En el cincuentenario de la muerte de James Dean, ese malogrado y excelente actor que con el paso del tiempo se habría desprendido sin duda de los tics y amaneramientos Actor's Studio que afeaban su trabajo, Televisión Española emitió la película Gigante, dirigida en 1955 por George Stevens, con una Elizabeth Taylor bellísima y espléndida hasta en sus caraterizaciones de abuela, un Rock Hudson tan pan sin sal como siempre, pero muy adecuado para encarnar al simplón de Jordan Benedict II y un jovencísimo Denis Hopper, que ya apuntaba maneras, aunque sin prefigurar sus personajes antológicos de Easy Rider, Un héroe de nuestro tiempo o La matanza de Texas. Había visto yo esta epopeya familiar de ganaderos conservadores y aventureros del petróleo alcohólicos y desesperadamente enamorados en los lejanos tiempos de mi curso preuniversitario. Cuarenta y cuatro años después, he podido experimentar lo caprichosos que pueden ser los mecanismos de la memoria. Uno de los detalles que más nítidamente recordaba resultaron ser las dos lámparas de mesilla de noche de color rosado que, simétricamente inclinadas, iluminan y oscurecen la negociación sobre el futuro de sus hijos que entablan Jordan y Leslie (Hudson y Taylor), cada uno en su cama, como debe ser. Ni la llegada a Reata con centenares de vacas abrevando en la laguna, ni el primer brote de petróleo en la pequeña heredad de Jett, ni la simbólica caída ebria del magnate sobre el vacío de su megalómana convención tuvieron tan claro y distinto poder evocador como esa velada intimidad doméstica. Ahora ya sé de qué fuente han bebido los creadores de la edulcorada serie Cuéntame para plasmar las conversaciones más relevantes de los tiernos Antonio y Mercedes.
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Hace pocos días mi mujer y yo nos hemos visto obligados a practicar una de las obras de misericordia catalogada como tal por la iglesia. No tiene demasiado interés señalar cuál de ellas, ni siquiera si era de las corporales o de las espirituales. Mientras la estábamos realizando, me acordé de una de las anécdotas que Ángel Sopeña cuenta en El florido pensil, manual de evocaciones del espíritu nacionalcatólico que nos maleducó. Un compañero del autor, interrogado en clase de religión por las obras de misericordia, enumeró entre ellas la muy notable de dar por saco al peregrino, en obvia e involuntaria confusión con la de dar posada al peregrino. Tomando el rábano por las hojas y con la petición de disculpas de rigor, me permito ponerme facilón en demasía y ofrecer esta relación alternativa de contrapreceptos misericordiosos:
Corporales
1. Darle jalapa al hambriento
2. Darle salmuera al sediento
3. Violar al desnudo
4. Injuriar a los enfermos y presos
5. Dar por saco al peregrino (copyright, amigo de infancia de Ángel Sopeña)
6. Olvidar al cautivo
7. Enmerdar a los muertos
Espirituales
1. Insultar al que no sabe
2. Dar largas al que lo necesita
3. Incitar y aplaudir al que yerra
4. Vindicar las injurias
5. Putear al triste
6. Castigar con cólera las flaquezas del prójimo
7. Maldecir a los vivos y a los muertos
Abuso de la confianza y me pongo aún más facilón. Son los jerarcas y súbditos herederos de los primitivos formuladores de las obras de misericordia, tal como las recogen los catecismos, los mejor cualificados para ejercer estas otras que yo, sin ninguna pretensión diabólica, expongo no sin advertir que alguna de ellas podría, en verdad, proponerse como plausible y muy ética norma de conducta.
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Leyendo una colecta de sátiras, apotegmas y aforismos de Swift, extraídos muchos de ellos de Los viajes de Gulliver y otras obras del autor, pienso una vez más en lo difícil que resulta dar credibilidad a la condición religiosa que proclaman y reclaman algunos de los más conspicuos e inteligentes cascarrabias de la historia de la literatura. Ese clérigo racionalista, gruñón y malhumorado, de ningún modo puede admitir a Dios y menos aún a las religiones establecidas. El caústico ingenio de A modest proposal... es incompatible con cualquier profesión de fe y, en esa medida, Swift y otros predicadores propician las imposturas.
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