Monday, April 09, 2007
Paremiología, ciencia y divina providencia
El final de la cuaresma litúrgica proporciona estadísticas de accidentes de tráfico, imaginería andante, encuentros con viejos amigos, celebraciones patrióticas y alguna noticia chusca. Prescindiré de los accidentes y de las celebraciones, porque unos y otras acarrean mal fario. La espléndida columna que publicó Manuel Vicent el domingo de Pascua en El País me inhabilita absolutamente para decir cualquier cosa sobre procesiones y nazarenos, salvo que no habrá libertad de expresión por estos pagos mientras no se juegue el pellejo cualquiera que tenga la osadía de intercalar entre saetas o silencios devotos una descomunal blasfemia en prosa o en verso, cantada, recitada o simplemente gritada a pleno pulmón. Por lo que hace a los encuentros con los viejos amigos, quiero festejar el de una antigua compañera de curso con la que compartí almuerzo el llamado sábado de gloria. Mientras esperábamos en la solanera de un restaurante rural a que nos aderezasen la mesa en el interior, un anciano robusto y de ojos achispados se zampaba una montaña de percebes, acompañados de un vaso de sidra rebosante de cerveza. Pegamos la hebra con el valetudinario glotón, que se quejaba de sus descendientes varones y alababa las virtudes de las hermanas de tales pinchahuevos. "Vale más una hija puta que un hijo cardenal", le comentó, condescendiente, mi amiga. El vejete no pudo reprimir una risa conejil y algo convulsa que le hizo regurgitar parte de la cerveza que estaba bebiendo en ese momento. Sin que ninguno de los tres lo advirtiéramos, la dueña del restaurante, hija del tragón jocundo, estaba contemplando la escena y escuchando la conversación por detrás de los interlocutores: "¡Eso es hablar, señora! ¡Tiene usted más razón que una santa!", le oímos decir. A partir de entonces todo fueron amabilidades con nosotros. Cuando alcanzó el suficiente grado de confianza (mientras nos servía el segundo plato), nos espeta: "¿Saben ustedes que yo tengo un hermano cardenal?". La carcajada fue entonces unánime y sonora. Por supuesto, tengo apuntado el nombre y el teléfono del figón en siete sitios distintos para que lo pueda encontrar la próxima vez que viaje a mi provincia de nacimiento.
El otro encuentro amical que quiero glosar fue con un profesional de la medicina sabio, responsable y jovial, combinación difícil dónde las haya. Salía de una iglesia acompañado de su mujer, su suegra y otras piadosas damas. Tras los saludos de rigor, se hizo un pequeño "aparte", mujeres por un lado, varones por otro, en el que yendo de un lugar común a otro terminamos recalando en el vidrioso tópico de las curaciones difíciles, las esperanzas de vida, la importancia del mapa completo del genoma humano y de las posibilidades que abre en el progreso de la medicina, al que mi amigo no ponía límite alguno. Conocedor de su conservadurismo, empezaba yo a sorprenderme un tanto de su discurso, cuando me regala una apostilla tranquilizadora y balsámica:
-Todo esto y la divina providencia, claro está.
¡Y tan claro!, me digo yo a mi mismo. En mi incorregible ingenuidad, sigo asombrándome del prodigio neuronal que lleva a estas gentes a confiar en el método científico y creer simultánea y ciegamente en la voluntad divina.
Tenía pensado también hablar de las inhalaciones de polvo paterno de Keith Richards. De esto es Moncho Alpuente el responsable de que me inhiba. Me enteré de las bizarras declaraciones por mi mujer, que había sabido de ellas por otra persona que no conocía la identidad del sujeto. Este desconocimiento tuvo un efecto maravilloso: me entró un ataque de risa repetitivo, jocundo e interminable que no hubiese tenido lugar si estuviese enterado de quien era el propietario de la nariz esnifadora, antropofágica y, en cierto modo, edípica.
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