Thursday, December 09, 2010

Madrid, diciembre de 2010





Intenso fin de semana largo el del tradicional "puente de la Constitución" de este año 2010 de todas nuestras desdichas. El motín incivil de unos sujetos indeseables y muy peligrosos que se hacen llamar, sin otro merecimiento que el de su desvergonzada irresponsabilidad, "controladores aéreos" nos obligó a hacer en coche el planeado viaje a Madrid en ibérico vuelo. Dejo de lado -que no olvido- el más que lamentable percance y paso a hacer relación de las andanzas y eventos de estos cuatro días. Los buenos amigos Amparo y Miguel, que cultivan la virtud de la hospitalidad con una largueza admirable, nos acogieron en su chalet de Las Rozas el sábado y dejaron a nuestra disposición el resto de los días el confortabilísimo apartamento que poseen entre las calles de Alcalá y Doctor Esquerdo, a poco más de doscientos metros de la Plaza de Manuel Becerra.
Del casino de Torrelodones sólo tenía yo la referencia de la memorable canción sabiniana Diecinueve días y quinientas noches: "Y fui tan torero / por los callejones / del juego y el vino / que, ayer, el portero / me echó del casino / de Torrelodones". La canción sabiniana tiene su correlato proculeyano en un edificio extenso, plagado de arcos voltaicos y luces de neón, con una estética entre psicodélica y horteroide, propia de estos templos de la ludopatía, que da cobijo a lo que en tiempos de mayor clasicismo castizo se llamarían señoritos calaveras, a señoras mayores y angustiadas, de mirada perdida, atentas a la evolución de las pantallas de las máquinas tragaperras, paseantes curiosos, mirones, apostantes ocasionales y profesionales de la burlanga tecnológica, apiñados en torno a ruletas analógicas y digitales y otros artilugios del azar venal. Anejo a las salas de juego, hay un restaurante -Mandalay se llama- poblado de parejas de cincuentones, sesentones y de ahí para el norte, de presumible poder adquisitivo elevado, dados los precios del servicio a la carta o de los menús largos y estrechos, que sirven con atención y profesionalidad admirables unos camareros ágiles y rápidos como gamos. En el momento en que se verifica que una parte importante de los comensales ha acabado su manducatoria, la orquestina, distribuida en una especie de templete semicircular de dos pisos, empieza a tocar archiconocidos bailables de todas las décadas prodigiosas, desde los cincuenta a los ochenta -no osan sobrepasar ese límite- y las parejas van acudiendo a la pista central. Para estimular a que el cotarro se vaya animando, una pareja de ancianos de precepto, sin duda profesionales asalariados de la empresa, inauguran el baile con pasos ceremoniales y pretendidamente imaginativos. Este Fred Astaire decrépito y esta Ginger Rogers no menos desvencijada, pintarrajeada hasta en los cartílagos,con zapatos de charol rojo y tacón de aguja, evolucionan con gracia sandunguera hasta que ella, con cara de palo, recibe el homenaje genuflexo de él, que reclama sin palabras y mirando al techo el aplauso de su público. Tengo noticia de que un joven amigo, con más ingenio que misericordia, identifica a este buen hombre como el Viejuno.
Un paseo matinal por la plaza de Santa Ana y sus aledaños, para recoger las entradas de Beaumarchais propició la ocasión de un encuentro casual con Don Joaquín Macías Sánchez, sin duda alguna (y sin ningún ánimo de adulacíón ni lisonja: sé sobradamente que él no lee mi bitácora), el mejor jefe que tuve a lo largo de mi baqueteada vida funcionarial. Intercambio de bromas al pie de la estatua de Don Pedro Calderón de la Barca y vuelta al paseo para desplazarnos más tarde a la taberna El Rincón de Goya, así llamada por su cercanía a la calle Goya, aún cuando está situada en la calle Lagasca. Buen cocido madrileño y ambiente acogedor sin excesos. Una breve siesta, previa a la función teatral nos dejó restaurados para ver Beaumarchais

Beaumarchais .- Josep-Maria Flotats es un actor singular, de muy marcado carácter, que últimamente se ha "especializado" en dirigir e interpretar papeles protagónicos de obras de un género muy peculiar que yo me atrevo a llamar "teatro francés de texto" o "teatro francés discursivo" -discúlpenme la redundancia en que incurro utilizando estos dos adjetivos juntos. Sacha Guitry, el polifacético artista (actor, escritor, guionista y director cinematográfico), francés nacido en Rusia, reúne en su sola persona todos los vicios menores y todas las excelsas virtudes de lo que bien podríamos llamar génie à la française (leve superficialidad y brillantez asombrosa, soportable pedantería y consistencia enjundiosa, discreta pesantez y ligereza de ánimo). Philippe Auguste Caron de Beaumarchais, francés nacido en Francia, del que tal vez Guitry haya pretendido convertirse en "alter ego", es, por contra,un génie à la universelle: relojero, escritor, espía, cultivó todos sus desmesurados talentos logrando siempre los frutos de la mejor calidad: baste recordarlo como el creador inmortal de la trilogía El barbero de Sevilla, Las bodas de Fígaro y La madre culpable. Una comedia que reúne a estas tres lumbreras como actor principal, autor y protagonista tiene todas las papeletas para llenar cualquier teatro y así fue. A Flotats, avezado y curtido con el insuperable Talleyrand de La Cena, de Brisville, y el apabullante Descartes de Encuentro de Descartes con Pascal joven, del mismo autor, nada le costó -o. al menos, así lo parece- ponerse en la piel de Beaumarchais. El texto ingenioso y brillante, algo arrastrado en ocasiones, de Guitry, excelentemente traducido por Mauro Armiño, queda muy bien servido y se escucha con interés más que suficiente. Paradójicamente, por el afán excesivo de enaltecerla, la figura de Beaumarchais queda un tanto empequeñecida para quienes vemos en ella algo más que un esnob inteligentísimo y un vividor incansablemente feliz y encantado de conocerse. Los actores, fenómeno Flotats aparte, cumplen sobradamente con su cometido, con mención especial de María Adánez (la actriz Manon Ménard, amante de Beaumarchais), Carmen Conesa (Marie-Thérèse Willermaulaz, amante y finalmente esposa de Beaumarchais) y Constantino Romero (Benjamin Franklin). Es también mérito de Flotats la iniciativa de llevar a cabo el estreno mundial de la obra de Guitry en el Teatro Español. La escenografía de Ezio Frigerio y el vestuario de Franca Squarciapino, a la altura de estos nombres insignes. En suma, un espectáculo muy recomendable.

Como la función teatral empezó a la temprana hora de las seis de la tarde, a la salida pudimos demorar el paseo por el siempre vivaz distrito centro, tomar unos vinos de jerez sin etiqueta en la taberna La Venencia de la calle Echegaray, servidos, tal como en Cádiz al grito de "un fino Chiclana" (pronúnciese "shiclana" o, para gallegos y asturianos, "xiclana") y cenar en el cercano y honrado restaurante La Trucha de la cercana calle de Manuel Fernández y González. Concluye así la jornada del domingo.
Como la vida del turista es muy sacrificada, dedicamos la mañana del lunes a cumplir con el ritual de contratar un recorrido guiado por profesional del ayuntamiento -excelente, por cierto - por el llamado Madrid de los Austrias y el Madrid medieval de La Latina y las dos Cavas. Ni que decir tiene que resultó obligada la contemplación de la mirada frente a frente que se dirigen el Palacio Real y la Catedral de la Almudena, símbolo perfecto, como bien explicaba el viejo profesor Don Enrique Tierno Galván a su conmilitón Joaquín Leguina, de "la unión del trono y el altar".
Comimos en la prestigiosa y afamada Casa Ciriaco, añejo establecimiento de la calle Mayor, del que parte, como es sabido, la trágica perigrinación etílico-discursiva de Max Estrella en Luces de Bohemia. Valle-Inclán se merece este homenaje y muchísimos más. En la algo pesada digestión de comida copiosa, Amparo, anfitriona ejemplar, me dio la alegría de cambiarme mi entrada para Los Miserables por la suya para El caballero de la Rosa. Así que, poco antes de las siete de la tarde, Mariné y Amparo entraban en el Teatro Lope de Vega y Miguel y yo lo hacíamos en el Teatro Real.

El caballero de la Rosa.- A riesgo de incomodar a no pocos straussianos o de provocar una sonrisa indulgente a no muchos menos, debo confesar que si Richard Strauss está incluido en la reducidísima nómina de media docena exacta de autores operísticos que, en mi humildísima opinión, alcanzan el ápice de la sublimidad, se debe más a obras como El caballero de la rosa, Ariadne auf Naxos o Capriccio que a Elektra, Elena egipcíaca o La mujer sin sombra. Dicho esto, debo añadir con pareja osadía que, lejos de parecerme El caballero de la rosa un retroceso con respecto a sus precedentes Elektra y Salomé, estimo que la solo aparente sencillez (o engañosa complejidad) de aquélla es más moderna (o, como algunos quieren, posmoderna) que todas las atonalidades y cromatismos de éstas. Convenientemente autodescalificado como ignaro musical y reaccionario estilístico, paso a comentar con la obligada modestia la representación que se nos ofreció el pasado lunes en el Teatro Real.
Se trata, como sabemos, de una producción de Herbert Wernicke para el festival de Salzburgo de 1995, cuya organización tuvo la gentileza de "prestar" al Teatro Real el precioso telón de embocadura que pudimos admirar con los ojos muy abiertos. La puesta en escena, barroca, preciosista, muy dieciochesca y vienesa y, al mismo tiempo, muy esquemática, universal y simbólica, con ese deslumbrante juego de espejos, nada gratuito y sí muy revelador del sentido de una obra en la que, como ya resulta tópico decir, "nada es lo que parece": se trata del mismo juego que von Hoffmansthal en su libreto y Strauss en su música desarrollan con astucia insuperable.
En cuanto a los cantantes, los expertos nos dicen que la Mariscala necesita una soprano lírica con muy discretos ribetes dramáticos (es una aristócrata). En tal sentido, Anne Schwannewilms, templada en roles wagnerianos como Elsa o Elisabeth, con su voz firme y robusta, pero flexible, ayudada por la presencia escénica que le dan su estatura y su solemnidad, estuvo a la altura de sus exigentes circunstancias. Octavian, que actualmente suele servirse por mezzosopranos, exige, en teoría una voz también lírica: Joyce di Donato, expresiva y fuerte como Octavian, divertida y aguda cuando le toca disfrazarse de falsa Mariandel, estuvo muy bien. El prestigioso Franz Hawlata, tuvo que enfrentarse al peliagudo papel del baron Ochs de Lerchenau (un barítono bajo de muchos perendengues que, a pesar de su carácter bufo, debe poseer una extensión vocal considerable): los resultados, dicho mal y pronto, fueron un ni fu ni fa correcto, discreto, pero por debajo de las expectativas que se había formado el público madrileño. La bella y enamorada Sophie Faninal, que requiere una soprano lírico-ligera de tesitura alta, estuvo a cargo de Ofelia Sala, a quien conocemos como pasable Pamina y que tampoco aquí pasó de pasable. Por el irreconocible aspecto físico, aún no puedo creerme del todo que el tenor italiano ridiculizado por Strauss (pero que, al igual que el de Ochs, es un rol de tremenda dificultad) fuese un estupendo José Manuel Zapata, que gustó muchísimo. Magnífica con las delicadas y complejas texturas de la música de Strauss estuvo la Orquesta del Teatro Real, dirigida por Jeffrey Tate. Omito, más que nada por pereza, las actuaciones de los comprimarios.

Nuestros espléndidos anfitriones nos despidieron con una cena en su apartamento y, al día siguiente, martes, nos tocó visitar la exposición temporal y monográfica dedicada a Renoir en el Museo del Prado. Antes habíamos hecho un almuerzo rápido y de circunstancias en un establecimiento seudogótico de la Carrera de San Jerónimo llamado La Catedral. La exposición de Renoir está integrada por los treinta y un cuadros (básicamente, retratos, paisajes, bodegones y flores) de la la colección del Sterling and Francine Clark Art Institute. Se ve en menos de una hora y está ubicada en salas muy próximas a las principales (Goya, Velázquez, Murillo, Durero...) del Museo, lo que permite echar un vistazo de recordatorio a los grandes maestros. A la salida, enfilamos cuesta arriba la calle Huertas para llegar a la Plaza Mayor y cumplimentar la segunda visita guiada que habíamos contratado: el Madrid de los Borbones y de las letras, mucho más frecuentado por cualquier visitante ocasional de provincias. Entre esto y la ascensión previa por la calle Huertas pocas novedades nos ofrecio este último ritual. Para descansar de la passegiatta nos sentamos en el Gijón para disfrutar de un chocolate con churros antes del regreso al apartamento de nuestros generosos anfitriones. El miércoles, muy tempranito, siguiendo las muy precisas instrucciones de Miguel, sin ningún error ni omisión, abandonamos Madrid y enfilamos la Autovía del Noroeste. Antes de la una y media de la tarde estábamos comiendo en Bouzas y, poco después, muy cerca, en nuestro hogar vigués. Fin de un fin de semana, largo, intenso y bien aprovechado.