Wednesday, June 27, 2007

Dos mezzosopranos












En el atril, dos retratos, portada de disco uno, primera página impar de libreto, el otro; en color el primero, en blanco y negro el vecino; de joven finesa aquél, de española madura éste. Pero estoy poniendo el carro por delante de los bueyes. Dejemos los adjetivos y las valoraciones para más tarde. Identifiquemos, antes que nada, a las protagonistas de este ejecicio de fisiognomía: Mónica Groop y Teresa Berganza. Radiante, perfectísima y tal vez algo excesiva la juvenil belleza de Mónica. Sabiduría, prestancia, naturalidad, empaque, garbo y elegancia suprema en el rostro de Teresa. Suelta, espesa y armónica, la cabellera de la lapona; recogida, cansina y maternal la de la madrileña. Exceptuando la sobresaliente y provocadora rotundidad de los pómulos de la más moza, no parece haber grandes diferencias entre los óvalos de pulcra talla de ambas divas. Sí las hay en sus sonrisas: pintada, demasiado abierta, un punto obscena y, sin embargo anodina, la moniqueña; limpia, generosa, reflexiva y un si es no es triste la teresiana. Es casi insultante la perfección inmaculada de la dentadura de Groop. Hay una discontinuidad profundamente humana entre los caninos y los premolares de ambos lados de Berganza. No otra cosa que la edad distingue un cuello del otro, labrados ambos con el temple de lo escultóricamente bello. Luce Mónica traje de noche, de amplio y generoso escote que no insinúa sino abiertamente muestra la plenitud de unos pechos que se suponen turgentes, y deja al aire unas clavículas algo escuálidas y unos hombros escasos con cierta tendencia al desmayo. Viste Teresa muy sobria blusa artesanal, diríase que de lino blanco, de tan majestuosa sencillez que apabulla. Pocas joyas en ambos casos: discretísimos pendientes en todos los lóbulos visibles y una apenas perceptible cadena que cruza el esternón berganciano. La directa frontalidad de la imagen de Teresa Berganza contrasta con el algo más que ligero escorzo de Mónica Groop. Hay cierta picardía, tan risueña como ingenua, en la mirada azul violeta de la escandinava, y una inteligentísima franqueza en la de la ibérica. Escucho ahora el aria de Sesto Parto, ma tu ben mío, de La Clemencia de Tito. Primero, a Teresa. Después a Mónica. Y no sé bien por dónde empezar a morirme de amor

Escribí este ejercicio escolar, con vanas pretensiones de lirismo cursilón, hace unos cuatro o cinco años. No me arrepiento de él, pero me provoca cierto rubor.La negrita que realza el último párrafo es un capricho indeseado del señor Word.

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