Sunday, June 14, 2009

Festival Mozart 2009 2.- Werther





El asombro hace, en ocasiones, difícil comenentar un espectáculo. Es lo que me está sucediendo en estos momentos al enfrentarme con la puesta en escena de este Werther que cierra, en lo que a óperas completas se refiere, el festival Mozart de este año. Graham Vick creó unos ambientes y climas, de los que los espectadores del Teatro Sâo Carlos de Lisboa ya pudieron disfrutar hace cuatro años, que nos han dejado boquiabiertos a todos cuantos ayer pudimos contemplar el prodigio. Muy pocas veces la sensibilidad, el ingenio, la más eficiente economía de medios y la inteligencia creativa se juntan en un espectáculo de manera tan fascinante y rotunda. Debo, no obstante, confesar que muy pocos minutos después de alzarse el telón, este palurdo servidor de ustedes incurrió en cicatería, miopía y mezquindad insufribles, al sentir, comentar en voz muy baja y considerar con ánimo zoquete, que aquellos chalecitos campestres para burgueses de medio pelo de los años cincuenta, con piscinitas plegables, columpios de quita y pon, balones de reglamento, bicicletas mal aparejadas y elementales cruces blancas de cementerio al fondo de la escena, traducían la trasposición de época con notorio mal gusto y se compadecían muy mal con la idea de una residencia señorial, nada menos que de comendador o bailío, de la Wetzlar del último cuarto del siglo XVIII. Tan desdichada apreciación empezó a abandonar mis neuronas nada má iniciarse el segundo acto, en el que el lugar en que se festeja el cincuentenario del curazgo del párroco del lugar se comienza a figurar mediante losas rectangulares grises y granates, pintadas sobre el propio cesped y más tarde paulatinamente cubiertas mediante una carpa que dejará traslucir, al final, el baile de los jóvenes. La vivienda marital de Charlotte y Albert se nos muestra en el tercer acto de manera tan sintética, completa, expresiva, sensible y funcional que, a pesar del reducido, casi miniaturesco, tamaño de los objetos que la pueblan, nada falta y nada sobra: hasta el color de las colchas de las dos pequeñas camas separadas de la alcoba conyugal rezumaba explicitud y sentido. El definitivo apabullamiento llegó con el cuarto acto en el que la idea, sin hipérbole alguna genial, de hacer transcurrir la representación cincuenta y tantos años después (es decir, en la más rigurosa actualidad) del momento en que el desdichado protagonista se levanta la tapa de los sesos, con una Charlotte anciana y claudicante haciendo su postrera declaración de amor y un Werther juvenilmente moribundo cantando su serena felicidad última nos dejó a todos literalmente sin respiración. En cada una de las cuatro imágenes que acompañan a esta glosa, se puden apreciar los cuatro ambientes. Me atrevo a conjeturar que un imaginario Goethe resucitado aprobaría con entusiasmo la bienaventurada ocurrencia.
¿Qué ocurrió con la música y el canto?. Pues, sencillamente, que, sin estar a la sublime altura de la puesta en escena, se comportaron. Estupenda la muy sensitiva interpretación de Charlotte que hizo Monica Bacelli; desiguales las prestaciones del brasileño Fernando Portari, insuficente a veces, totalamente tapado por la orquesta en más de una ocasión, aunque casi brillante en los momentos más esperados (su "Por quoi me reveillez?" fue francamente satisfactorio: renunciemos a recordar a los krauses, geddas, vanzós y demás glorias y consideremos sólo que Werther puede ser interpretado por un tenor ligero, siempre que esté muy bien dotado de cualidades y habilidades líricas...); los comprimarios María José Moreno y Joan Martin Royo (tan joven para barítono) estuvieron mejor que discretos y cumplió bastante bien el coro infantil de la sinfónica de Galicia. Ésta, la sinfónica de Galicia, espléndida: lo musicalmente mejor de toda la función.

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