
Partiendo de una situación clásica y tópica de arribista con encanto, se llega a un final también clásico, aunque con una conclusión poco ortodoxa (la vuelta del revés de Dostoyevsky), pero impecablemente coherente con la tesis determinante: el éxito o el fracaso no dependen de nuestro esfuerzo ni de nuestras habilidades, sino del puro azar, tal como sucede en una partida de tenis en la que la pelota que roza el borde de la red decide la suerte última cayendo de un lado u otro de aquélla. Como esta pirueta narrativa constituye el gigantesco gag que es la película entera y, a la vez el desenlace del poco apretado nudo que sigue a un planteamiento nada extraño, no se puede, naturalmente, desvelar sin reventar intriga y chiste. A disfrutar de Woody Allen, que sigue siendo un genio.

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