ostensiblemente más importante, o un actor más notorio y más temido en la escena internacional y regional, pero la explotación efectiva del status nuclear, incluso con propósito de chantaje, no es fácil.

La amenaza nuclear no es automáticamente una amenaza creíble, puesto que su ejecución sería desproporcionada a cualquier provocación imaginable. Cualquiera que fuese el motivo, un ataque nuclear contra un estado no nuclear sin medios para la disuasión o la represalia provocaría un enorme escándalo y una gran inquietud internacional, incitaría a la intervención de uno (o de todos) los viejos estados nucleares así como de la O. N U y otras organizaciones internacionales, acarrearía un intenso oprobio internacional sobre el estado que hiciese uso del arma nuclear -y por supuesto incitaría a cualquier otro gobierno de la región que se sintiese potencialmente amenazado a avanzar en la consecución de su propia disuasión nuclear.

Por ejemplo, ¿ganarían realmente algo los Estados Unidos o Israel usando la penetración de armas nucleares contra las instalaciones nucleares de Irán, rompiendo la tregua nuclear que perdura desde Hiroshima y Nagasaki? ¿No se sumaría esto a los impulsos que ya sienten Arabia Saudita, Siria, Egipto, Turquía, quizás los estados del Golfo Pérsico, y ciertos países del lejano oriente hacia la búsqueda de disuasiones nucleares? ¿Y no daría a los europeos razones para reconsiderar su propia situación?

Como sugieren los estudios sobre estrategia nuclear de los últimos sesenta años, el valor de esas armas para un propósito distinto al de la disuasión parece insignificante. Su utilidad para la coerción o el chantaje parece muy dudosa sin no va ligada a una capacidad asegurada de contragolpe para disuadir la represalia, de la clase de las que poseían los estados nucleares de la guerra fría, y esto va más allá de los medios de los países actualmente candidatos al status nuclear.[xi]

La historia no ofrece a las naciones seguridad permanente, y cuando parece ofrecerles dominio hegemónico, habitualmente es sólo para arrebatárselo otra vez, a menudo de manera desagradable. Los Estados Unidos tuvieron la fortuna de disfrutar de un relativo aislamiento por todo el tiempo que duró. La convicción de los americanos en los siglos dieciocho y diecinueve de que el país era ajeno al destino común ha sido sucedida en el siglo veintiuno por una determinación de luchar (hasta “la victoria”, como el presidente insiste) contra las condiciones de existencia que ahora mismo la historia nos ofrece. Indispone contra ellas la consoladora ilusión de que el poder prevalecerá siempre, a pesar de la evidencia de que esto no es cierto.

Destacaba Schumpeter en 1919 que el imperialismo conlleva necesariamente la implicación de

una agresividad, cuyas verdaderas razones no engañan en cuanto a las metas que temporalmente se pretenden alcanzar…una agresividad en interés propio, como se refleja en términos tales como “hegemonía”, “dominio del mundo”, etc. …expansión por el interés de expandirse…uno de cuyas metas parece ser estar en permanente combate… semejante expansión es en tal sentido su propio “objeto.”[xii] [(un objetivo en sí misma)].

Tal vez esto sea de aplicación al caso americano, y hemos ido más allá de la creencia en la excepción nacional para hacer una ideología de progreso y liderazgo universal dentro de nuestra justificación moral para una política de simple expansión del poder. En ese caso, habremos ingresado en una lógica de la historia que en el pasado ha terminado invariablemente en tragedia.

18 de enero de 2007

Traducción de: José Ramón Rodríguez del Valle


[i] “The sources of Soviet Conduct”, Foreign Affairs, Julio 1957

[ii] America at the Crossroads: Democracy, Power, and the Neoconservative Legacy (Yale University Press, 2006), pp. 111, 112. Fukuyama y otros, como Robert Kagan, actualmente en retirada del proyecto neoconservador, insisten, a pesar de todo, en su continuada creencia en una misión nacional americana para llevar la democracia al mundo, a despecho de las desastrosas consecuencias prácticas de tales esfuerzos desde 2002, que ellos atribuyen a una ejecución deficiente.

[iii] Véase Lewis M. Dabney, Edmund Wilson: A Life in Literatura (Farrar, Straus and Giroux, 2005) p. 522.

[iv] Nathan Sharansky y Ron Dermer, The case for Democracy: The Power of Freedom to Overcome Tyranny and Terror (Public Affairs, 2004)

[v] La alusión de Popper es a “Hegel, Marx, Comte, Spengler y Toynbee.”. Escribía en un momento de ascenso totalitario, a mediados del siglo veinte, observando que todos esos sistemas de interpretación histórica ofrecían fundamentos sobre los que puede construirse una ideología totalitaria.

[vi] Michael Mandelbaum, The Case of Goliath: How America Acts as the W orld’s Government in the Twenty-first Century (Public Affairs, 2005), p. 10.

[vii] Andrew J. Bacevich: The New American Milatarism: How Americans Are Seduced by War (Oxford University Press, 2005). Véase también Anatol Lieven, America Right or Wrong: An Anatomy of American Nationalism (Oxford University Press, 2004), and Chalmers Johnson, The Sorrows of the Empire: Militarism, Secrecy, and the End of the Republic (Metropolitan Books, 2003).

[viii] George Kennan, Around the Cragged Hill: A Personal and Political Philosophy (Norton, 1993), pp. 64-65, 201, 223-224. Más tarde, en sus memorias, perfiló lo que esas reglas de las relaciones diplomáticas deberían ser: los Estados Unidos deberían comportarse

En todo momento, en los asuntos mundiales, como corresponde a un país de su tamaño e importancia. Significaría esto

. que debería mostrarse paciente, generoso y con espíritu uniformemente complaciente con los países pequeños y los problemas pequeños.

. que debería observar razonabilidad, consistencia y firme adherencia a los principios en el trato con los países grandes y los grandes problemas.

. que observaría en todos los intercambios oficiales con otros gobiernos un elevado tono de dignidad, cortesía y moderación en las expresiones.

. que, teniendo siempre presente que la primera de las obligaciones es con el interés nacional, nunca debería perder de vista que el más grande servicio que este país puede prestar al resto del mundo debería ser ordenar su propia casa para hacer de la civilización americana un ejemplo de decencia, humanidad y éxito societario del cual puedan otros deducir todo lo que puedan encontrar útil para su propios propósitos.

[ix] Edmund Stillmann and William Pfaff, The New Politics: America and the End of the Postwar World (Coward McCann, 1961 and Harper’s, January 1961) Véase también Stillman and Pfaff, Power and Impotence: The Failure of America’s Foreign Policy (Random House, 1966). Entre otros críticos del “establecimiento” politico de la época estaba, por supuesto, el mismo Kennan, el teólogo cristiano y político realista Reinhold Niebuhr (al que Kennan llamaba “el padre de todos nosotros”), Hans Morgenthau; Louis Halle, Ronald Steel (cuyos importantes libros The End of Alliance y Pax Americana aparecieron en 1964 y 1966, respectivamente), Kenneth W. Thompson, y, en cierto modo, el columnista Walter Lippmann.

[x] Véase, por ejemplo, David Rieff, Slaughterhouse: Bosnia and the Failure of the West (Simon and Schuster, 1995), y At the Point of a Gun: Democratic Dreams and Armed Intervention (Simon and Schuster, 2005)

[xi] El caso India-Pakistán es una excepción dado que su percepción de la amenaza es estrictamente bilateral, y los países implicados simplemente han reproducido para ellos mismos, gastando muchísimo dinero, el “equilibrio del terror” que existió entre los EE. UU y la Unión Soviética durante la guerra fría.

Algunos han sugerido que la adopción de las bombas suicidas por ciertos grupos terroristas musulmanes implica la posibilidad de un uso “suicida” de las armas nucleares, en contra de las nociones convencionales de disuasión. Noah Feldman, por ejemplo, escribe en The New York Times Magazine el 29 de octubre de 2006 que “los pensadores religiosos…creen casi por definición que hay algo en el cielo que el gobierno terrenal. Bajo las debidas circunstancias, podrían sacrificar vidas –icluso su propia ciudad- para servir a los divinos propósitos, tal como ellos los interpretan.”. No obstante, su propio examen posterior de la tradición musulmana y del pensamiento religioso, particularmente del elemento escatológico en la religión chií, tlleva a descartar esta posibilidad. A eso añadiría yo que lanzar un ataque nuclear requiere la cooperación de un gran número de personas, militares y técnicos, así como colaboradores políticos de los líderes que adopten semejante decisión, y parece improbable que todos ellos sean colectivamente suicidas.

El peligro de la utilización terrorista de las armas nucleares existe, pero es muy escaso. Requiere la complicidad de un estado nuclear; la plausibilidad política de que cualquier gobierno permita a los terroristas el control de tales armas es insignificante, y la complejidad técnica y logística de semejante operación sería grande. En cualquier caso, hay poco que hacer con esta posibilidad que aún no ha sido llevada a cabo. Véase William Langewiesche, “How to Get a Nuclear Bomb”, The Atlantic Monthly, December 2006; Robin M. Frost, “Nuclear Terrorism after 9/11”, Adelphi Papers 378 (London: The International Institute for Strategic Studies); and John Mueller, “ Is There Still a Terrorist Threat?, The Myth of the Omnipresent Enemy”, Foreign Affairs, September/October 2006.

[xii] Joseph Schumpeter, Imperialism and the Social Classes, traducido por Heinz Norden (A.M. Kelly, 1951) pp. 5-6.

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