Monday, October 03, 2005

Pepys y Baudelaire





Debo aclarar que carece el título de cualquier intención surrealista: no pretendo provocar ningún encuentro de objetos extraños entre si sobre ninguna mesa de disección. Simplemente, tenía anotadas varias ocurrencias atrasadas que hoy decidí poner al día. Acabo de registrar una de ellas (Teocracia y cara dura) y me pongo ahora a dar cuenta de las otras dos.
Una pedorra literaria del país, con decidida vocación de monja laica, acreditada a través de centenares de infumables columnas y casi media docena de novelas idiotas, ha dedicado parte de sus ocios a prestigiar aún más su suculenta firma glosando la figura del diplomático inglés del Siglo XVII Samuel Pepys, cuyos diarios han sido recientemente publicados, si no de manera completa, sí lo suficientemente amplia, en excelente traducción de Norah Lacoste. Este peculiar caballero que anotó durante diez años, en escritura encriptada con claves que tardaron casi dos siglos en ser descifradas, los acontecimientos grandes, pequeños y mínimos (pero nunca nimios) de su vida cotidiana, venía siendo, en descripción fácil y rápida, un golfo bastante ilustrado, amante del buen vino, la buena mesa y las generosas pechugas, pero también un alto funcionario sagaz y habilísimo, conocedor de los más recónditos entresijos de la política exterior, interior e íntima de la Inglaterra de sus días. Se comprende perfectísimamente que hubiera optado por proteger sus escritos de la curiosidad ajena porque, obviamente, le iba el pellejo en la tarea: tal es la naturaleza, no sólo picante, sino político-estratégica del contenido de sus memorias. Los secretos de alcoba, muchos de ellos secretos a voces, se entrelazan con las intrigas de palacio y los genuinos secretos de Estado. Fácil es entender que un sujeto con tales prendas de ninguna manera pude resultar poco interesante y tampoco antipático a una persona de bien y de talento.Cierto es que sus infidelidades, que en muchas ocasiones no pasan del recalentón a salto de mata o de la pequeña insidia cortesana, pueden retratarlo como persona de poco fiar, pero no es menos cierto que tales vilezas se intuyen bien correspondidas. Tampoco debe negarse que su respeto por las mujeres, incluida la propia, a la que arrea algún guantazo circunstancial movido por los celos, era más bien poco entusiasta. Pero tampoco esto debe desatar las iras de ninguna feminista, pues deben tenerse en cuenta no ya las costumbres de la época sino los usos y entendimientos de la propia pareja, que tampoco eran lerdos. Digamos por último que su condición de logrero, de la que no se ufana pero que tampoco oculta, no es motivo suficiente para descalificarlo, como tampoco lo son sus pretensiones algo horteras de elegancia indumentaria llamativa o sus discutibles gustos teatrales y literarios. En fin, que la reducción sumaria del personaje a un tipo autosatisfecho tan solo por sus logros sociales o a un petimetre machista, vacuo, superficial e irresponsable, es algo peor que injusta: es profundamente miope y simplista, como no podía ser de otro modo, tratándose de la autora del retrato.
Después de leer las supuestas confesiones de Baudelaire en Mi corazón al desnudo, me quedo con las de San Agustín. El de Hipona miente y transubstancia como un cerdo, pero el autor de Las flores del mal llora lágrimas de spleen sifilítico, balbucea exabruptos estériles contra los notarios de fincas y almas, se inviste de desprecio, vomita indignación y asco, y aunque no demasiadas veces es injusto, con frecuencia exhibe patetismos impostados. A fuer de ecuánimes y merecedores, por ende, de la más furiosa refutación baudeleriana, debemos reconocer los destellos de sublimidad de no pocos momentos de estos infiernos artificiales. Mantener el tipo como dandy , en lo personal y en lo literario, si es que se pueden escindir tales dolores, toda una vida y en todo momento, es una actitud tal vez heroica, pero destroza el corazón propio y alguno de los ajenos. Que se lo pregunten a Wilde. Aferrarse a una religiosidad estética, más deseperada que aristocrática, más maternal que agónica, está más cerca del tradicionalismo de Valle-Inclán (abominado por el propio poeta galaico) que del legitimismo de Chateaubriand (consecuentemente sufrido y ejercitado por el de Saint-Malo). Quizás por todo esto empiezo a tomarme más en serio la personal aversión por el dandismo que manifiesta Castilla del Pino.

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