Tuesday, March 27, 2007

El Holandés errante, visto por Darío Comesaña


Darío Comesaña es, entre otras muy notables cosas, miembro de la Junta Directiva de la Asociación de Amigos de la Ópera de Vigo. No hace mucho que lo conozco, pero estoy en condiciones de afirmar que es hombre de aguda inteligencia, de profundos saberes y amplias erudiciones, amante sincero de la música, wagneriano devoto y persona excelente y excelentemente bien educada. Con todas estas virtudes, y con una habilidad envidiable en el manejo de las nuevas tecnologías auditivas y visuales, nos regaló ayer una charla que, en el marco del ciclo La Ópera y el Mar: el barco de las pasiones, pronunció en el salón de actos del Centro Cultural Caixanova en Vigo. Rigor, precisión, sensibilidad, orden, método, amenidad y conocimientos extensos y magníficamente relacionados fueron las prendas principales de esta conferecia digna de memoria. Cantadas las virtudes de expositor y discurso, cúmpleme ahora manifestar una humilde discrepancia con la visión de Darío de esta ópera inspirada en un breve relato de Heine, que el propio Wagner caracterizó como síntesis de dos mitos: el viaje de Ulises a Ítaca y la leyenda del judío errante.
Observa Darío en Senta, la protagonista femenina de la ópera, una infinita piedad ascética (pietista, se diría) que la mueve invenciblemente a la redención del sufrimiento inextinguible a que está condenado el desdichado holandés por su temeraria blasfemia pretérita. Veo yo, con su permiso, una profundísima "com-pasión" amorosa (humana, demasiado humana) que la lleva hasta el último sacrificio en su finalmente desesperado ímpetu redentor. Coincidimos ambos en los afanes salvíficos de Senta, pero Darío la santifica y yo la planto en la tierra. Por eso mismo, me gusta de la puesta en escena de Harry Kupfer (la que se nos mostró en la conferencia) que Senta no se arroje al mar sino que se precipite en el duro suelo, desde el que la posibilidad de emerger en vuelo ascendente hacia los cielos es absolutamente nula. Pienso también que esta solución, sólo en apariencia "fuera de libreto", se compadece mejor con las cosmovisiones de Wagner y de Heine, tan distintas e incluso contrarias, pero convergentes en su negación de cualquier forma de transcendencia. Admito, por supuesto, la refutabilidad absoluta de mi opinión, pero debo aclarar que creo sinceramente que no se sustenta en mi condición de ateo practicante, sino en principios de orden estético. Mi ateísmo es, desde luego, radical, hasta el punto de defender la certeza de que la religiosidad y el instinto de rapiña son, por ese mismo orden, las dos causas principales de la imposibilidad de la utopía de un gobierno justo en el mundo. Es radical, pero no intransigente: está dispuesto incluso a admitir que Voltaire haya pedido confesión en su lecho de muerte o que Heine, atacado de insufrible esclerosis múltiple, invocase al "eterno" en su dolor constitutivo, aunque me parezca mucho más plausible que el primero se siguiese riendo de Agustín Calmet, el abad de Senon, y el segundo maldijera hasta la mismísima "creación". Esta "tolerancia" obedece a convicciones sinceras, pero también a una consideración un tanto pragmática y bastante poco heroica: provocar a los creyentes es un negocio muy poco rentable y extremadamente peligroso (basten como muestras las fetwas islámicas, los manifiestos de la Conferencia Episcopal o los exabruptos de su órgano de radiodifusión).
Es una lástima que estos comentarios y observaciones, que no tienen vocación de impertinentes, se hagan por escrito y en diferido. Sugiero a los Amigos de la Ópera que den turno de palabra (breve) a los asistentes a las charlas que organizan. Si así lo hacen, prometo solemnemente, por Mozart y por mi honor, no abrir la boca, para bien ni para mal, en ninguno de esos turnos: Vade retro.

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