Wednesday, July 01, 2009

Renée Fleming como Violeta


Hoy ando con humores poco proclives a las contemplaciones. Soy admirador discretamente devoto de Renée Fleming. Entre otros muchos méritos cuenta con los de haber encarnado una Rusalka fascinante, una Amelia (la de Simon Boccanegra, no la del Ballo in maschera)tierna y dúctil, una Desdemona conmovedora, una Condesa de Almaviva frágil, pero noble y, últimamente, ha sacado brillo a papeles straussianos como Daphne o incluso la Mariscala, y se ha atrevido también, y con muy buen éxito, con los Vier letzte Lieder del bávaro. Su competencia en los dos roles verdianos que se acaban de citar no implica su aptitud para todas las heroínas del maestro de Busetto, del mismo modo que no soy capaz de imaginarla, a pesar de su especial gracia para Daphne o su acierto como Mariscala, en la piel de Salomé o en el furor de Elektra. Sin embargo, indiscutibles maestros actuales, como Pappano, se quedan encantados de encomendarle uno de los más endiablados compromisos vocales de toda la historia de la ópera, cual es el de habérselas con Violeta Valery, que, como ya resulta tópico decir, necesitaría, para bien hacerse, al menos tres sopranos distintas, una para cada acto. No seré yo quien les reproche su elección, pero no me pidan que el resultado me deje satisfecho. En el primer acto, Doña Renata, con elegante traje de cortesana, en el que quedarían perfectamente enfundadas Anna Moffo o Lisa della Casa (o Anna Netrebko y Angela Gheorghiu entre las actuales), pero no así ella, puso gestualidad de granjera de Kentucky y voz de ruiseñora tartamuda, que salvando las coloraturas del sempre libera, nada de provecho aportó. Como era de esperar, dadas las concretas exigencias del papel en cada momento, las cosas le fueron infinitamente mejor en el segundo acto, cuyo refrenado pero intensísimo dramatismo quedó expresado con belleza cercana a la perfección por la señora Fleming, a la que también favorecieron muy considerablemente el hábito campestre de su nidito de amor y las sedas, blondas y transparencias negras que lució en el salón de Flora Bervoix. Volvió el declive en el tercer acto, con un addio del passato desentonado y chato y un gran dio morir si giovine desesperado y rabioso tan sólo por la furia con que arroja al suelo el misal que llevaba en la mano -aunque no del todo deslucido el dúo Parigi o cara.
El joven tenor maltés Joseph Calleja, que habíamos visto en La Sonnambula estuvo digno y discreto y, en algún momento, brillante. El mejor del elenco fue, sin duda el veterano Thomas Hampson, que hizo un Germont padre de los que se recuerdan y de los que, en el momento actual, pocos, salvo Nucci y otro par (escaso) de glorias, podrían superar.
A la puesta en escena de Richard Eyre sólo un adjetivo le cuadra: excesiva. Salvo la excelente figuración de la casa de campo de Violeta y Alfredo, todo, desde los salones segundo imperio al cuartucho de la agonizante Violeta derrocha recargado efectismo facilón. Al sutil y refinado espíritu de Violeta le deben repugnar tanto como al espectador los cuajarones de sangre tísica que se desparraman por los almohadones, el camisón y el pañuelo de la enferma, sin dejar de salpicar el delantal de su criada Annina.

2 comments:

domi said...

Estoy de acuerdo contigo, Renee Fleming no me pareció la mejor Violetta pero ha sabido suplir sus defectos por su presencia.
erda

Anonymous said...

Estoy de acuerdo contigo, Renee Fleming no me pareció la mejor Violetta pero ha sabido suplir sus defectos por su presencia.
erda