Friday, July 17, 2009

Le nozze di Figaro desde el Real


Parece, en principio, muy saludable la iniciativa de proyectar en los cines representaciones de ópera desde los teatros en que se están celebrando. Gracias a ella, los aficionados podemos disfrutar de unos pocos de esos eventos a un precio bastante razonable y con una fidelidad de imagen y de sonido más que notables. Hace pocos días fue La Traviata en el Covent Garden, comentada en la entrada anterior de esta bitácora, y ayer Le nozze di Figaro en el Teatro Real de Madrid, que intentaremos reseñar hoy. El título final de la temporada 2008 - 2009 era esperado con especial intensidad por los espectadores del recinto isabelino y por la prensa especializada, que le dedicó, mediante entrevistas, una atención más extensa de lo habitual, estimulada tal vez por ser ésta la última producción auspiciada por los actuales responsables de la casa. La presencia de Mario Vargas Llosa, que ofició de entrevistador de lujo en su condición de patrono de la institución, añadió solemnidad a la retransmisión aunque no haya aportado novedad alguna al compormetido género periodístico.
Debe destacarse, en primer lugar, la brillantísima puesta en escena del ovetense Emilio Sagi. Exuberante, castiza, preciosista, goyesca y sevillanísima, hizo las delicias del respetable, que más deleitosas debieron de ser para los privilegiados que ocuparon los asientos del teatro madrileño, quienes pudieron disfrutar incluso de los aromas de azahar de los genuinos naranjos de Sevilla. No descuidó tampoco el ilustre regista las facetas más picantes ni las más políticamente expresivas de la comedia de Beaumarchais, adobada por Daponte y engalanada con la más sutil y cautivadora de las músicas de Mozart. Y, con toda su mejor intención didáctica, se detuvo en ciertos detalles de la trama (el recorrido del alfiler, por ejemplo) que facilitan su comprensión al no iniciado.
La soprano milanesa Barbara Frittoli hizo una condesa un tanto apagada al principio del segundo acto, que fue ganando color, calor y quilates a medida que la acción avanzaba. Nuestra valenciana Isabel Rey, tantas veces condesa, interpretó ayer una Susanna cálida, algo sobreactuada, con alguna que otra imprecisión de menor cuantía en esa complicada y perfectísima pieza de relojería que constituye el finale del segundo acto. El gabacho Ludovic Tézier, sobrado de kilos, fue el responsable de un conde demasiado rudo, aunque vocalmente correcto. El joven barítono Luca Pisaroni, de voz tersa y hermosa, puso alma a un Figaro sobrio y competente, sin alharacas, pero sin tacha. El paje zascandil, Cherubino, fió su buena suerte a la mezzosoprano perugiana Marina Comparato, nueva en la plaza, que se desenvolvió con soltura y eficiencia, tanto en lo vocal como en lo gestual. En plan "comprimarios de gollería" Carlos Chausson y Raúl Giménez dieron vida y arte a sus respectivos Bartolo y Basilio. La veterana Stefania Kaluza, convincente como Marcellina, tuvo alguna dificultad con Il capro e la capretta, pero mantuvo muy bien el tipo en todo momento. La muy joven, muy guapa y, en más de un sentido argentina, Soledad Cardoso se lució con una Barbarina deliciosa y regocijante. Muy correcto y propio el tartamudo Don Curzio de Enrique Viana y graciosísimo el Antonio que compuso Miguel Sola, perfecto como borrachín y cascarrabias.
Alguien comentaba a la salida que, afortunadamete, la ópera actual ha recuperado la capacidad actoral de los cantantes. Es cierto. Y esta función resultó un bello ejemplo.

Wednesday, July 01, 2009

Renée Fleming como Violeta


Hoy ando con humores poco proclives a las contemplaciones. Soy admirador discretamente devoto de Renée Fleming. Entre otros muchos méritos cuenta con los de haber encarnado una Rusalka fascinante, una Amelia (la de Simon Boccanegra, no la del Ballo in maschera)tierna y dúctil, una Desdemona conmovedora, una Condesa de Almaviva frágil, pero noble y, últimamente, ha sacado brillo a papeles straussianos como Daphne o incluso la Mariscala, y se ha atrevido también, y con muy buen éxito, con los Vier letzte Lieder del bávaro. Su competencia en los dos roles verdianos que se acaban de citar no implica su aptitud para todas las heroínas del maestro de Busetto, del mismo modo que no soy capaz de imaginarla, a pesar de su especial gracia para Daphne o su acierto como Mariscala, en la piel de Salomé o en el furor de Elektra. Sin embargo, indiscutibles maestros actuales, como Pappano, se quedan encantados de encomendarle uno de los más endiablados compromisos vocales de toda la historia de la ópera, cual es el de habérselas con Violeta Valery, que, como ya resulta tópico decir, necesitaría, para bien hacerse, al menos tres sopranos distintas, una para cada acto. No seré yo quien les reproche su elección, pero no me pidan que el resultado me deje satisfecho. En el primer acto, Doña Renata, con elegante traje de cortesana, en el que quedarían perfectamente enfundadas Anna Moffo o Lisa della Casa (o Anna Netrebko y Angela Gheorghiu entre las actuales), pero no así ella, puso gestualidad de granjera de Kentucky y voz de ruiseñora tartamuda, que salvando las coloraturas del sempre libera, nada de provecho aportó. Como era de esperar, dadas las concretas exigencias del papel en cada momento, las cosas le fueron infinitamente mejor en el segundo acto, cuyo refrenado pero intensísimo dramatismo quedó expresado con belleza cercana a la perfección por la señora Fleming, a la que también favorecieron muy considerablemente el hábito campestre de su nidito de amor y las sedas, blondas y transparencias negras que lució en el salón de Flora Bervoix. Volvió el declive en el tercer acto, con un addio del passato desentonado y chato y un gran dio morir si giovine desesperado y rabioso tan sólo por la furia con que arroja al suelo el misal que llevaba en la mano -aunque no del todo deslucido el dúo Parigi o cara.
El joven tenor maltés Joseph Calleja, que habíamos visto en La Sonnambula estuvo digno y discreto y, en algún momento, brillante. El mejor del elenco fue, sin duda el veterano Thomas Hampson, que hizo un Germont padre de los que se recuerdan y de los que, en el momento actual, pocos, salvo Nucci y otro par (escaso) de glorias, podrían superar.
A la puesta en escena de Richard Eyre sólo un adjetivo le cuadra: excesiva. Salvo la excelente figuración de la casa de campo de Violeta y Alfredo, todo, desde los salones segundo imperio al cuartucho de la agonizante Violeta derrocha recargado efectismo facilón. Al sutil y refinado espíritu de Violeta le deben repugnar tanto como al espectador los cuajarones de sangre tísica que se desparraman por los almohadones, el camisón y el pañuelo de la enferma, sin dejar de salpicar el delantal de su criada Annina.