Monday, September 20, 2010

Breve viaje musical (en principio)




El motivo inicial de este escueto viaje de fin de semana era asistir al concierto que el pasado viernes dio en mi ciudad natal el violonchelista chino-parisino-norteamericano Yo-Yo Ma. El objetivo se cumplió debidamente y a plena satisfacción, como vamos a ver. Tal como era previsible, pues el solista acudía sin acompañamiento de orquesta, el grueso del programa se compuso con suites de Bach, de las que la número 1 en Sol mayor, BWV 1007 y la número 5 en Do menor, BWV 1011, ocuparon la totalidad de la primera parte. El Stradivarius de 1712 que Yo-Yo Ma pulsó y frotó fue expandiendo sonidos suaves, tersos, delicados, redondos y rotundos que inundaron la concentrada atmósfera del Palacio Valdés de una cálida e intensa emotividad, de una perfección bachiana muy difícil de superar. La segunda parte comenzó con la Suite para dos violonchelos del mejicano Samuel Zyman, que, aún siguendo los esquemas canónicos del género con imaginación no exenta de idiosincrasia local, salva con brillantez los riesgos del pastiche. Acompañó en esta pieza a Yo-Yo Ma el también mejicano Carlos Prieto, creándose entre ambos una simbiosis sin fisuras, explicable por la vieja amistad que, al parecer, les une, salpicada de anécdotas con la imposible génesis de un Stradivarius a partir del apareamiento de otros dos, fiasco que se compensa con el encargo a Zyman de la obra de la que hablamos. Completó la segunda parte la Suite número 3 en Do mayor, BWV 1009, niveles de excelencia idénticos a los que en su interpretación tuvieron las dos de la primera parte. Fuera de programa, una propina de excepción, Kol Nidrei, de Max Bruch, completó la espléndida función. Un público sensiblemente más joven y bastante mejor educado que el habitual en otras salas de conciertos aplaudió fervorosamente.
Rompiendo con la inveterada costumbre de hacer el viaje de vuelta de un solo tirón, hicimos una visita detenida a los paisajes envolventes y fascinantes del Cabo Vidio y, algo después un homenaje a Jovellanos en el pueblo en que vivió sus últimos días, esperando un embarque a Londres que jamás tuvo lugar: Puerto de Vega es un lugar bellísimo, con una pulcritud y un encanto muy poco frecuentes, que ha merecido con creces el galardón de pueblo ejemplar de Asturias en 1995. Un descubrimiento más que notable en Puerto de Vega fue "El Chicote", bar insigne instalado en una casa de piedra de 1751, que sirve, además de las bebidas propias de su condición, unos platos de repertorio reducidísimo, pero literlamente insuperable: el mejor bonito a la plancha que probé en toda mi vida, las gambas más rollizas y con mejor sabor que gastrónomo exigente pueda requerir, un pulpo con un punto de cocción digno de la más experta pulpeira de Galicia y un queso semicurado leonés (San Vicente)que tonifica el paladar más atrofiado. Todo ello regado con un albariño Castel de Fornos sin nada que envidiar a las marcas más reputadas y refitoleras de la denominación de origen Rías Baixas. El precio, de lo más razonable. El establecimiento cuenta también con apartamentos para alojarse. Altísimamente recomendable por todos los conceptos. Su estampa exterior se puede ver en la imagen superior de las tres que ilustran esta entrada: es la casa del toldo verde sin desplegar.

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