Como el año pasado, el festival Are More se abre con Händel. La Wiener Akademie, dirigida por Martin Haselböck, interpretó muy académicamente el oratorio Il Trionfo del Tempo e del Disinganno, en el que fueron voces solistas Katerina Beranova, como Bellezza, Isabel Monar, como Piacere, Marina R. Cusí, como Disinganno y Marcus Ulmann como Il Tempo. Los oratorios alegóricos, tan de moda hasta bien avanzado el siglo XVII, fueron una especie de sucedáneo de la ópera de motivo religioso. Para un oyente actual, sus contenidos morales de exaltación de la virtud y denigración del vicio, sus monocordes recitativos, las repeticiones ad nauseam de arias y dúos, resultan un tanto cansinos. Se trata, en suma, de un género en el que la belleza musical queda desvalorizada por el adormecimiento que provoca la reiteración continua de motivos, aunque conserve sus atributos indiscutubles, sobre todo en los casos en que, como el que nos ocupa, el compositor es un genial maestro de las formas. Se encuentran, además, perlas especialmente valiosas como el aria da capo en la que Mozart encontró modelo para su Don Giovanni o la famosa Lascia la spina, que el propio Händel, con oportuna variación de texto, reutiliza en Giulio Cesare para el aria de Cleopatra Lascia ch'io pianga. De ambas podemos disfrutar los aficionados de este siglo en grabaciones de Cecilia Bartoli, por ejemplo. Isabel Monar no es Cecilia Bartoli, pero hizo un Piacere muy notable y cantó, en particular, el aria citada con primor suficiente, que mereció el Brava! de un vecino espectador entusiasta. Muy bien la voz oscura de Marina R. Cusí para Il Disinganno, discreto y sólo correcto Marcus Ulmann como Il Tempo y escasa, aunque bella, Katerina Beranova encarnando La Bellezza. Los académicos vieneses, dirigidos por la agilísima mano izquierda y el órgano magistralmente expresivo de Haselböck, estuviero a la justa altura de la obra.
Sin aparente relación con lo que acabo de escribir, aunque hay con ello un nexo meramente circunstancial que no voy a revelar, empiezo a respetar cada vez más la aversión acérrima de la cultura anglosajona por la mentira. No me estoy refiriendo a la mal llamada mentira piadosa (si es verdaderamente piadosa, no es propiamente mentira); tampoco a la mentira jocosa, si carece de mala intención y efectos perniciosos, ni a la mentira fachendosa de matasietes, cazadores, pescadores o pisaverdes de casino de provincias (ya quedan poquísimos). Me venía pareciendo que en ese odio protestante por el embuste, tan acendrado en los Estados Unidos de América, había una raíz puritana que, sin invalidarlo éticamente, lo hacía poco simpático y excesivamente rígido. Con esta idea, me pareció en su momento escandaloso que el pueblo norteamericano hubiese reaccionado a las mentiras descubiertas en el caso Watergate con muchísima mayor virulencia que frente a la inicial continuidad que dio Nixon a la guerra de Vietnam o a su nada reprochable decisión final de firmar el armisticio. Pasados más de treinta años, veo las cosas de otro modo. La mentira, fuera de las excepciones señaladas y muy pocas más, es esencialmente perniciosa, radicalmente corruptora y demoledoramente destructiva. Mina cualquier confianza pública o privada, siendo esta confianza el pilar fundamental de toda relación interpersonal y de todo modelo de convivencia civil. Envilece la actuación de engañador y de engañado. Convierte el comercio en rapiña y la amistad en puñalada trapera. Pervierte a los enamorados y enloda la toga de los jueces. Ningunea al oponente y envenena al atacante. Es, en suma, un arma de destrucción masiva y deja la tierra quemada que provoca su poder destructor infecunda por los siglos de los siglos. Estoy descubriendo mentirosos destructivos en mi ámbito laboral y también en el de la amenidad ociosa. No les temo: les desprecio. Pero, ¡cuanto los detesto!.
Escribo intentando espantar resucitados demonios familiares. No lo estoy consiguiendo.
Sin aparente relación con lo que acabo de escribir, aunque hay con ello un nexo meramente circunstancial que no voy a revelar, empiezo a respetar cada vez más la aversión acérrima de la cultura anglosajona por la mentira. No me estoy refiriendo a la mal llamada mentira piadosa (si es verdaderamente piadosa, no es propiamente mentira); tampoco a la mentira jocosa, si carece de mala intención y efectos perniciosos, ni a la mentira fachendosa de matasietes, cazadores, pescadores o pisaverdes de casino de provincias (ya quedan poquísimos). Me venía pareciendo que en ese odio protestante por el embuste, tan acendrado en los Estados Unidos de América, había una raíz puritana que, sin invalidarlo éticamente, lo hacía poco simpático y excesivamente rígido. Con esta idea, me pareció en su momento escandaloso que el pueblo norteamericano hubiese reaccionado a las mentiras descubiertas en el caso Watergate con muchísima mayor virulencia que frente a la inicial continuidad que dio Nixon a la guerra de Vietnam o a su nada reprochable decisión final de firmar el armisticio. Pasados más de treinta años, veo las cosas de otro modo. La mentira, fuera de las excepciones señaladas y muy pocas más, es esencialmente perniciosa, radicalmente corruptora y demoledoramente destructiva. Mina cualquier confianza pública o privada, siendo esta confianza el pilar fundamental de toda relación interpersonal y de todo modelo de convivencia civil. Envilece la actuación de engañador y de engañado. Convierte el comercio en rapiña y la amistad en puñalada trapera. Pervierte a los enamorados y enloda la toga de los jueces. Ningunea al oponente y envenena al atacante. Es, en suma, un arma de destrucción masiva y deja la tierra quemada que provoca su poder destructor infecunda por los siglos de los siglos. Estoy descubriendo mentirosos destructivos en mi ámbito laboral y también en el de la amenidad ociosa. No les temo: les desprecio. Pero, ¡cuanto los detesto!.
Escribo intentando espantar resucitados demonios familiares. No lo estoy consiguiendo.
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