Mis amores por la canción española nostálgica obligan a que esta primera transmigración sea retrógrada. Estamos en el mes de octubre de 1877. Yo, pobre de mí, estoy sentado ante los posos de una purrela sucedánea en el madrileño café de Platerías. Mi sueldo de gacetillero no da para más. Dormito a veces, miro distraidamente a los peatones de la Calle Mayor, me impresionan poco los que entran en el salón y menos aún los que salen. En el Real, se está representando La Favorita, de Donizetti. Canta Gayarre en su más alto esplendor y le acompaña, como Leonor de lujo, Elena Sanz. La función acaba de empezar y aún queda tiempo antes de que el público estalle en previsiblemente atronadores aplausos al final del Spirto gentil y mucho más para que hasta el mismísimo Arenal lleguen los bramidos de entusiasmo que provoca el duetto final, con Leonora muriéndose en los brazos del infeliz Fernando. Un compañero del Heraldo, pinturero y juerguista, debía entrevistar hoy al tenor navarro. Alguna cita galante debió de inspirarle la idea de hacerme a mí el encargo. Una buena ocasión que se me presenta para empezar a salir de mis grisuras municipales. Pero la epifanía recién ocurrida va terminar trastocando mis planes de progresar como plumilla. Es el caso que, aturdido por la aparición inesperada, salgo del café con pasos vacilantes que no dirijo a la calle de Bordadores, o a la más próxima de Hileras, para alcanzar Arenal por la plazuela de San Ginés. Si así lo hiciese, tendría un rato para gorronear un chinchón en El Café de Levante y coronar después la entrevista que me consagraría como campeón de la prensa.
Es día de triunfos en Madrid. Lagartijo, el torero republicano que se negara a brindar un toro a Isabel II, ha despachado en la nueva plaza del Abroñigal, con elegancia suprema, dos morlacos de la ganadería de Doña Antonia Breñosa, que dirige el propio diestro. El veinteañero Alfonso XII, ecuánime, ha disfrutado de la faena del rival de su amigo, el monárquico Frascuelo y cruza ahora, en su carroza, el Parque del Buen Retiro. Corre una brisa suave. La misma que me acaricia el rostro al embocar la Carrera de San Jerónimo y perderme luego por sus bocacalles más sórdidas. Entro en un burdel, dónde me contagio del mal francés que, así que pasen pocos años, ha de llevarme a la tumba en un manigual de Camagüey. Mis parientes y amigos dirán que caí en heroica batida, a balazos mambiseños. Pero yo bien sé que mis últimos estertores van a estar provocados por las injurias impías del tercer grado sifilítico. Y todo por la fugaz visión de la Pardo Bazán entrando en el salón de Platerías enfundada en terso vestido gris que ciñe las deliciosas turgencias de su cuerpo de matrona de veintiseis años. Tímidamente, intentaba acercarme a su diván sólo para mejor contemplar su busto espectacular y el inicio de la pantorrilla que asoma por sobre sus zapatos de tafilete. Y es que Doña Emilia es mucha mujer para mí. Lo es incluso para Galdós, aunque él todavía no lo sepa.
1 comment:
Muy bueno!
Pero no estoy yo tan segura de que la Pardo Bazán fuera mucha mujer para Galdós:-)
Grande si era, toda una mujerona, pero Galdós también era un buen mozo: alto y con buena percha. Se las debía de traer de calle. Y fama tenía un poco de mujeriego.
Seguro que has leído "Cartas a Galdós" (no sé si ése es el título exacto, te hablo de memoria), donde se reseñan algunas de las cartas de la Pardo Bazán a Galdos. "Minino, roedor mío"..., le llamaba, entre otras alegrías. ¡Lástima que no aparecieran las que Galdós!, que seguro que no se quedaban atrás en alegrías.
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